Laura me envía un comentario. Le fastidia que se abuse de la palabra fascismo y pide un congreso urgente para precisar los alcances de la palabra. Tiene razón. Si hay que ser cuidadoso con cualquier palabra, hay que extremar los cuidados con términos como éste. Yo hablaba en mi artículo de un «orgullo fascista.» Me refería al hecho de que la manta que celebraba la clausura del congreso era una forma de vanagloriarse del silenciamiento de un órgano deliberativo. El FAP no solamente incautaba la institución del pluralismo, sino que se ufanaba de la acción. No expresaba un mero gesto autocrático, sino una convicción autocrática: la verdad como propiedad exclusiva de un grupo que se atribuye el derecho de hacer lo necesario para imponerse.
La crítica me hace recordar un brillante ensayo de Umberto Eco sobre la eternidad del fascismo. Lo recoge en un librito titulado Five Moral Pieces. Ahí se detiene a analizar una serie de rasgos del fascismo. Eco resalta el culto por la acción por la acción misma. La acción es signo de una admirada virilidad: el que actúa no se raja, no se dobla. Para el fascismo la política es asunto de lealtades metálicas. Ningún doblez es permisible. De ahí que la ideología permita distinguir con toda claridad a los patriotas de los traidores. Nadie se regodea con el eufemismo como el fascista. Será por eso que se empeña en bautizar la imposición como paz y el desprecio como respeto. En su imaginario de guerra el referente crucial es el enemigo de fuera que, en ocasiones, se filtra al campo propio. Por eso la paz y la negociación son una forma denigrante de abdicación: la vida es lucha. Y el Pueblo, recuerda Eco, siendo una noción crucial en este universo retórico, es sólo una ficción teatral, una manta escénica.
¿Maltrato las palabras al hablar del orgullo fascista de los fapistas que cierran el Congreso mexicano y además lo presumen?
Estos papeles me sirven para aprender a escribir, decía Josep Pla de su Cuaderno gris. “No para aprender a escribir bien, sino simplemente para aprender a escribir”. El dietario era el verdadero maestro del escritor catalán porque, antes que cualquier otra cosa, lo ejercitaba en el arte del adjetivo. La gimnasia de su diario lo obligaba a calibrar cotidianamente la textura de una voz, los gestos de la mano, las arrugas en la camisa. Darle la bienvenida a un fenómeno en la página es atreverse a calificarlo. Pla salía a la calle con esa tarea en mente: apreciar el arco de sus colores, la promiscuidad de sus aromas, el flujo de los paseantes. Encontrar el matiz que reconoce la singularidad de cada ola en el mar.
En una nota del 17 de agosto de 1919 se retrata el cazador de adjetivos. Josep Pla está en las playas de Canadel y registra el desenlace de una breve tempestad eléctrica:
A las seis de la tarde ha parado el viento. El mar ha entrado en una inmovilidad total, en un silencio oleoso. Del lado del poniente, el cielo ha tomado una lividez amarillenta que ha puesto sobre las cosas inmediatas un color de yema de huevo. En un momento determinado se ha oído un trueno, sordo y lejano, continuado, que ha durado casi dos minutos seguidos. Un ruido ondulado, que parecía que no se debía acabar nunca. Después un relámpago rápido, nervioso, frenético, que ha creado como un resplandor de luz verdosa en la vaguedad muy cernida del cielo del poniente. Ha vuelto a sonar, de inmediato, otro trueno seguido, no tan largo, de un volumen menor. Otro relámpago de menor intensidad y otro más reducido. Otro trueno sin forma, como un ruido que huye y se desvanece. El cielo ha ido perdiendo la lividez, el color de yema de huevo ha ido desapareciendo y, de repente, todo ha vuelto al color de la hora que era. Mientras tanto han caído cuatro gotas justas, gruesas que han hecho una burbuja sobre el polvo de la calle. Ha venido una racha de aire un poco más fino y fresco. Después, nada.
Ahora que ha cumplido ochenta años, Mikhail Gorbachov encuentra más gente en Londres que en Moscú dispuesta a celebrárselo. Rachel Halliburton conversa con él para New Statesman. Hablan de Cameron, de Obama, de Putin. También hablan de su esfuerzo por abandonar la política. Gorbachov cree que la crueldad de la política mató a su mujer. Una expresión suya queda de la entrevista: "No hay reformista feliz."
El nuevo proyecto de Brian Eno es entretejer su música a las palabras del poeta inglés Rick Holland. De su diálogo han salido ya dos discos: Panic of Looking y Drums Between the Bells. Las voces del disco no son las del poeta sino de un diseñador gráfico y de un empleado de su gimnasio. Aquí una muestra.
Contra la muerte
Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día.
Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír
a diestra y a siniestra con tal de prosperar en mi negocio.
No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.
¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?
Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento, allá abajo.
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.
Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro
la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento
de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil,
porque yo mismo soy una cabeza inútil
lista para cortar, por no entender qué es eso
de esperar otro mundo de este mundo.
Me hablan del Dios o me hablan de la Historia. Me río
de ir a buscar tan lejos la explicación del hambre
que me devora, el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.
En Sombras en el campus, Malva Flores escrie que “el ensayo es una de las formas más depuradas de la pasión escrita”. En su alegato contra las inquisiciones de la academia defiende, por supuesto, la solidez del argumento y la confiabilidad de las fuentes, pero abraza antes que cualquier otra cosa, la emoción personal, esa combinación de simpatías y antipatías con las que tocamos el mundo. En las palabras del ensayo debe haber un elemento íntimo, una revelación personal, una confesión: “solo si en el tubo de ensayo incluimos la sal y la pimienta de nuestras aversiones, deseos o admiraciones, podremos de allí obtener un elemento cuyo único propósito será compartir una charla por escrito y hacernos pensar.” Esa sal y esa pimienta, ese sazón íntimo es saboreable en la admirable biografía que Malva Flores ha hecho de una amistad crucial en la cultura mexicana del siglo XX.
Estrella de dos puntas, Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad, el libro que Malva Flores publicó a fines del año pasado es, por supuesto, una investigación meticulosa en los meandros de la relación entre Octavio Paz y Carlos Fuentes. Flores ha exprimido todas los archivos, las cartas, la referencias veladas que existen en las páginas de ambos, los intercambios con los amigos comunes y ha registrado la admiración mutua, la cercanía, el cariño, la desconfianza, los reencuentros, la ruptura. En el intenso epistolario entre los amigos puede verse una comunicación tan intensa en su furor comunicativo como en el frío de sus largos silencios.
Complejísima relación, la de Paz y Fuentes. Fascinante también. Dos gigantes de las letras mexicanas; dos hombres rodeados de admiración. Dos ambiciones, dos vanidades, dos capillas. Lo reconocía el propio Paz en una de las últimas cartas que le escribió a Fuentes: “La amistad es como las plantas: hay que regarla a diario. A veces, también, hay que podarla: demasiado frondosa deja de dar flores y frutos. Y mucho sol–un acuerdo total–la marchita. Las diferencias–si se dicen–son un agua milagrosa. Por fortuna tú y yo no coincidimos en muchas cosas, aunque sí, creo, en lo esencial.” La relación no se rompió súbitamente con el artículo de Enrique Krauze contra el novelista. Desde el primer momento, fue una amistad compleja.
Durante medio siglo (se conocieron cuando Paz tenía 36 años y Fuentes 21), el poeta y el novelista estuvieron el uno frente al otro. Seguían asociados de alguna manera, aunque la confianza y el afecto se hubiera perdido. Los rompió la política, es cierto. Pero después de leer la crónica de esta amistad fracasada, puede verse que lo que fue abriendo una brecha cada vez más grande entre ellos fue su idea de la literatura y su compromiso con la creación. Son visibles sus diferencias sobre la naturaleza del echeverrismo, por ejemplo, o sobre la revolución sandinista. Pero detrás de esa controversia pública, es la concepción artística lo que en realidad los distancia. La política, en particular el entusiasmo del 68, los acercó. Después esa misma energía los enemistaría hasta la muerte. El arte nunca los llegó a hermanar.
Advierte Flores desde las primeras páginas que esta biografía de amistad no es un trabajo académico de crítica literaria. Es “la lectura de una o varias pasiones, perseguidas con los ojos de mi propia pasión.” No se trata de una crónica imparcial, ni mucho menos distante de esos dos hombres. Flores no pretende oficiar de mediadora para forzar un equilibrio entre los amigos que han terminado en pleito. Sus cercanías no solamente son claras: están bien fundadas.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
A declararle amor al peligro, a la energía, a la temeridad llamaba Filippo Tommaso Marinetti en su Manifiesto futurista de 1909. La nueva poesía habría de sacudir a esa señora cansada y aburrida que era el viejo arte. Hasta ahora la literatura ha sido inmovilidad contemplativa: es tiempo de pellizcarla para que logre atrapar el movimiento frenético de las máquinas, para que haga suyo el mensaje de la agresión, para que cante al esplendor de las máquinas. El tiempo y el espacio murieron ayer, sentenciaba. Es hora de afirmar la belleza de la velocidad: “Un coche de carreras … es más hermoso que la Victoria de Samotracia.” La destrucción era parte esencial de su revolución: destruir museos, bibliotecas, academias. El poeta concluía su manifiesto llamando a glorificar “la guerra, la única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo del anarquista, las hermosas Ideas que matan y el desprecio a la mujer.” Poesía del belicismo sectario, del fanatismo ideológico, del machismo.
La relación del movimiento futurista con la política fue compleja. Gramsci llegó a sentirse atraído por el brío de Marinetti y vio en su escuela la semilla de una revolución cultural. En realidad, la sopa ideológica del futurismo es intragable: su radicalismo lo llevó a coquetear con la izquierda y con la derecha. Aspiró a ser arte de régimen pero Musssolini, mucho menos interesado que Hitler en la adopción de una cultura oficial, miraba más al pasado, que al futuro que quisieron los futuristas quisieron incautar.
Marinetti se proclamó la cafeína de Europa. Genio y demagogo, provocador carismático, bufón fascista, misógino y oportunista, dirigió una célula de cultura insurreccional. La exposición montada ahora en el Museo Guggenheim de Nueva York (El futurismo italiano, 1909-1944: Reconstruyendo el universo) captura la ambición de esa cofradía empeñada en encontrar expresión para un hombre nuevo. El futurismo nació, es cierto, como un movimiento literario pero se convirtió muy pronto en hélice que quiso arrancar todo lenguaje estético de su cuenca tradicional. Desenjacar el arte para siempre. En todo hubo experimentos. Poesía, teatro, fotografía, música, arquitectura, danza, gastronomía. Fascinante búsqued de abundantísimas sugerencias y escasos hallazgos. Formas que se animan en el lienzo, tipografía que explota, poesía de azar, orquestación de chillidos. Libertad a las palabras era la fórmula literaria de Marinetti: destruir la sintaxis, usar los verbos en infinitivo, abolir adjetivos y adverbios, proscribir la puntuación, incorporar signos matemáticos o musicales al texto. Anticipo de la escritura automática de los surrealistas: que la mano que escribe se separe del cuerpo y abandone el cerebro para que la palabra encuentre la terrible lucidez de lo impensado.
El futurismo representa ante todo la estética de la demolición. En un poema libre de 1914 Marinetti lo expresa onomatopéyicamente. El poema se llama Zang Tumb Tuuum. Zang: el disparo de la artillería; Tumb: la explosión; Tuuum: el eco. Eso parece ser el futurismo: una explosión a la mitad del banquete. Lo que queda del estallido es una sensación de expansión infinita. La obra, sin embargo, desmerece a la ambición. Es posible que la seducción del futurismo esté en su fermento sedicioso más que en la realización de sus cuadros, esculturas o poemas.
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.