Aparecen nuevas evidencias de la responsabilidad del papa Benedicto XVI en el encubrimiento de criminales. El reverendo Stephen Kiesle fue condenado por atar y violar niños en una iglesia de California. El papa fue renuente en expulsar al sacerdote, aún bajo la insistencia del obispo de Oakland. Lo revelador de este caso es que la posición de Joseph Ratzinger puede conocerse a través de una carta que ya es pública. El entonces cardenal acepta la gravedad de la acusación y la solidez de los argumentos para remover al sacerdote, pero advierte que debe protegerse el bien de la Iglesia Universal. La carta lleva la firma del hoy papa. No se puede seguir culpando a las autoridades locales del encubrimiento. La responsabilidad llega a la cúpula.
Christopher Hitchens y Richard Dawkins creen que el caso amerita, ni más ni menos, que el arresto del papa. Su próxima visita a Inglaterra debería ser aprovechado para emplear el precedente de Pinochet.
En El país semanal, Javier Marías comenta la manera en que las autoridades de la Iglesia han tratado de responder al escándalo.
La reacción más taimada ha sido la del propio Papa, quien ha quitado importancia a esos abusos recurriendo a la cita evangélica “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, como si su Iglesia no llevase siglos tirando piedras contra todos los pecadores (según su criterio), aterrorizándolos con la amenaza del infierno, persiguiendo a disidentes y herejes, quemándolos de vez en cuando, forzándolos a abjurar de sus convicciones, expulsando a los que se desviaban del dogma, imponiendo a creyentes y a no creyentes su fe y su concepción de la moral, obligando a todos a cumplir con sus preceptos, dictando leyes a su conveniencia. ¿Por qué se hace hincapié en los delitos sexuales cometidos por eclesiásticos? Porque éstos llevan la vida entera haciendo hincapié en los “pecados” de los demás, y han condenado y castigado con dureza sus faltas y debilidades. Porque son ellos quienes en buena medida han decidido qué era delito y qué no. Porque ellos han reclamado secularmente –y en España siguen, hasta donde pueden– la exclusividad en la formación, enseñanza y adoctrinamiento de los niños. Porque a lo largo de la historia han dicho o exigido a los padres: “Entregadnos a vuestros vástagos, somos lo mejor para ellos”.
Richard Dawkins declaró hace años que su héroe era Juan Pablo II. El biólogo admiraba su talento para destrozar la reputación de la institución que encabezaba. Ahora deja la ironía para elogiar a Christopher Hitchens. Espero, no rezo que se recupere Hitchens. Pero si deja la fiesta antes de tiempo, nos habrá dejado un ejemplo por los siglos por venir.
Rogelio Cuéllar cuenta:
París, primavera de 1984. Telefoneo a E.M. Cioran a través de unos amigos. “Si él me ha leído, sabrá que no quiero que me fotografíen, pero quiero conocerlo”. Tres meses después regresé a la cita en su casa, frente al metro Rue Odéon.
—Quiero hacerle un retrato.
—Si usted me ha leído nunca me va a hacer un retrato.
El tiempo transcurría, la luz matutina se reflejaba hermosa en sus cabellos, e insisto:
—Señor Cioran, soy un fotógrafo.
—Lo sé.
Tomó mi portafolio y se detuvo en el retrato de Esther Seligson, su traductora, sorprendido por la luminosidad de ella. Admirando sus manos largas y su cabello de escuincle despeinado, volví a insistir…
—Monsieur Cuéllar, haga lo que tenga que hacer…
Alfred Brendel ha dejado los conciertos. Desde hace tiempo, el gran pianista no se pone traje de pingüino para tocar las grandes sonatas del repertorio clásico en las salas más famosas del mundo. Se ha concentrado en la literatura; ha publicado ensayos, libros de poesía
y dicta conferencias. Harold Pinter, al descubrirlo como poeta, dijo: “los mismos dedos creando un nuevo sonido.” Entre sus poemas aparece éste que me atrevo a traducir, a pesar de que ya ha brincado del alemán al inglés.
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitos¿y qué hay del huevo?
¿quién es el huevo?
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.
¡Carajo!Somos todo!
Gallo, gallina, pollo, huevo y zorro. Todo eso somos.
Apartado de las salas de conciertos, Brendel empieza a frecuentar ahora las salas de conferencias. Tiene ya programada una buena serie de charlas en universidades de Estados Unidos en donde hablará sobre el humor en la música clásica. El lunes lo pude escuchar hablando de este tema en una pequeña sala de la Universidad de Nueva York. Un Brendel descorbatado se sienta al piano intercalando la lectura de un ensayo admirablemente compuesto con ejemplos al teclado. A decir verdad, la idea no es nueva en Brendel. Ya había publicado un ensayo sobre el tema en un volumen que se recogió para homenaje de su gran amigo Isaiah Berlin. Vale recordar que, en los funerales del gran biógrafo de las ideas tocó precisamente Brendel el andantino de la sonata en La Mayor, de Schubert.
Brendel, quien respondió un cuestionario declarando que su ocupación era reír, se pregunta en su conferencia: ¿tiene que ser enteramente seria la música clásica? Por supuesto que no, contesta Brendel y examina, frente al piano, distintas piezas que mueven a la risa. ¿Por qué nos llaman a reir? ¿Qué hace que un lenguaje sin palabras resulte gracioso? El pianista convertido en conferenciante se ha adentrado como pocos a la estructura de las piezas que interpeta. Sabe bien que, si el auditorio no se ríe al final de tal pieza, la ha interpretado mal o la sala está durmiendo. Trae a la conversación cartas y estudios sobre las sonatas de Haydn y toca fragmentos de las variaciones Diabelli de Beethoven.
Alfred Brendel, admirador del dadaísmo, coleccionista de máscaras antiguas y de erratas en los diarios, cita en su conferencia a Jean Paul Richter, para quien el humor es lo “sublime en reversa.” El pianista subraya en la interpetación y en la gesticulación, las líneas que tienen un claro efecto cómico. Rasguños al orden perfecto de una pieza. Giros de ironía sobre la monumentalidad músical. Cambios que rompen las expectativas del oyente con un cambio súbito de tonalidad. Exageraciones que transforman la música en caricatura. Burlas sonoras. Fraseos que contrastan personajes musicales. Hay piezas que no pueden empezar a tocarse con el seño fruncido, como si se estuviera tocando al solemne de Chopin, dice. Y hay piezas que no merecen al final la corona del aplauso sino la recompensa de la carcajada.
En su ensayo de metapolítica, uno de los últimos libros que publicaría, Sergio González Rodríguez se detenía en la figura del detective, un personaje indispensable para comprender nuestro tiempo. Los Sherlock Holmes, los hombres de la lupa y la pipa, protagonizan la pugna entre la transgresión y la norma. Son legión en la mitología contemporánea. Personajes marcados por el atrevimiento y la errancia, por la penetración analítica y el “azoro ante el misterio.” ¿Quién encarna hoy esa temeridad, ese juicio? El detective es el cazador de nuestra selva. Las dos vidas se concilian en la suya: acción y contemplación. Por una parte, huele y observa. Se esconde escudriñando todos los gestos del sospechoso, examinando los sellos del oficinista o las colillas abandonadas en el cenicero. En silencio analiza huellas y olores. Por la otra, corretea y persigue a su presa, se enfrenta al poderoso, tienta a la muerte. Eso era Sergio, un detective que se atrevió a leer nuestro caos.
Recurría en aquel ensayo a Walter Benjamin para describir al detective como el habitante de la ciudad que persigue lo extraño, lo prohibido, lo peligroso pero se mantiene siempre al margen de lo macabro. “La sagacidad criminalística” escribe el crítico berlinés, se une en el detective con la “amable negligencia del flâneur.” Por ahí se columpiaba la obra de Sergio González Rodríguez. Era un pasear por los bajos fondos, un juntar huesos en el desierto, un recorrer los campos de la guerra. Hacerlo con la poesía como brújula, empleando los diccionarios del arte, amparado en el mapa de los conceptos. Hojear la obra de Sergio González Rodríguez es ir del expediente policiaco al cuadro extraviado de Courbet. Caminar de los reportes del forense al erotismo del cantar de los cantares. Llegar al Cristo muerto de Mantegna tras leer los mensajes que trasmiten los cuerpos decapitados del México bárbaro.
No se perdía en novedades. Nuestra desgracia no era reciente. La ciudad misma era, para él, un “templo de la catástrofe.” Un recipiente de terremotos e inundaciones, de accidentes y crímenes. Nuestra labor era aprender a vivir en las alas de la catástrofe. Descifrar ese vuelo, vivir la vida como una “caligrafía en el aire.”
La escritura como contrapunto de la barbarie. La atrocidad, un contrapunto a las delicadezas de la cultura. Sergio González Rodríguez mostró que puede verse lo demencial sin perder la cabeza, que puede sufrirse la tortura, que uno puede adentrarse en la crueldad sin contraer odio. No es difícil percibir en sus crónicas y reportajes, en sus ensayos y sus reseñas una apuesta. Es una confianza discreta, sin romanticismo ni ostentación. Lo dijo bien cuando escribió estas líneas: “De nada sirve odiar el odio y sus fanáticos. El antídoto o la curación contra el odio se resguarda más bien en la lucidez que piensa desde el cuerpo, y ordena evitar, distinguir, tolerar. Y, sobre todo, inmiscuirse en la comprensión siempre difícil de nuestra imagen tras el espejo. El odio ha estado y estará siempre en el mundo: nosotros también para contrarrestarlo.”
Trabajando todavía en la edición de Revolutionary Road (traducida acá como “Sólo un sueño”) Sam Mendes empezó el rodaje de Away We Go (“El mejor lugar del mundo”, según las carteleras mexicanas). No puedo pensar en películas tan opuestas viniendo del mismo director. No imagino a David Lynch apartándose de la edición de Blue Velvet para dirigir Notting Hill. Si el tono de las películas contrasta es porque la segunda fue para el director una especie de antídoto, una cuerda de salvación. Revolutionary Road, basada en la novela de Richard Yates, es una película oscura y devastadora: la autopsia de un matrimonio. Las grandes ilusiones de un tiempo son aplastadas por rutinas desalmadas, por miedos y traiciones. El empeño por escapar la banalidad queda triturado en la vida del suburbio. La intensidad del sueño no hace más que anticipar la tragedia. La nomenclatura revolucionaria de la calle donde vive la pareja y que da título a la película es obviamente un guiño: para el pesimista, la fe resulta preludio de catástrofe. Away We Go es todo lo contrario: una comedia suave, ligera y optimista. Desaparecen aquí los encierros asfixiantes que marcan todo el cine de Mendes. La película tiene aire y luz de viaje. Los protagonistas apenas tienen ambición pero se tienen a sí mismos. No buscan regalarle su genio al mundo, ni separarse de la trivialidad del vecindario. Buscan un lugar para criar a su hijo. Nada menos.
Brincando del teatro al cine, Sam Mendes ha retratado la claustrofobia de lo doméstico, el veneno de lo social. En American Beauty, una cinta narrada desde la muerte, pinta la desolación del suburbio sin dejar de registrar la intensidad vital de algunos personajes y la aparición fugaz de la belleza. Road to Perdition es una película de gángsters que explora el vínculo de un hijo con su padre en un mundo inundado de sangre. Todas sus películas aprietan el pescuezo el espectador que sale del cine en busca de aire. Asfixiantes cárceles de conformismo, violencia, odio, puerilidad. Un cine también de escapes siempre frustrados. Away We Go no es la película de una fuga sino de una búsqueda. Una road movie modesta y bien hecha. Quizá es una película menor. No tiene el gran libreto de sus trabajos previos ni las portentosas actuaciones de otras producciones. Podrá ser un divertimento en el trabajo de Sam Mendes, pero es una de sus cintas más entrañables. Es, dice él mismo, la película que mejor lo retrata. ¿Por qué termino haciendo películas tan oscuras si veo los colores del mundo?
Away We Go se basa en el guión de Dave Eggers y Vendela Vida y cuenta la búsqueda de un nido. En la primera escena de la película, un extraordinario retrato de intimidad, los protagonistas descubren que serán padres. No lo han buscado pero tampoco rechazan la idea. Los hechos le suceden a esta pareja. Sin raíces donde viven, sin trabajo estable, emprenden la carretera para decidir dónde habrán de criarlo. El peregrinar los pone en contacto con parientes y amigos que representan distintos modelos de paternidad: de los desvaríos alcohólicos a los absurdos del new age. Las viñetas son evidentemente caricaturas, sketches: las opciones no sirven más que para ratificar que el único anclaje de la pareja es ella misma y que su desabrigo es mucho más cálido que el brasero de cualquiera. Una imagen de la película se planta frente al romanticismo trillado: el amor no es el delirio sino una dulce sensatez.
José de la Colina cuenta una anécdota maravillosa de Leonora Carrington. Un día recibe una visita en su casa. Quien llega es un crítico de arte, un defensor del realismo socialista. Imaginándola aleccionable, le habla del compromiso social del arte, de la deuda que el creador ha de pagar al pueblo. La invita entonces a dejar las tonterías del surrealismo para entregarse a la causa socialista. La pintora no le responde pero, acariciando la mano de visitante, le pregunta si ha cenado. Al saber que no, le ofrece un “sandwich carringtoniano”. El crítico acepta de inmediato, curioso por la delicia gastronómica que descubrirá muy pronto. Leonora va a la cocina. Luego va al cuarto de su hijo pequeño. Vuelve a la cocina y entrega después el sandwich al grandilocuente promotor del arte comprometido. El sandwich carringtoniano era un sandwich de jamón con caca de bebé en lugar de mostaza. El crítico saborea el plato y hace algún comentario sobre el toque exótico de sus sabores. Un sabor intenso… pero exquisito, le dice agradecido.
Ahí está, en una cápsula, la idea que Leonora Carrington tenía del arte político. ¿Usted me pide arte comprometido? Yo le preparo un sandwichito. La rebeldía de su imaginación no tocaba las coordenadas de la ideología. Quien contemplaba las maravillas de los astros y las moléculas, quien injertaba plantas en los venados, quien rompía la tiranía de la gravitación, la cuidadora e inventora de mitos habitaba otra historia. La política no tenía sitio en sus lienzos. Su rebeldía, esa marca de todas sus artes, se expresaba de otro modo.
La admirable muestra que el Museo de Arte Moderno ha organizado para celebrar sus 101 años es el mejor registro de su creatividad inabarcable. La curaduría de Tere Arcq y Stefan van Raay logra capturar ese infinito que fue su imaginación. La exposición “Cuentos mágicos” tiene el gran acierto de rescatar no solamente la obra plástica, sino también su incursión en el teatro y el cine, sus maravillosas cartas, esas admirables piezas literarias que son sus cuentos y sus memorias. Su arte, escribió Carlos Fuentes, “es una batalla alegre, diabólica y persistente, contra la ortodoxia.” Subversión de cuerpos y de reinos; revuelta contra la razón y la fe. Apuesta por la magia, lealtad al mito. Una burla y también una denuncia. Esto último adopta, excepcionalmente, forma francamente política. En la muestra que todavía puede visitarse se asoma un cuadro que llama la atención de inmediato. No solamente resalta por abordar políticamente la coyuntura sino porque parece realizado en un arranque, de prisa, bajo el influjo de otros demonios. No se encuentra ahí la sutileza sobre la tela. Es un cuadro con trazos toscos sobre un comprimido de madera. La firma resalta la fecha: 13 de agosto de 1968. Es la contribución artística de Carrington al movimiento estudiantil. Con dos hijos universitarios involucrados en la protesta, Leonora no podía permanecer indiferente. La represión se dejaba sentir. La hechicera sentía el deber de apoyar al movimiento y donaba un cuadro a los jóvenes para que lo subastaran y obtuvieron dinero para comprar mantas, comida, papel. El cuadro que regaló muestra a un tigre con cabeza de ave y jirafa que sostiene figuras adorando a una mariposa y a una espora gigante. En ambos lados, textos manuscritos. El cuadro pinta, en realidad, lo que no es. En una columna a la izquierda, puede leerse: “No es el retrato de un político, no tampoco de un granadero, no está en el ejército. No maltrata ni asesina a nadie. Es un dibujo libre, quiero guardar mi libertad.” Y a la derecha, un poema de John Donne.
A decir verdad, no puede ser apolítico el arte de esta “feminista natural”, como la llama Tere Arcq. Nunca dejó de pintar libertad. Nunca dejó de picar nuestra imaginación. Se rompe por doquier el catálogo de las especies. Humanos y animales se fecundan y mestizan. El universo, una fraternidad en el misterio. ¨
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
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