sugerido por @philosophybites
Después de reseñar la película sobre Hannah Arendt, Mark Lilla comenta el nuevo documental de Claude Lanzmann: «El último de los injustos.» La cinta se concentra en la vida del rabino Benjamin Murmelstein y su relación con los nazis. Gershom Scholem le escribió a Hannah Arendt que Murmelstein debía ser colgado por los judíos. Lanzmann, director de Shoah dijo de él, tras una semana de entrevistas: «aprendí a quererlo. El hombre no miente.» Aquí puede verse el adelanto:
Rogelio Cuéllar cuenta:
París, primavera de 1984. Telefoneo a E.M. Cioran a través de unos amigos. “Si él me ha leído, sabrá que no quiero que me fotografíen, pero quiero conocerlo”. Tres meses después regresé a la cita en su casa, frente al metro Rue Odéon.
—Quiero hacerle un retrato.
—Si usted me ha leído nunca me va a hacer un retrato.
El tiempo transcurría, la luz matutina se reflejaba hermosa en sus cabellos, e insisto:
—Señor Cioran, soy un fotógrafo.
—Lo sé.
Tomó mi portafolio y se detuvo en el retrato de Esther Seligson, su traductora, sorprendido por la luminosidad de ella. Admirando sus manos largas y su cabello de escuincle despeinado, volví a insistir…
—Monsieur Cuéllar, haga lo que tenga que hacer…
El New York Times comenta la aparición de Los hambrientos ojos de Penélope, un libro de Abe Frajndlich en el que recoge las fotografías que, a lo largo de dos décadas, ha tomado de grandes fotógrafos. Aquí puede verse su retrato de Koudelka:
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
Durante años nos preparó el desayuno. Todos los días podíamos encontrar ahí ese plato que Germán Dehesa había cocinado con esmero y con deleite hablándonos de todo y también de nada. Nunca usó el horno de microondas para acelerar la preparación de un desayuno de bolsita; nunca nos aventó el plato a disgusto. A diario salía a buscar en el mercado, en la calle, en sus lecturas, en el futbol, en la política, en sus cariños y hasta en sus achaques la sustancia y el condimento de su regalo cotidiano. Disfrutaba el despuntar de cada párrafo. Sonreía en la combinación de los elementos, en su cuidado cocimiento, en la evocación de algún libro, en el agregado del humor. La cotidianeidad de su oficio era constancia, nunca rutina. El hábito no se volvió nunca desatención, reiteración tediosa de la misma tarea, mecánico repiqueteo de lugares comunes.
Supongo que habrá tecleado sus artículos con velocidad, pero para escribirlos tardaba metódicamente, 24 horas. Su escritura no estaba solamente en el golpeteo de las teclas de su computadora sino en sus pasos, en su plática, en su respiración. Cada instante era registrado en esa épica de lo cotidiano. La lectura del periódico, la maravilla de la literatura, algún paseo, sus gustos y sus malestares, las conversaciones y las causas. Los lectores de Reforma atestiguamos durante años la redacción de un dietario único que enlazaba vida y gramática. Escritura instantánea que borraba la distancia entre la vida y la letra. Hay quien describe su comezón como si reportara la composición química de las piedras venusinas: todo examen, nada experiencia. Germán Dehesa, por el contrario, sólo podía emprender la descripción de un evento, cuando el asunto le pellizcaba. Nada de lo que escribió le fue ajeno. Todo lo que registraba en sus crónicas, pasaba por sus sentidos antes de llegar a sus adverbios.
Pocos espacios como su Gaceta para apreciar el juego de las palabras. Dehesa fue, ante todo, un profesor de literatura. En sus artículos se percibe esa intención de comunicar el entusiasmo por la creación literaria, por trasmitir, con el ejemplo, la limpia ordenación de las palabras, por contagiar la adicción a las letras, por honrar la tradición que nos alberga. Fue un maestro de la cita precisa, la evocación exacta. No insertaba comillas para pavonear sus lecturas, sino para compartirlas generosamente. Generosidad es la palabra clave para recordarlo. En una de sus últimas colaboraciones soltaba una lección de vida: “Nadie conoce todos los secretos y recovecos que tiene el vivir. Yo menos que nadie, pero hasta yo adivino que la clave está en el nosotros que es una delicia. Comparen el hecho de comprar un helado para nuestro gusto, a comprar el mismo helado para compartirlo con alguien que será nuestro cómplice en ese súbito nosotros. Queda con esto demostrado que no es bueno que el hombre ande solo.” Durante años, desayunamos su helado.
Dehesa no se cansó de escribir ni nos cansó con su escritura precisamente porque sus crónicas no eran para él sitio para el sermón o la arenga sino, sobre todo, un lugar para el retozo. Es cierto: Dehesa fue defensor de causas modestas y entrañables, fue látigo de pillos y criticón venenoso. Pero nunca fue un sentencioso en busca de la frase inmortal, un disertante de ideas geniales. La tentación a la que se abandonó fue otra. Buscaba la línea que arqueara la boca de sus lectores en una sonrisa. En un vecindario donde la expresión es una colilla de cigarro pisoteada en la calle, Dehesa reanimaba la propiedad danzarina de las palabras. Siempre encontraba un giro para nombrar las cosas a su modo, para escapar del reflejo de las frases hechas. En sus adjetivos y en sus apodos aparecía la magia, la alegría de las palabras.
Muy bueno. Robert Reich, Secretario de Trabajo con Clinton, toca los mismos puntos en su libro Supercapitalism.
Jesús Silva Herzog Márquez: su desencuentro con Zizek
En una ocasión se le preguntó a Octavio Paz si era liberal, a lo que respondió que no porque el liberalismo no le permitía comprender otras esferas de la vida. La comprensión de la otredad tiene múltiples facetas y cuestiona las creencias propias. Silva Herzog Márquez tiene la mejor antología para ironizar a Zizek, que a la vez es la expresión de su desencuentro con el filósofo europeo. Creo que ironizar a Zizek de manera recurrente es pasar por alto que es lo que dice este filósofo desde la tradición neomarxista. Conocí a Zizek a través de la lectura de Ernesto Laclau y ahora me veo en la tarea de leerlo con gravedad y dejar por el momento entre parentésis la mirada irónica. Rafael Rojas ha emprendido esta tarea. Aquí transcribo una breve nota de Rojas sobre Zizek: Slavoj Zizek comienza su último libro editado en español, Sobre la violencia (Barcelona, Paidós, 2009), con una válida reflexión a propósito de la diferenciada espectacularidad que los medios globales otorgan a episodios violentos en el mundo. Recuerda Zizek el escaso impacto que tuvo la revelación que hizo la revista Time, en junio de 2006, de los cuatro millones de personas que hasta entonces habían muerto en la guerra civil del Congo. Esos muertos, a pesar de ser muchos más, eran menos mediáticos que los de las Torres Gemelas.
Caracas, Venezuela; a 30 de julio de 2010
http://noehernandezcortez.wordpress.com/
Muy bueno, como los demás videos de RSAorg, misma que sería más propiamente la fuente original
Creo que ironizar a Zizek de manera recurrente es pasar por alto que es lo que dice este filósofo desde la tradición neomarxista.