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"Con la palabra se puede matar. La palabra puede ser letal. La lengua es algo más que la sangre, decía Víctor Klemperer. En eso precisamente consiste el envenenado hechizo que tiene la profesión periodística. Pero también con la palabra se puede hacer el bien. Con ella se puede combatir el hechizo ejercido por el totalitarismo; se puede enseñar la tolerancia; se puede dar testimonio de la verdad y ejercer la libertad. Las palabras pueden ser escudriñadas con atención. Cierto fraile dominico francés dijo: "Cuando el odio se apodere de tu corazón y empiece a arrastrarlo, guarda silencio, huye, escóndete, desaparece, haz como si no estuvieras presente o acepta de antemano que renunciarás a todo lo que te es entrañable y, en primer lugar, al honor." Eso quiere decir que has de combatir con tu pluma, pero que deberás hacerlo con honestidad y sin odio. No patees a quien ya esté tirado en el suelo. No asestes ni un solo golpe por encima de lo imprescindible. Y no te engañes pensando que tienes la receta de la justicia. Tampoco sueñes con que eres el "brazo de Dios" cuando asestes golpes mortales a tus adversarios. Los golpes letales suelen ser golpes bajos. Cuando acusas a alguien de ser un traidor, un corrupto o un antipatriota no olvides que lo estás matando. Y que la verdad siempre sale a flote; y que entonces tendrás que responder por tu canallada, aunque sólo sea ante tu propia conciencia. Por eso no deberás matar.
En otras palabras: no le hagas a otro lo que a ti no te gustaría que te hicieran."
Adam Michnik, Decálogo para periodistas.
Frank Rich se despide del columnismo. Después de 17 años de escribir para el New York Times se despide de su página de opinión. En su despedida, habla de la excitación del periodismo de opinión. La emoción no deriva del poder que se ejerce, sino del debate que puede estimularse. Escribir no es mandar pero es, quizá, sugerir una conversación. Sin embargo, el cajón del opinador empezó a resultarle a Rich demasiado estrecho. La frecuencia de la escritura y las restricciones del espacio fueron transformando (o deformando) su escritura. "Aunque no lo crea, un opinador puede cansarse de su propia voz."
Los libros de Sebastião Salgado no llevan pie de foto, no los necesitan. Al principio o al final de su trabajo sobre las migraciones o de su arqueología de la era industrial podrá encontrarse una indicación sencilla que revela el origen de las imágenes. Las fotografías no necesitan, por supuesto, explicación. Salgado invita a abrir el ojo para contemplar la aventura de los hombres y las bestias. Ver el humo, las cordilleras, los rostros no humanos, el acero de las máquinas. Sombras y chispas; miradas, callos, arrugas. De pronto, muy de vez en cuando, una sonrisa. Las proezas del planeta. A eso invita el fotógrafo: a leer, sin palabras, al mundo. A pesar de ser un reportero social, sus imágenes proponen un acercamiento a la realidad fuera de la ruta de las explicaciones. Al ver, tocar el mundo.
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Cuenta Wenders que hace más de veinte años caminaba por Los Ángeles cuando se topó con la estrujante fotografía de los mineros de Serra Pelada. Nadie que haya visto esas imágenes podría olvidarlas. Grandiosos murales en blanco y negro que muestran el hormiguero de la codicia. Miles de hombres casi desnudos escarbando la tierra para arrebatarle una pepita de oro. Hilos, nudos de hombres que cumplen los dictados de una mecánica implacabale. El director quedó cautivado con la imagen y entró a la galería que mostraba la estampa. Descubría así que el fotógrafo se llamaba Sebastião Salgado y empezaría desde ese momento a admirarlo como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Un cinematógrafo que captura la epopeya en un clic. Susan Sontag llegó a reprocharle la belleza de sus fotografías. La espectacularidad de sus tomas le resultaba falsa, condescendiente. La ausencia misma del pie de página negaba individualidad a sus personajes. Mientras a los famosos los llamamos por su nombre de pila, a los pobres les negamos apellido. Wenders entiende mejor a Salgado porque advierte la honda empatía de su mirada.
El admirador y el hijo ofrecen ángulos distintos del mismo personaje: uno enfoca al aventurero que viaja por el mundo para comprenderlo; el otro enfoca al padre ausente, al esposo en deuda de una mujer que le abre caminos. A decir verdad, la figura familiar es siempre borrosa. Nunca adquiere forma precisa. Dos o tres referencias que no terminan de desarrollarse para conocer en verdad al padre que viaja hasta las antípodas para alimentar la mirada. Desafortunadamente, el documental cae en la tentación de la coherencia: la vida del artista como viaje que empieza en una pregunta y termina con una respuesta. De la tragedia a la redención de las semillas. Más allá de ese hilo, el pie de foto dispone al fotógrafo ante su trabajo de décadas. El rostro de Salgado reviviendo las circunstancias del instante decisivo aparece y se disuelve de sus fotografías. La voz ilustra la imagen para explicitar una filosofía. Somos parte de la misma familia: exilados, mineros, tortugas, piedras.
Antes de recibir el Premio Nobel, Wislawa Szymborska había concedido apenas unas cuantas entrevistas. Lo hacía de mala gana. No estoy hecha para ellas, decía: “El poeta ha de callar.” La voz para los poemas y para el té, para la página y la conversación familiar. Nunca para el micrófono. Si el poeta habla, ha de hacerlo a través de su poesía. Lo decía curiosamente en una entrevista y recordaba a Goethe: el poeta puede saber lo que quiso escribir pero ignora lo que ha escrito. No tiene por ello título para pronunciarse sobre su trabajo. Una amiga suya de la infancia decía que era imposible hablar con ella de poesía. Al salir el tema se ponía a platicar de pastelitos. Esa habría sido su divisa: a crear y a callar.
Hablamos demasiado. En nuestra época, dijo la poeta polaca, todo nos empuja a hablar: la radio, los periódicos, la televisión, los micrófonos, las grabadoras. Inventos para almacenar saliva. Hasta hace poco, “la Tierra se deslizaba por el universo en relativo silencio.” Ahora todo es ruido, ostentación, alharaca. En nuestra conversación con las plantas, la palabra la tienen ellas, que no hablan.
La biografía que se ha publicado recientemente de Szymborska es una celebración de su timidez, de su discreción, de su modestia. No es un monumento a la visionaria, sino un collage delicado como los que regalaba a sus amigos en cumpleaños: ilustraciones hechas de recortes de revistas y periódicos; frases que insertan ironía a una imagen. La han escrito Anna Bikont y Joanna Szczesna empleando el mismo cariño que Szymborka mostraba con tijeras y pegamento. El título viene de una línea de su instructivo para escribir un currículo.
La concisión y selección de los hechos es obligatoria.
Los paisajes deben convertirse en direcciones
Y dudosos recuerdos en fechas inmóviles.
De todos los amores, basta con el matrimonial,
Y en cuanto a los hijos, sólo con los nacidos.
(…)
Escribe como si nunca hubieras hablado contigo mismo
Y siempre te hubieras visto desde lejos.
Ignora perros, gatos y pájaros,
Trastos y recuerdos, amigos y sueños
Trastos y recuerdos, publicado por Pre-textos permite ese acercamiento íntimo. La memoria es borrosa, los amores fluidos, la militancia breve pero aleccionadora: una biografía más doméstica que literaria. Con buena razón el poeta Julian Przyboś le diagnosticó miopía: sólo es capaz de ver las cosas pequeñitas cuando las ve muy de cerca mientras las cosas grandes y lejanas le resultan invisibles. Escribió de la muerte de un escarabajo, de la caída de un mantel, del duelo de los gatos. La vida es tejida con palabras de amigos y lectores y, en alguna distracción, de ella misma. Sin mojigatería, atesoraba el recato. Exhibirse empobrece. “Al contrario de la moda actual, no creo que todos los momentos vividos en común sirvan para mercadear con ellos. Algunos son de mi propiedad sólo a medias. Además, sigo convencida de que los recuerdos que tengo de los otros todavía no han alcanzado su forma definitiva. A menudo converso con ellos mentalmente, y en estas conversaciones se plantean nuevas preguntas y respuestas.” Se disculpaba por estar chapada a la antigua. O a lo mejor resulta que soy vanguardista, agregaba: “¿y si en épocas venideras la moda de desnudarse públicamente fuera cosa del pasado?”
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.
Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
A declararle amor al peligro, a la energía, a la temeridad llamaba Filippo Tommaso Marinetti en su Manifiesto futurista de 1909. La nueva poesía habría de sacudir a esa señora cansada y aburrida que era el viejo arte. Hasta ahora la literatura ha sido inmovilidad contemplativa: es tiempo de pellizcarla para que logre atrapar el movimiento frenético de las máquinas, para que haga suyo el mensaje de la agresión, para que cante al esplendor de las máquinas. El tiempo y el espacio murieron ayer, sentenciaba. Es hora de afirmar la belleza de la velocidad: “Un coche de carreras … es más hermoso que la Victoria de Samotracia.” La destrucción era parte esencial de su revolución: destruir museos, bibliotecas, academias. El poeta concluía su manifiesto llamando a glorificar “la guerra, la única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo del anarquista, las hermosas Ideas que matan y el desprecio a la mujer.” Poesía del belicismo sectario, del fanatismo ideológico, del machismo.
La relación del movimiento futurista con la política fue compleja. Gramsci llegó a sentirse atraído por el brío de Marinetti y vio en su escuela la semilla de una revolución cultural. En realidad, la sopa ideológica del futurismo es intragable: su radicalismo lo llevó a coquetear con la izquierda y con la derecha. Aspiró a ser arte de régimen pero Musssolini, mucho menos interesado que Hitler en la adopción de una cultura oficial, miraba más al pasado, que al futuro que quisieron los futuristas quisieron incautar.
Marinetti se proclamó la cafeína de Europa. Genio y demagogo, provocador carismático, bufón fascista, misógino y oportunista, dirigió una célula de cultura insurreccional. La exposición montada ahora en el Museo Guggenheim de Nueva York (El futurismo italiano, 1909-1944: Reconstruyendo el universo) captura la ambición de esa cofradía empeñada en encontrar expresión para un hombre nuevo. El futurismo nació, es cierto, como un movimiento literario pero se convirtió muy pronto en hélice que quiso arrancar todo lenguaje estético de su cuenca tradicional. Desenjacar el arte para siempre. En todo hubo experimentos. Poesía, teatro, fotografía, música, arquitectura, danza, gastronomía. Fascinante búsqued de abundantísimas sugerencias y escasos hallazgos. Formas que se animan en el lienzo, tipografía que explota, poesía de azar, orquestación de chillidos. Libertad a las palabras era la fórmula literaria de Marinetti: destruir la sintaxis, usar los verbos en infinitivo, abolir adjetivos y adverbios, proscribir la puntuación, incorporar signos matemáticos o musicales al texto. Anticipo de la escritura automática de los surrealistas: que la mano que escribe se separe del cuerpo y abandone el cerebro para que la palabra encuentre la terrible lucidez de lo impensado.
El futurismo representa ante todo la estética de la demolición. En un poema libre de 1914 Marinetti lo expresa onomatopéyicamente. El poema se llama Zang Tumb Tuuum. Zang: el disparo de la artillería; Tumb: la explosión; Tuuum: el eco. Eso parece ser el futurismo: una explosión a la mitad del banquete. Lo que queda del estallido es una sensación de expansión infinita. La obra, sin embargo, desmerece a la ambición. Es posible que la seducción del futurismo esté en su fermento sedicioso más que en la realización de sus cuadros, esculturas o poemas.
XLNT
Excelente