(según Daniel Libeskind)
Hace un par meses la revista Foreign Policy (aficionada a preparar listas de todo) ofreció un cuadro de lo que llamó "pensadores globales". La lista era curiosa: más que pensadores, destacaban empresarios y políticos con más fama que ideas. Gideon Rachman no queda muy impresionado con el listado de las inteligencias mundiales. No propone otros nombres pero imagina la lista en otro tiempo. Hace 150, la lista incluiría, necesariamente a Darwin, a John Stuart Mill, a Marx, a Dickens, a Tolstoi, a Dostoievesky. Si se siguiera la fascinación con los hombres de poder, incorporaría a Bismarck, a Garibaldi, a Lincoln y a Gladstone. En 1939 habrían podido nombrar a Freud, Einstein, Eliot, Picasso, Sartre, Hayek, Orwell, Keynes, Churchill, Stalin y Gandhi.
Se ha hablado mucho en estas semanas de la tragedia de Europa y de Grecia como el protagonista de ese drama. Simon Critchley, profesor de filosofía política de la New School, ha publicado una interesante nota en el blog que edita en el New York Times. Puede decirse que, en efecto, lo que sucede en Europa es una tragedia pero no por las razones que normalmente se ofrecen: una desgracia que escapa del control de los hombres. La tragedia, sostiene Critchley, es algo más complejo: retratan la complicidad del hombre con su destino. Para que la tragedia ocurra, debemos coludirnos con la suerte. La clave de la tradedia es que "nosotros conspiramos con nuestro destino".
Una pregunta ronda toda la poesía de José Emilio Pacheco. ¿Qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Piedra en el polvo:
donde estuvo el río
queda su lecho seco
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre las aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un abismo líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Rocas, volcanes, murallas, cascajo, desiertos, montañas, ciudades. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia, la orgullosa conquista del tiempo. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo,” dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la panza de un niño; el terremoto que convierte el suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El encantamiento de las superficies es visible en la poética de José Emilio Pacheco. Su mirada no es de taladro: es de uña. El poeta rasga metales, cortezas, pavimentos y cristales para registrar sus desventuras metafísicas. Mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas. Tendría razón Valéry cuando dijo que lo más profundo era la piel. Alcanzando esa sabiduría que los diccionarios ignoran, José Emilio Pacheco nombra nuestra honda miseria epidérmica.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
Le debo a León Krauze la recomendación de un podcast extraordinario. Es el mejor ejemplo de lo que puede ofrecer ese medio magnífico. Se trata de Revisionist History de Malcolm Gladwell. Está ya en su segunda temporada. Pueden escucharse los veinte capítulos en http://revisionisthistory.com/ o descargarse en cualquiera de las librerías de podcast. Se trata, como lo dice en su presentación, del intento de repensar aquello que damos por comprendido. Tiene razón: el pasado merece un segunda oportunidad.
Tiene sentido que el autor de libros exitosísimos se acerque al micrófono y se aleje de la letra impresa. El periodista canadiense ha examinado en varios volúmenes lo contraintuitivo. Sabe bien que la verdad se esconde en lugares comunes, en datos ocultos y en prejuicios. Los saberes recibidos suelen ser engaños confortables de los que alguien saca beneficio. De eso mismo habla en el podcast pero lo hace con un tono distinto. Las historias de cada programa adquieren una extraordinaria intimidad. No son pocos los capítulos terribles, los conmovedores, los que desatan la indignación. Nada tan íntimo como la voz. Nada tan honesto como el sonido de las palabras, sus silencios, sus acentos. La voz no puede ocultar tristeza, rabia, duda, asombro. Lo sabe bien Gladwell y quiere usar el poder del audio: hacernos pensar pero también hacernos llorar. Vale advertir que será difícil en algunos capítulos contener las lágrimas.
El talento narrativo de Gladwell se pule para alcanzar su mayor brillo en este producto auditivo. Las historias que cuenta se enredan y se aclaran magistralmente. Los secretos de una vieja exposición de pintura, los efectos mortíferos de una amistad, las revelaciones de la música country, alguna lección de un basketbolista, las paradojas de la sátira. En cada oportunidad Gladwell confronta nuestras expectativas, juega con la idea que tenemos del mundo y la somete al ácido de su inteligencia interrogante. Hilos que parecen inconexos se van trenzando para conformar el argumento. Uno de los capítulos abre con dos cápsulas: una sobrecogedora descripción de la hambruna en Bengala en 1943 y el retrato de un excéntrico físico inglés. En 34 minutos Gladwell exhibe el impacto de las lucubraciones de ese aristócata en la muerte de millones de indios. ¿Cuál fue la causa de la hambruna en Bengala, pregunta Gladwell? Creo que fue una amistad, responde. Cada capítulo es un enigma que se resuelve ante nuestro oído: algo que parece obvio es, en realidad, un engaño; eso que esperamos que produzca el efecto virtuoso desencadena consecuencias funestas. Gladwell sabe sacar jugo a los trabajos de la academia pero, sobre todo, sabe hacer buenas preguntas y contar historias. Un detective intelectual que no se deja llevar por la corriente de las opiniones hechas.
Siendo auténticamente conmovedor, este trabajo de Gladwell es, probablemente, el más político de todos los que ha hecho el investigador canadiense. Hay una línea común en todas sus casos: nuestro entendimiento del mundo no es resultado de nuestro interés por la verdad sino un efecto del poder. El poder declara lo razonable, lo útil, lo valioso y barniza con cera nuestros ojos para que seamos incapaces de ver lo que tenemos frente a los ojos. Su gran victoria es la cancelación de las preguntas. Acercarse a este podcast es maravillarse ante una inteligencia que interroga eso que yace perversamente como obvio.
Un Paul Klee en prosa. Así describía Susan Sontag a Robert Walser. Las notas del gran escritor suizo sobre el arte de la pintura son de una belleza extraordinaria. Apuntes de una profundísima ligereza. Observaciones leves y al mismo tiempo hondas. Burlas de la crítica y de la erudición, son un notable testimonio de la experiencia creativa. Me he encontrado con sus líneas en un volumen dedicado precisamente a recoger sus tentativas de crítica estética. Hay una versión de Siruela pero yo las conozco por su versión en inglés.
En una breve narración, Walser se adentra en genio del pintor. El diario de un paisajista retrata al artista como el hombre que confía, como nadie más podría hacerlo, en el mundo y en sí mismo. Confianza en su pincel, en los colores que escoge, en la mano que dirige el trazo y, sobre todo, en ese ojo que examina el mundo sin distraerse en pensamiento. La inteligencia es artísticamente estéril: pinto con mi instinto, mi gusto. Son mis sentidos quienes pintan, dice. El ojo manda. El ojo del pintor es como un ave de presa siguiendo meticulosamente cada movimiento del conejo. Será por eso que la mano del pintor le teme.
El escritor suizo que no fue dueño ni de una mesa ni de los libros que publicó, contempla el arte como quien se baña con el viento. En una notita relata una aventura con su casera. En su habitación había colgado la reproducción de un cuadro de Lucas Chranac, el viejo. Era la fotografía de “Apollo y Diana.” Una tarde se percató que la dueña lo había descolgado. De inmediato le escribió un mensaje preguntándole por las razones de su intervención. Estimada señora: ¿le ha causado alguna molestia este cuadro de prístina belleza? ¿Lo considera feo? ¿Lo cree indecente? Le ruego a usted me permita regresarlo a su sitio, confiado en que nadie lo quitará de ahí. Ahí permaneció. Y la casera, quien tal vez pudo ver ese cuadro con nuevos ojos, le remendó los pantalones al inquilino.
Walser muestra la capacidad del arte para abrirnos la mirada. En una exposición, el escritor puede sentir el aguijón de mil estímulos. Al hablar de una muestra de arte belga, el paseante divaga. Apenas registra los motivos de los óleos pero suelta el lápiz para hablar de recuerdos y amores. El momento central de esta compilación es su encuentro con un cuadro de Van Gogh. Se trata de “La arlesiana.” Es el retrato de una mujer de campo que, dice Walser, francamente no es hermosa. Está entrada en años y viste ropa ordinaria. Rostro duro. Nada le atrajo de este cuadro. Por ningún motivo quisiera poseerlo. Pero algo escondido a la primera mirada se va revelando con la atención. Walser descubre la vitalidad de los colores, la delicia de las pinceladas. Van Gogh contaba una fábula solemne en ese cuadro. La mujer abría su vida. Había caminado las calles y los campos, había ido a misa, seguramente había tenido algunos amantes. Y un verano, un pintor, tan pobre como ella, le dijo que quería retratarla. Posó para él. Él la pintó como es: simple, honesta. Sabe, por supuesto, que no es cualquier persona. Para el pintor no hay nada que sea cualquier cosa. Sin mucho esfuerzo, algo grandioso y noble emergió del lienzo: la solemnidad del alma.
Frente a este cuadro, agrega Walser, muchas preguntas encuentran su signficado más sutil, más fino, más delicado: que no tienen respuesta.
En algún otra nota he hablado de los retratos y los alegatos del historiador Tony Judt
, uno de los grandes historiadores de la izquierda liberal angloamericana. Habré celebrado entonces su elegancia combativa, su persuasiva reivindicación de la memoria, su fino pincel de retratista. Ahora me estremece su testimonio. Ha quedado enjaulado en un cuerpo inerte. Padece esclerosis lateral amiotrófica, la enfermedad de Lou Gherig. Se trata, al parecer, de una de las más raras perturbaciones neuromotoras. No es dolorosa ni implica una pérdida de sensibilidad. El cuerpo, poco a poco, se vuelve carne abandonada. La consecuencia es que “uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con mínimas incomodidades el catastrófico avance de su propio deterioro.” Judt conserva lucidez. Hace unas semanas dictó una conferencia sobre el futuro de la socialdemocracia en donde daba muestras no solamente de claridad, sino de humor. Atado a una silla y conectado a una compleja tubería de sobrevivencia, les advertía a sus oyentes: discúlpeme si no aderezo mi charla con gesticulaciones expresivas. Contemplan ustedes a una auténtica cabeza parlante.
Judt ha descrito su prisión en un texto sobrecogedor traducido recientemente por El país. Lo ha podido dictar empleando músculos que pronto lo desertarán también. Su cárcel orgánica se angosta cada día. La petrificación del cuerpo es progresiva. Poco a poco el cuerpo se desprende de su dueño. Primero un dedo se insubordina: no acata la orden superior. Después el brazo desatiende las peticiones del cerebro. Finalmente todas las extremidades se vuelven colguijos inertes. Los músculos se van atrofiando lentamente hasta hacer depender al cuerpo de respiradores externos. “Una prisión progresiva y sin fianza.” Se trata de una condena perpetua. No una sentencia de muerte que, tal vez, resultaría un alivio: una condena de por vida.
La parálisis deja al hombre en incapacidad para lidiar con lo ordinario. Desde luego, Judt no puede vestirse ni alimentarse solo. Pero tampoco puede rascarse cuando tiene comezón. No puede limpiarse la boca si le queda un poco de comida en los labios, no puede acomodarse los anteojos, ni ahuyentar una mosca fastidiosa. Por eso depende de la bondad de los demás. Sólo la ayuda de otros le permite mover las piernas, cambiar la posición de sus brazos, estirarse. La impotencia es desoladora; la dependencia humillante. La inmovilidad no es solamente perniciosa desde el punto de vista físico. Es también psicológicamente insoportable, cuenta Judt. El cuerpo no está hecho para ser bulto. La piel envuelve una inquietud constante. Aunque nos tendamos en la cama para dormir, hormiguea en nosotros una terca necesidad de movimiento: acomodarnos en el colchón hasta encontrar el refugio placentero, rascarnos la espalda, extender las piernas, mover el cuello. La tortura de ese deseo irrealizable parece verdaderamente insoportable. Pero lo que resulta infernal, dice Judt, es la noche. La oscuridad, la ausencia, el silencio, el descanso de los otros magnifica la experiencia de la postración.
Un atrevimiento: Libeskind es el arquitecto perfecto para apantallar a los snobs y estudiantes de arquitectura. No me malinteprete; las audacias que este personaje se permite son en ocasiones sublimes (como el museo judío en Berlín, o aquella expansión del otro museo(?) que vimos en pantalla, una V gigante que atraviesa el edificio original como si fuera de mantequilla). Es un competente profesional que se promueve con eficacia, pero no es necesario recitar 200 palabras por minuto para mantener una posición íntegra con respecto a la profesión. Similares listas podrían ser presentadas por arquitectos respetados cuyo «estilo» es opuesto al suyo (me imagino a Tadao Ando o a Peter Zumhtor, o al mismo Teodoro Gonzalez de León) y sin repetir los lugares comunes («risky vs safety» «Unexpected vs expected») a los que nos lleva.
Ahora bien, sí existe un punto donde el arquitecto se separa de lo obvio: «complex vs Simple». Ahi si, cada quien opine. No creo que la complejidad por sí misma sea mejor o mas tractiva (si no, preguntenle a Edward de Bono), pero como posición estética resulta -hay que reconocerlo- sumamente atractiva. El tiempo dirá si estos edificos hiperkinéticos resultan mejores a sus usuarios que aquellos menos «verborréicos» (perdóneme el exceso retórico) a los que el arquitecto veladamente desprecia.
Es un competente profesional que se promueve con eficacia, pero no es necesario recitar 200 palabras por minuto para mantener una posición íntegra con respecto a la profesión.
Ahora bien, sí existe un punto donde el arquitecto se separa de lo obvio: «complex vs Simple». Ahi si, cada quien opine. No creo que la complejidad por sí misma sea mejor o mas tractiva (si no, preguntenle a Edward de Bono), pero como posición estética resulta -hay que reconocerlo- sumamente atractiva.