Adam Michnik publica un ensayo interesante sobre 1989. El admirable periodista polaco reconstruye las sorpresas de esos meses y la ambivalencia del mundo que crearon. La aparición de la libertad instaló de nuevo el ansia de seguridad. Si, como decía Timothy Garton Ash, los obreros desmontaron el comunismo en Polonia, fueron también las primeras víctimas de su conquista. En tiempos de incertidumbre, el autoritarismo aparece como esperanza. Michnik dibuja los peligros de Europa a veinte años del fin del imperio soviético. Por una parte se extiende el cinismo de la escuela berlusconiana, por la otra, ronda la tentación autoritaria.
Gabriel Zaid
Detesto tus ideas, pero defenderé hasta la muerte
tu derecho a que las publiques.
Atribuido a Voltaire
El poeta inglés James Fenton ha sido invitado a pasar una temporada en la Casa Wabi, un espacio en Puerto Escondido diseñado por Tadao Ando para recibir artistas dispuestos a desarrollar su trabajo durante un tiempo frente a la costa oaxaqueña. Los artistas adquieren el compromiso de llevar un diario de su experiencia en la casa. The New York Review of Books ha publicado los apuntes del escritor inglés. Uno piensa que cualquier tema grande, como México, dice Fenton, requiere mucha preparación. Pero luego algo sucede: adquieres algo de información, algo de experiencia y esa experiencia es tu puente de entrada. Al ver un pájaro, uno extraña su enciclopedia de aves pero… ¿no será que esto es una enciclopedia de aves?
Andrea Lee escribe una nota larga sobre Roberto Calasso en el Newyorker.
Calasso ha creado un género original y muy discutido para sus libros que no son ficción ni no-ficción, sino una mezcla de mito, biografía, crítica, filosofía, historia y minucias, salpicados con citas y tejidos con la incansable visión de Calasso hasta que adquieren una especie de vida orgánica propia.
Todo es señal. Flecha hacia otro punto. Nada se agota en sí. La pintura de Vicente Rojo es una caligrafía recóndita, un alfabeto visual que no aspira a la palabra. Sea troquel o frase de formas, es insinuación de un lenguaje infinito, indescifrable. Ese caracol es una nota, esa tela una párrafo; el óleo es una cifra, la serigrafía un signo de puntuación. Almanaque, pentagrama, abecedario. “Una escritura que no busca ser leída,” dice bien Verónica Volkow.
La exposición que se presenta en el Museo Universitario Arte Contemporáneo observa el diálogo entre pintor y la escritura. Resalta, en primer lugar, el diseñador, el editor que ha marcado visualmente la cultura mexicana. Vicente Rojo ha sido, sin duda, el gran renovador del diseño gráfico en el país. El fundador de una escuela viva. Un libro, un cartel, la página de una revista no son solo dispositivos de texto: son piezas de arte. La cinta visual de la cultura de nuestro tiempo lleva su firma. Las portadas que diseñó para el Fondo de Cultura Económica, para Mortiz y para Era, la plantilla de La jornada, el diseño de Plural y de tantas otras revistas, son el tapiz de la cultura mexicana de las últimas décadas. Rojo tuvo la suerte de ser uno de los primeros lectores de Aura, de Cien años de soledad, de Las batallas en el desierto Las batallas en el desierto y de darles piel. La exposición del MUAC nos lo recuerda: hemos leído a través del ojo de Rojo.
Su trabajo editorial ha regado su gusto por el mundo. El cuidado de los libros es, a fin de cuentas, un acto de comunicación, de servicio. Su actividad plástica camina en sentido contrario—o, por lo menos, así lo ve él. Hermetismo en el lienzo, elocuencia del cartel. La pintura como el polo opuesto al diseño. “Son dos caminos que, aunque son paralelos, en realidad van en direcciones opuestas: la parte editorial, la proyecto hacia fuera de mí y la parte pictrórica cada vez más hacia adentro.” La meditación del pintor sigue siendo, sin embargo, diálogo. Arte epigramático. Con nudos y rizos le escribe una carta a Joseph Conrad. Un laberinto es su mensaje a Fritz Lang. Homenajes a la poesía, Arte que conversa con el arte. Todos sus cuadros son estelas de un idioma que aún no aprendemos. Códices de lo indefinible.
Sólo la memoria visual de un taxonomista podría alimentar la imaginación de quienes han pintado o descrito una zoología fantástica. Leones que vuelan, serpientes galopantes, toros con cabeza de hombre. Sólo un enamorado de las letras y sus formas podría fundar una tipografía fantástica. De ese diálogo entre la letra de sonido fijo y la letra alucinante ha brotado un prodigioso libro de letras imaginarias. Una a con tres barrigas, una jota con punto de eme.
Pensar es insistir. Cierta terquedad es indispensable para el andar el camino de la intuición a la idea. Es fascinante contemplar esta retrospectiva como el taller de un pensador que borda imágenes, que exprime la visión. Así las series de Vicente Rojo: tenaces exploraciones de una forma. Ejercicios caligráficos; mantras, horizontes que se abren en la repetición. Hormas de lo inagotable: una letra, las diagonales de sus lluvias, la flecha hacia un misterio, el triángulo de sus volcanes. En lo mismo hay siempre otra cosa. La letra te que recibe al visitante en el museo es el continente que habitó de mil formas: una demostración que el infinito reside en lo elemental.
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
El museo Tamayo ha inaugurado recientemente una exposición con juegos diseñados por Isamu Noguchi. Maquetas de parques, bocetos, columpios, resbaladillas. Una colección de propuestas para esculpirle juguetes a la ciudad. La muestra es un buen pretexto para recordar la temporada que el escultor vivió entre nosotros, trabajando en un mural para el mercado Abelardo Rodríguez, en el centro de la Ciudad de México.
Noguchi llego a México a mediados de 1935. Manejó desde California, invitado por la pintora norteamericana Marion Greenwood, quien ya vivía aquí, entusiasmada con el muralismo. Bajo la distante supervisión de Diego Rivera, trabajaba en la conversión del antiguo convento de San Pedro y San Pablo en mercado. Gracias a las gestiones de Greenwood, Noguchi fue comisionado para intervenir una pared en el segundo piso del mercado. Durante los ocho meses que estuvo en México trabajando en su mural, Noguchi esculpió un busto de José Clemente Orozco, se enamoró de Fida Kahlo y fue amenazado de muerte por Diego Rivera. Salió de México casi quebrado: con su bolsillo financió los materiales de la obra, el gobierno le pagó una fracción de lo que le había prometido.
El mural de Noguchi está prácticamente abandonado. El «mural del japonés,» como lo conocen los locatarios, pasa desapercibido para la mayoría de los comerciantes y compradores. Está arriba de los puestos, a lado de un centro de integración juvenil. Es, sin embargo, una pieza fascinante en la trayectoria artística de Noguchi y un implante exótico y fresco en el dogmatismo de aquella militancia artística, tan llena de lugares comunes.
En México, Noguchi encontró la posibilidad de un arte público, un arte que saliera de las galerías y de las mansiones para involucrarse en la vida de la ciudad. Lo había intentado en Nueva York, con sus primeros proyectos de parques infantiles pero los burócratas de la alcaldía habían repudiado la audacia de sus diseños. El mural mexicano es, sin duda, su pieza más política, pero no deja de ser una exploración de las formas primordiales. Ahí están sus aros y sus hendiduras, la voluptuosidad de sus piedras, sus huesos, sus cuerdas y sus curvas. Siguiendo el instructivo del momento, Noguchi ofrece una lección de la historia mexicana y rinde tributo a los símbolos venerados. La narración es elemental: de derecha a izquierda puede leerse un cuento que describe el movimiento de la oscuridad a la luz. La superstición de la Iglesia y la violencia del fascismo representadas por la lejanía de una cruz y la frialdad de las bayonetas. Cuerpos tendidos bajo una nube de detonaciones. Un enorme puño rojo en el centro del fresco condensa la promesa del futuro: la industria eleva sus torres, el campo traza surcos, la ciencia transforma las sustancias, el arte juega con las formas. Un pequeño parque de Noguchi se deja ver en el mural de Noguchi. En el extremo izquierdo, un niño contempla su herencia con la confianza de conocer la llave de su destino. Pero no es Marx proclamando la lucha de clases sino Einstein esclareciendo la trama de la materia y la energía. Noguchi no transcribe los cantos del Manifiesto (que, por cierto, abundan en el mural de enfrente, pintado por Greenwood) sino la fórmula E= MC2. Al verla, un hombre que pasaba por el mercado captó el significado profundo de la ecuación: Estado = Muchos Cabrones. El observador pasó por alto que debe ser al cuadrado.