En noviembre de 1946 México parecía entrar en el camino de una modernidad propia. Un abogado estaba a punto de relevar al último general que ocupaba la presidencia. Las leyes remplazarían a los balazos; el pavimento al polvo; el tractor a la yunta. En esas semanas de contagioso optimismo oficial, Daniel Cosío Villegas ponía punto final a un ensayo escrito contra la corriente. A su juicio, no había motivos para la celebración: México vivía una profunda crisis histórica. No es que hubiera problemas en tal o cual ámbito: la nación misma estaba en riesgo. La revolución había perdido rumbo, y con ella se extraviaba México.
Cosío Villegas veía en la revolución mexicana una revolución liberal, una revolución socialista y una revolución nacionalista. Pensaba que la conciliación de esos valores era, más que posible, necesaria. Para el historiador, la revolución mexicana buscó la democracia de los votos y de los controles; quiso justicia a través de la intervención benefactora del gobierno y se empeñó en fundar el orgullo nacional. Los tres emblemas de estas luchas eran Francisco I. Madero, Emiliano Zapata y Diego Rivera. Lograr el relevo pacífico de los gobernantes; afirmar los derechos de la mayoría; exaltar lo propio. En algunas propuestas podría asomarse el candor, pero cada una de ellas correspondía a las necesidades profundas del país. La revolución no era un movimiento intelectual, una nueva coacción de las élites: era una explosión de autenticidad. El país trazaba sus metas y eran sus propios hijos, hombres que brotaban del suelo mexicano, quienes dirigían sus empeños.
El ensayo, publicado por primera vez en Cuadernos Americanos en marzo de 1947, albergaba todo un universo crítico en semilla. Unas cuantas páginas que pasaban revista a la historia, a la política, a la economía, a la sociedad y a la cultura del México del medio siglo. Enrique Krauze lo ha considerado “el ensayo político más importante” del siglo xx mexicano y puede tener razón. En La crisis de México se conjugan la mirada del historiador y los cálculos del economista; la prudencia del liberal y las urgencias del justiciero. Un texto diáfano y sencillo que no deja de ser profundo; una pieza combativa que no simplifica; un amplio arco de reflexiones que no pierde filo en la aproximación al detalle.
Si Cosío Villegas se identificaba con las tres revoluciones, criticaba con severidad los escasos logros de, por lo menos, dos de ellas.
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"Entre la gratiudad y el compromiso", la lectura que Tomás Segovia hizo de El arco y la lira, publicada en la Revista mexicana de literatura en su edición de noviembre – diciembre de 1956, puede leerse aquí. "La poesía en la que yo creo … (nos gusta) como nos gustan las personas. No es como una piedra (aunque fuese diamante), sino como una mirada."
En un dibujo cargado de alegorías, El Bosco trazó las siluetas de un paisaje estrecho. Un árbol seco sirve al descanso de un búho y un zorro. Sobre el tronco hueco vuelan y reposan los pájaros. Detrás del tallo, una arboleda viva y tupida. Entre los árboles llenos de hojas, un par de orejas gigantes; frente al árbol pelón, ojos como piedras sueltas. Es innecesario el nombre del dibujo: “El campo tiene ojos, el bosque tiene oídos.” En efecto: la naturaleza de El Bosco se puebla de órganos humanos mientras el hombre se hace pájaro, piedra, rama. A la imagen, el artista agrega una leyenda: “Del espíritu mezquino es propio emplear solo estereotipos y nunca ideas propias.” Sus imágenes no pueden ser más que suyas. No calca el mundo porque enreda sus reinos. ¿Habrá usado el pincel alguien tan libre de ese lugar común que tomamos por realidad? ¿Alguien que haya logrado, como él, la polinización universal: flores injertadas en bestias, hombres dando forma a los montes, cebollas que acogen oratorios. Paradisiaca o demoniaca anulación de las especies. La imaginación de ese “creador de demonios” rompe la dictadura de los géneros y su manía clasificatoria. ¿Habrá alguna pintura más rica en asociaciones insospechadas, en mezclas delirantes? ¿Será el suyo, libérrimo imperio de la hibridez, el dominio de lo indescifrable, de aquello que, al escapar del tópico, se resiste a lo razonable?
¿Qué vemos? Brochetas de ranas, víboras y humanos, gigantescos rodillos de espinas perforando cuerpos, diablos con panza de hoguera, un demonio con patas de gallina en la frente, doctos escarabajos con anteojos, un puercoespín violando a un hombre en el campo, un espantoso pájaro patinador con sombrero de embudo invertido del que brota una rama, de la que cuelga, a su vez, una pelota. Su pico pincha una inscripción indescifrable. La capa lleva un símbolo ominoso. Una pareja se toca amorosamente dentro de un gota de agua. Debajo de ella, el bulbo de una flor sirve de casa o de nave. Su cara se asoma por un pequeño tubo transparente al que ha trepado un ratón. Hay personas sin tallo: cabezas a las piernas atadas. Hay árboles que son madonas y a la vez capullos. Hay cuerpos que son montañas, jinetes que cabalgan sobre peces voladores. Los culos son blanco de las flechas, floreros, lienzos de una partitura. La vegetación es una catedral habitable. La frontera de lo humano, lo natural y lo fantástico se borra. Miniaturas que sólo al más atento se revelan.
El artículo completo puede leerse aquí…
Le debo a León Krauze la recomendación de un podcast extraordinario. Es el mejor ejemplo de lo que puede ofrecer ese medio magnífico. Se trata de Revisionist History de Malcolm Gladwell. Está ya en su segunda temporada. Pueden escucharse los veinte capítulos en http://revisionisthistory.com/ o descargarse en cualquiera de las librerías de podcast. Se trata, como lo dice en su presentación, del intento de repensar aquello que damos por comprendido. Tiene razón: el pasado merece un segunda oportunidad.
Tiene sentido que el autor de libros exitosísimos se acerque al micrófono y se aleje de la letra impresa. El periodista canadiense ha examinado en varios volúmenes lo contraintuitivo. Sabe bien que la verdad se esconde en lugares comunes, en datos ocultos y en prejuicios. Los saberes recibidos suelen ser engaños confortables de los que alguien saca beneficio. De eso mismo habla en el podcast pero lo hace con un tono distinto. Las historias de cada programa adquieren una extraordinaria intimidad. No son pocos los capítulos terribles, los conmovedores, los que desatan la indignación. Nada tan íntimo como la voz. Nada tan honesto como el sonido de las palabras, sus silencios, sus acentos. La voz no puede ocultar tristeza, rabia, duda, asombro. Lo sabe bien Gladwell y quiere usar el poder del audio: hacernos pensar pero también hacernos llorar. Vale advertir que será difícil en algunos capítulos contener las lágrimas.
El talento narrativo de Gladwell se pule para alcanzar su mayor brillo en este producto auditivo. Las historias que cuenta se enredan y se aclaran magistralmente. Los secretos de una vieja exposición de pintura, los efectos mortíferos de una amistad, las revelaciones de la música country, alguna lección de un basketbolista, las paradojas de la sátira. En cada oportunidad Gladwell confronta nuestras expectativas, juega con la idea que tenemos del mundo y la somete al ácido de su inteligencia interrogante. Hilos que parecen inconexos se van trenzando para conformar el argumento. Uno de los capítulos abre con dos cápsulas: una sobrecogedora descripción de la hambruna en Bengala en 1943 y el retrato de un excéntrico físico inglés. En 34 minutos Gladwell exhibe el impacto de las lucubraciones de ese aristócata en la muerte de millones de indios. ¿Cuál fue la causa de la hambruna en Bengala, pregunta Gladwell? Creo que fue una amistad, responde. Cada capítulo es un enigma que se resuelve ante nuestro oído: algo que parece obvio es, en realidad, un engaño; eso que esperamos que produzca el efecto virtuoso desencadena consecuencias funestas. Gladwell sabe sacar jugo a los trabajos de la academia pero, sobre todo, sabe hacer buenas preguntas y contar historias. Un detective intelectual que no se deja llevar por la corriente de las opiniones hechas.
Siendo auténticamente conmovedor, este trabajo de Gladwell es, probablemente, el más político de todos los que ha hecho el investigador canadiense. Hay una línea común en todas sus casos: nuestro entendimiento del mundo no es resultado de nuestro interés por la verdad sino un efecto del poder. El poder declara lo razonable, lo útil, lo valioso y barniza con cera nuestros ojos para que seamos incapaces de ver lo que tenemos frente a los ojos. Su gran victoria es la cancelación de las preguntas. Acercarse a este podcast es maravillarse ante una inteligencia que interroga eso que yace perversamente como obvio.
En su discurso de toma de posesión, Barack Obama hizo un guiño a la comunidad científica: regresaremos la ciencia al lugar que le corresponde. Ya no estará supeditada a la política y será, de nuevo, señora de su propia casa. El nuevo presidente llamaba a recuperar un respeto perdido. Honrar la investigación, la curiosidad, el experimento para mejorar la salud pública, cuidar el planeta, desencadenar la capacidad transformadora de la inteligencia. La escuela y la universidad tendrían que cambiar para estar a la altura del día. El mensaje parecería extraño pero, en efecto, la ciencia necesita defensa y una política que la regrese a su sitio. El gobierno de Bush se ufanaba de haberle declarado la guerra al fanatismo islámico, pero al mismo tiempo libró batalla contra la ciencia. Colocó la ideología por encima de la investigación, recortó los apoyos del gobierno a la ciencia y obstaculizó toda búsqueda y todo hallazgo que riñera con su persuasión religiosa. En el 2004 un grupo de científicos, entre los cuales se contaba una veintena de premios nóbel, se vio en la necesidad de exigir la restauración de la “integridad científica” en la formación de las políticas públicas.
No era simplemente una crítica a la administración Bush por reducir el presupuesto para la investigación, era, sobre todo, una denuncia a la manipulación de la ciencia. El reporte acusaba al gobierno de acomodar los hallazgos para que éstos sirvieran a sus intereses y prejuicios. Si los descubrimientos contradecían las concepciones políticas del gobierno, habría que esconderlos. Hubo un esfuerzo sistemático por controlar los consejos regulatorios y de supervisión de las instituciones académicas. En lugar de defender criterios estrictamente intelectuales y los méritos profesionales, tales órganos se convirtieron en cuerpos de promoción ideológica, cuando no de abierta censura. Más aún, se demostró que el gobierno del segundo Bush se ejercitó como corrector del laboratorio. No fueron pocos los casos en los que la administración republicana alteró información con el propósito de promover su agenda. Así, el Centro para el Control de las Enfermedades, distorsionó datos sobre la efectividad del uso del condón con tal de impulsar el llamado a la abstinencia del gobierno. El Instituto Nacional de Oncología fue instruido para advertir—contra toda prueba científica—que el aborto estimulaba el cáncer de pecho. Los reportes sobre el calentamiento global eran templados por el gobierno para esconder las alarmas. En suma, la presidencia quiso una ciencia al servicio de sus manías.
El cambio de la nueva administración no se ha detenido en la retórica del optimismo científico. Hace un par de días, el presidente terminó con las restricciones impuestas por Bush a la investigación en células madre. Al mismo tiempo, redactó un memorando a todos sus colaboradores precisando justamente su compromiso con la “integridad científica.” Promover la ciencia no es solamente entregar dinero a los centros de investigación. Es, sobre todo, cuidar el aire para el estudio e impedir que el dato y la prueba se ensucien con ideología. Libertad en la investigación, respeto al descubrimiento.
Alan Wolfe publicó hace un par de años un libro interesante sobre el futuro del liberalismo se acerca a la obra de Maquiavelo a partir de una nueva biografía del florentino escrita por Miles J. Unger. Para Unger, "Maquiavelo fue el menos maquiavélico de los hombres." No era un hombre de dobleces. Un auténtico maquiavélico nunca habría puesto por escrito lo que Maquiavelo firmó. La incomodidad que nos provoca El príncipe, dice Wolfe no es Maquiavelo sino la naturaleza humana.
Wolfe cree que Maquiavelo estaba perdidamente enamorado del poder y que ésa es su lección envenenada. Discrepo de su lectura: el realismo de Maquiavelo es, en el fondo, modesto. Maquiavelo nunca creyó que el poderoso sería capaz de manejar el volante de la historia. El sitio de la fortuna en su universo es esencialmente antitotalitario: el economista de la violencia fue también un escéptico.