Gracias a la recomendación de Ernesto Diezmartínez, acabo de ver el maravilloso ¿documental? Las playas de Agnes, poético autorretrato de la cineasta belga Agnes Varda. Aquí los primero minutos: arena, mar, espejos y recuerdos:
Gracias a la recomendación de Ernesto Diezmartínez, acabo de ver el maravilloso ¿documental? Las playas de Agnes, poético autorretrato de la cineasta belga Agnes Varda. Aquí los primero minutos: arena, mar, espejos y recuerdos:
John Gray ha podido asomarse al tercer volumen de cartas de Isaiah Berlin que ha editado Henry Hardy. Comienza con este autorretrato de Berlin dentro de una carta a Irving Singer en 1960:
Estoy felizmente casado, tengo hijastros, vivo en una casa grande en Headington, odio ser profesor, odio dar conferencias, odio el trabajo, veo menos gente de la que veía antes, la voy sobrellevando; en verano voy al mismo lugar siempre y al mismo lugar en primavera y, en el fondo, disfruto la monotonía de la rutina… De verdad, no hay mucho que decir sobre mí. Sigo siendo como me dejó usted la última vez, sólo un poco más viejo y más débil. No me siento profesoral en lo más mínimo.
Gray comenta también el libro de David Caute sobre la relación entre Berlin e Isaac Deutscher para salir en defensa del historiador de las ideas. Berlin no se oponía a la incorporación del biógrafo de Trotsky como profesor de marxismo: objetó que un intelectual que desconocía el Gulag impartiera clases sobre la Unión Soviética. El episodio, pues, lejos de mostrar la «ruindad» de Berlin, es reflejo de su coherencia.
Simon Critchley lee el nuevo libro de John Gray, El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos. El escepticismo debe dirigirse hoy a la fe secular, ha dicho Gray en varios ensayos. El hombre no es homo sapiens sino, más bien un homo rapiens: un predador que amenaza a todas las especies y al planeta mismo. Critchley rastrea las fuentes del pensamiento de Gray. Lo notable es la fusión de Burke con cierto ánimo taoísta. Dejar de buscarle (de inventarle) sentido a la vida es el proyecto antiutópico de Gray.
Más de Gray por acá
En algún momento había leído el prólogo que Octavio Paz escribió para Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik. Paz lee en el poemario una lucidez meridiana, una transparencia vegetal, el insomnio de las pasiones, un objeto que permite ver más allá, la soledad sensible. Nada más supe de la legendaria poeta argentina hasta que aparecieron de pronto su poesía completa, sus diarios personales, su prosa y sus cartas en la mesa de novedades de El péndulo.
La escritura fue para Pizarnik la única manera de habitar la soledad. Llevar la máquina de escribir a un viaje familiar era una coartada para apartarse del mundo, poder encerrarse en el cuarto de un hotel a escuchar el sonido de las teclas y el rodillo. “Si no hago poemas, la soledad ya no es mía, escribe en alguno de los cuadernos que registran el encierro de sus obsesiones, la pesadilla de sus miedos, su extranjería radical.
Tormento la vida, el cuerpo, el amor, Alejandra Pizarnik se aferró durante su breve vida al hilo débil de la escritura. Una forma de merecer la soledad, un modo de padecer la vida, de soportarla. Sólo con letras escritas—y no con palabras pronunciadas—la poeta maldita se apropia de su dolor y de su angustia. En una y mil entradas de su diario deja constancia del miedo.
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
Si el habla obedecía a un código que le resultaba indescifrable, la escritura era comprensible. Entendible pero frágil, fugaz. La palabra poética aparece de pronto en sus papeles pero también, como amante, la abandona. La escritura calmaba de algún modo su “sed de realidad.” Fijas en papel, las palabras se transformaban en cosas. “Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga no será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad.”
En el pizarrón de su estudio, donde anotaba con un gis los bosquejos que luego pasaría a la máquina, escribió:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo.
Soñó con levantar un puente que conectara la miseria absoluta (la suya) con la belleza absoluta (la de la poesía). En diarios y poemas se constata la tormentosa relación de la poeta con el lenguaje. Lenguaje que envuelve como agua, como música. Lenguaje que también patea como mula. La extinción de la palabra era la muerte: “Tengo miedo, dijo. Sin lenguaje no puedo vivir y cada vez hay menos para decir.”
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
En 2016 Anne Carson publicó un libro extraño. ¿Era un libro? En una caja transparente se ofrecían 22 folletines. Poemas, libretos, traducciones, monólogos, listas, juegos verbales y dibujos. Piezas en las que aparecen su tío Harry, Proust y un coro de Gertrude Stein. Composiciones para teatro de cámara, ensayos, memorias, voces de todos los siglos que pueden leerse o contemplarse en cualquier orden. En una entrevista publicada tras la publicación de esa cesta de textos, la crítica Kate Kellaway le comentó a la autora que su trabajo expandía nuestra noción de lo poético. Le pidió entonces una definición personal: “Si la prosa es una casa, respondió Carson, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella.”
La belleza del marido, el poema con el que ganó el premio TS Eliot, tiene ya dos versiones en español. Curiosamente, es la misma editorial la que las ha puesto en circulación. Hace quince años, Lumen publicó la versión de Ana Bercciu y ahora presenta la traducción de Andreu Jaume. El subtítulo del poema anuncia que el poema es, al mismo tiempo, un relato, una confesión y una meditación sobre la belleza y el desamor: “un ensayo narrativo en 29 tangos.” Un lamento que es también una lectura del poeta que entendió a la belleza como sinónimo de verdad: John Keats.
Cada tango es precedido por una clave de Keats que pone en duda la equivalencia. La belleza a la que canta Carson es la belleza del ausente, la belleza del alevoso. La belleza de un defraudador. El primer tango del poemario es, precisamente una dedicatoria a Keats, por su completa entrega a la belleza. Más que “dedicación,” como traduce Jaume, Carson se sobrecoge con esa renuncia que supone la devoción plena.
Leal a nada
mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez
y la sentencia de divorcio llegó por correo?
La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.
Como volvería a hacerlo
si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.
La belleza hace al sexo sexo.
En su ensayo sobre la antropología del agua Carson escribe dice que el líquido es algo que no puede ser sujetado. Como los hombres. Lo intentó con todos: padre, hermano, amante, amigo, fantasmas hambrientos y Dios. Cada uno de ellos se le escurrió de las manos. Tal vez así debe ser. Como en su ensayo clásico sobre el eros, Carson aborda en La belleza del marido el columpio del deseo: de la anticipación a la nostalgia; del ardor a la agonía. Ser el jugo que el amante bebe y llegar hasta la niebla de la guerra. La bestia dulce y amarga. El poema, escrito con la luz de la herida, es también una defensa de la osadía de vivir. “La vida implica riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Y un exhorto para empeñarse en lo imposible: “Este es mi consejo: retén. Retén la belleza.”
De pronto, Byung Chul-Han, el filósofo alemán de origen coreano, se convirtió en el filósofo omnipresente. De un día para otro aparecían referencias a su trabajo por todos lados para explicar la coyuntura. Podían leerse en la prensa sus artículos sobre la pandemia y sobre el eros, mientras su libritos compactos, claros y profundos llegaban a las mesas de novedades. El deseo, el poder, el entretenimiento, las redes, la masa, la ansiedad de nuestros días eran esclarecidos a través de esos ensayos que se columpiaban entre el rigor académico y la introspección más íntima. De la vida de Han se sabe poco. Rehúye las cámaras y los micrófonos. Se sabe que nació en Seúl y que, en su país natal, estudió metalurgia. A los 26 años dejó Corea y la ingeniería para establecerse en Alemania y estudiar literatura y teología. Escribió su tesis sobre Heidegger sin contaminarse de ilegibilidad.
Hace un par de años, Han publicó Loa a la tierra, un ensayo sobre el jardín que tradujo, como buena parte de su obra, la editorial Herder. Tras los larguísimos meses del encierro, el librito refresca su sentido. Sostiene el filósofo que el jardín no es solamente un espacio de contemplación, sino una labor, una meditación, un gozo, un descanso, una devoción. Si hubo creación de algún dios, leo entre las letras de Han, fue para que hubiera juego: felicidad inútil, suspensión de las urgencias, sorpresa que alegra.
El trabajo de la jardinería ha sido una meditación para mí, dice Han. Una forma de escapar de esa tiranía de urgencias y réditos, el encuentro con otro tiempo, con otros tiempos. El giro y la vuelta del mundo se viven ahí de manera distinta. Cada hoja sigue su propio minutero. Quien cultiva sabe escuchar el tiempo de su semilla. “El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto.” Es un tiempo que observamos, pero del que no podemos disponer. En cada planta hay una conciencia propia del tiempo. De ahí la lección de humildad: nadie puede acelerar las estaciones.
La mano del jardinero es una mano amorosa, dice Han. Una mano paciente que toca “lo que todavía no existe.” El jardín es un espacio metafísico, el lugar del esplendor y de la muerte. Será, tal vez, el sitio palpable de la resurrección. De esa rama seca brotará en unos meses, una suave rama verde. Y de ahí la raíz, las hojas, las flores. Nada de eso nos es, a nosotros, posible. Nuestro curso es irreversible. Nuestro camino a la muerte no tiene vuelta. Cada día estamos más cerca de la nada. Pero las orquídeas saben lo que es derrotar a la muerte. El jardín es, por eso, un lugar de milagros cotidianos.
El jardín es también al reino de los elementos. Un regreso a la sensatez elemental: nos rigen la luz y el cielo; el sol, la humedad y la tierra. Necesitamos del cuidado. El jardinero percibe el curso del año con su cuerpo. Nota la luz que se adelgaza en invierno y anticipa con la nariz los brotes de primavera. Frente a los abismos de las teclas y las pantallas, el jardín es intimidad de lodo y hierba. El jardín, dice el filósofo, “me devuelve la realidad, incluso la corporalidad, que hoy cada vez se pierde más en el mundo digital bien temperado.” En este mundo del zoom y del uatsap no hay olor, no hay fricción. No hay cuerpo. El jardín es la sensualidad, la materialidad viva.
La significación del silencio puede ser el ensayo más sutil de Luis Villoro. Una admirable muestra de su lucidez, de su profundidad, de su soltura. Al hablar del silencio, el filósofo toca las fuentes y los bordes del lenguaje; las posibilidad de la palabra y el ámbito de lo inefable.
El lenguaje, sospecha Villoro, pudo haber nacido como un consuelo. Incapaz de sujetarlo todo, el hombre inventó la palabra. Trató de atrapar algo y, al no lograrlo, le impuso nombre. Primero lo señaló con el dedo, luego lo bautizó con un sonido. No podré cazar al tigre pero, al nombrarlo, lo hago un poco mío. El lenguaje conforta también porque elimina el carácter singular de lo innombrado. Sin lenguaje todo es nuevo, único, sorprendente, aterrador. Antes del verbo, el mundo es una selva de lo insólito. Tras ser nombradas, las cosas encuentran sitio y régimen: el mundo se ha hecho habitable. Tal vez el alivio de las palabras encierra también cierta vanidad, un despropósito: creer que el lenguaje puede comunicar toda verdad y que sólo el lenguaje la expresa. Villoro advierte en ese ensayito que el silencio habla y que, a veces, dice lo que sólo en silencio se puede decir.
El silencio del que habla Luis Villoro no es la trama del lenguaje, ese vacío que la voz llena con palabras. Ese silencio que es envoltura y zurcido de palabras no dice nada. Importa, desde luego, pero sólo como condición del lenguaje. Ese silencio es solamente la puntuación del discurso. Pero hay otro silencio que es un decir callando. El silencio (y tal vez la música, agregaría) expresa la insuficiencia de la palabra. El silencio calla la voz porque la advierte inadecuada, impertinente, ridícula. Callar puede ser el reconocimiento de que hay experiencias humanas que escurren al verbo. Nada como el silencio puede expresar el asombro del mundo, dice Villoro. Enmudecer puede ser decoro, respeto, reverencia.
“Todo lo inusitado y singular, lo sorprendente y extraño rebasa la palabra discursiva; sólo el silencio puede “nombrarlo”. La muerte y el sufrimiento exigen silencio, y la actitud callada de quienes los presencian no sólo señala respeto o simpatía, también significa el misterio injustificable y la vanidad de toda palabra. También el amor, y la gratitud colmada, precisan del silencio.”
No hay palabra que exprese lo que el silencio dice en ciertas circunstancias. Decir que no se tienen palabras es ya decir demasiado. Por ello en silencio (o musicalmente) se puede hablar de lo sagrado. Villoro relata para ilustrarlo, una parábola védica. Un joven le pide a su maestro que le explique la naturaleza de Brahma. El maestro calla. El alumno insiste y vuelve a obtener, de su guía, el silencio. En la tercera ocasión, implora por la enseñanza. El maestro contesta: no entiendes: Brahma es silencio. Esa es la conclusión de Villoro: ninguna palabra es capaz de describir lo radicalmente extraño: “el puro y simple portento.”
El mundo no cabe en las palabras. Frente a eso que George Steiner llama el “imperialismo del lenguaje” corresponde, en ocasiones, la dignidad del silencio.
Más abajo hay una lista de los enlaces de los blogs que hacen referencia a
Bellisimo, Gracias por compartir, frente a la violencia que satura el entorno estas escenas son reconfortantes
Nora