Aquí puede leerse el decálogo para periodistas de Adam Michnik. Subrayo lo siguiente:
y
En el blog de filosofía del New York Times se publica una reflexión de Ernie Lepore y Matthew Stone sobre el lenguaje poético y la meditación filosófica. El lenguaje tiene un pie en la ciencia y otro en el arte: informa pero también expresa una visión única del mundo. Lo que le imprime arte a la expresión es el llamado a una lectura más activa, una invitación para penetrar la superficie de las palabras y descifrar el sentido profundo de las imágenes. Un acercamiento prosaico al lenguaje dirige nuestra atención a las convenciones que rigen el uso de las palabras y explorar lo que es verdadero. Pero la poesía existe porque estamos también interesados en descubrirnos. La poesía implica una peculiar manera de pensar: una forma de explorar las posibilidades de la experiencia.
Alberto Manguel escribe sobre la desaparición de la Enciclopedia Británnica como publicación y su refugio en la red. El obituario a sus páginas es nostalgia de esas sorpresas que aparecían al hojearla.
Con la decisión de no publicar más la Enciclopedia Britannica (cuya undécima edición Borges consideraba una obra maestra literaria) se cierra una era en la que trocitos de saber universal estaban a nuestro alcance en nuestros anaqueles. Lo cierto es que recorrer un tomo cualquiera, perdernos en el camino y detenernos donde sea, no es igual a teclear una pregunta y recibir la respuesta inmediata. La enciclopedia virtual es sin duda más veloz, más fehaciente, más al día (un intrépido explorador de la Red afirmó que la Wikipedia contiene diez veces menos errores que la venerada Britannica). Sin embargo, hay en la lectura demorada, en la curiosidad sin prisa, en la vista material de las riquezas que la vasta enciclopedia de papel prometía, algo que no puede remplazarse con mera eficacia electrónica. Quizás sea la nostalgia de saber que no podíamos saber todo.
Gracias a la recomendación de Ernesto Diezmartínez, acabo de ver el maravilloso ¿documental? Las playas de Agnes, poético autorretrato de la cineasta belga Agnes Varda. Aquí los primero minutos: arena, mar, espejos y recuerdos:
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
"Entre la gratiudad y el compromiso", la lectura que Tomás Segovia hizo de El arco y la lira, publicada en la Revista mexicana de literatura en su edición de noviembre – diciembre de 1956, puede leerse aquí. "La poesía en la que yo creo … (nos gusta) como nos gustan las personas. No es como una piedra (aunque fuese diamante), sino como una mirada."
El libro de Thomas Piketty que ha causado conmoción en Estados Unidos no es solamente notable por su investigación y su argumento. Como escribía hace un par de días en páginas vecinas, su trabajo sobre la economía de la desigualdad que sorprendió al mundo editorial por la cantidad de ejemplares que vendió en unos cuantos días, es un texto que captura la atmósfera del momento y da en el blanco de la ideología imperante. Pero es necesario resaltar otro elemento que aparta el libro del intelectual francés: su oído literario. La literatura es en su libro casi tan importante como su recopilación estadística.
En un artículo publicado por el Los Angeles Review of Books, el escritor canadiense Stephen Marche apuntaba recientemente que El capital en el siglo XXI puede ser el único trabajo de Economía que podría llegar a ser tomado como una obra de crítica literaria. No es que a lo largo del grueso tomo se inserten dos o tres referencias literarias como aderezo al argumento: la literatura está en el corazón del libro. Piketty está convencido que autores como Balzac y Austen capturan los efectos de la desigualdad de una forma que ninguna fórmula matemática o hallazgo empírico pudiera proyectar. Es posible cazar en fórmula exacta la fuente de la disparidad económica; puede medirse con precisión la inequitativa distribución de la riqueza; es posible registrar su evolución a lo largo del tiempo. De esa manera, los datos dibujan gráficas elocuentes de magnitudes y variaciones. Pero esa contundencia numérica palidece frente a la evocación vital de la novela. Esa parece ser la convicción de Piketty como intelectual que aspira a trascender el auditorio universitario: no hay nada tan convincente como la ficción.
Si Piketty le hablara solamente a sus colegas, la fórmula r > g sería suficiente. Ése es, en efecto, el hallazgo técnico más importante del libro: cuando el rendimiento del capital sobrepasa la tasa de crecimiento, los empresarios se convierten en rentistas y la desigualdad aumenta. La notación matemática es concluyente, objetiva, mensurable. Pero Piketty sabe que la frialdad del alfabeto económico no es persuasiva, ni es capaz de registrar la marca íntima de los fenómenos sociales. Por eso se auxilia de otro lenguaje: el lenguaje de la literatura. Sin prescindir de su denso aparato técnico y su abundante colección de datos, el profesor de Economía nutre su exposición en la novela burguesa del siglo XIX. Quienes tratan de encontrar paralelos entre la obra de Piketty y de Karl Marx no se percatan que Balzac es más citado que el autor de El capital previo y que Jane Austen ocupa en este libro, muchas páginas más que Adam Smith. Nos lo sugiere el economista: quien quiera entender lo que es la desigualdad, aprenderá más de la novela que de cualquier tratado económico.
Lo que encontramos en esta obra que ha concentrado el debate público de los Estados Unidos en las últimas semanas es la reiteración del poder de la novela. Escribió Dani Rodrik (quien, por cierto, cree que sus referencias literarias son superficiales) que este libro no hubiera suscitado tanto revuelo de haber sido publicado hace diez años. Agregaria que El capital habría tenido un menor impacto si sólo hubiera sido escrito en el lenguaje técnico del economista. La seducción de la obra es haber logrado lo infrecuente: conciliar la severidad del argumento técnico, la solidez de una investigación minuciosa con el lenguaje seductor de la ficción. Si se quiere prosperar, no es necesario desvelarse en el estudio, no vale empeñarse en el trabajo, hay que esforzarse por nacer en buen sitio.
Hay un rocío confesional en la escritura de Alejandro Rossi. Después de algún viaje, se miraba los zapatos. El meditador no puede rehuirse como tema y de pronto se descubre absurdo. “Soy hablador, lo admito, pero cuando estoy nervioso, no abro la boca, me quedo quieto, siento unos ridículos deseos de rascarme y pienso invariablemente en la sirena de un barco.” El cuidado jardín de sus párrafos está salpicado de gotas irónicas. Le fastidiaba el teléfono, abominaba cualquier pedantería. Se veía con una antipática asimetría, con la nariz chueca y una ontología destartalada. Los astros, bromeaba, no lo habían tratado bien.
No se describía como filósofo sino como “una persona que piensa.” Decía que le hubiera gustado pensar un poco menos o pensar diferente: a lo bestia, revolviéndolo todo, brincoteando de un tema a otro. Sin consagrar toda su inteligencia y su imaginación al propósito de descifrar y luego, compartir. Pero no le era posible soltar un tema, por trivial que pareciera, sin examinar la maraña de factores que lo envolvían. Hay disciplina de gimnasta en esta persecución de minucias, pero, ante todo, placer. El inmenso placer de pensar. En buen momento Octavio Paz lo llamó a redactar un artículo mensual para Plural. No invitaba al profesor de filosofía que había publicado Lenguaje y significado, sino al conversador prodigioso que debía llevar a la página lo que se quedaba en la taza de café y en el vaso de whisky. Juan Villoro encuentra debajo de su prosa la ética del conversador auténtico: paciencia, esmero narrativo, arrojo de seductor, oído. Cada letra redactada esconde mil palabras conversadas. Sus escritos, como los de Mairena, no tienen nada que ver con los púlpitos, las plataformas y los pedestales. Son relatos, reflexiones, divagaciones amistosas. Sus clases en la universidad, sus seminarios, las revistas académicas que editó eran salas adicionales de su conversación.
En su pensamiento hay una inteligencia que persigue el detalle sin anhelar el fondo. Como si quisiera abordarlo todo, menos el tuétano. La suya era una inteligencia extraordinariamente meticulosa y, al mismo tiempo, vacilante. Elogiando a Jaime García Terrés redacta la descripción perfecta del talante liberal: “la convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral.” Nunca he querido acercarme demasiado a la verdad, decía. Por eso prefirió “los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro.” Propuso una fórmula para concretar su racionalismo escéptico: “arriesgar y rectificar.”
Si en los ensayos de Rossi se percibe ese placer de pensar no es solamente por la marcha de la razón, por el alumbramiento de verdades sino también por la sensualidad de las ideas, por las seducciones de la fábula. Ahí están los encantos gemelos de Alejandro Rossi: la idea y el relato. La historia de su gestación está contada en “Cartas credenciales” su discurso a la llegada al Colegio Nacional. Ahí se describe el niño que, en Caracas, escucha a una negra venezolana leyendo Las mil y una noches, al joven interrogado por un confesor obsesivo. Los rasgos amistosos de su prosa no esconden el severo rigor del filósofo. Su alegato contra la lectura bárbara, el popular analfabetismo de la lectura utilitaria y precipitada resulta cada vez más pertinente. Debajo de sus amistosas interrogaciones, hay un lector reverente. Por eso le incomodaba la presunción de intimidad que se ha vuelto moda en el mundo cultural. El tuteo que hace del gran artista un amigo de cartas. Se difunde así una “visión de alcoba” que relata infidencias y presume conocer de la vida privada de los grandes artistas. El apellido se pierde para recurrir al nombre de pila: Pablo, Octavio, Juan. “Presiento—escribe Rossi—que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.”
Una pregunta ronda toda la poesía de José Emilio Pacheco. ¿Qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Piedra en el polvo:
donde estuvo el río
queda su lecho seco
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre las aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un abismo líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Rocas, volcanes, murallas, cascajo, desiertos, montañas, ciudades. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia, la orgullosa conquista del tiempo. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo,” dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la panza de un niño; el terremoto que convierte el suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El encantamiento de las superficies es visible en la poética de José Emilio Pacheco. Su mirada no es de taladro: es de uña. El poeta rasga metales, cortezas, pavimentos y cristales para registrar sus desventuras metafísicas. Mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas. Tendría razón Valéry cuando dijo que lo más profundo era la piel. Alcanzando esa sabiduría que los diccionarios ignoran, José Emilio Pacheco nombra nuestra honda miseria epidérmica.
El arquitecto renacentista Leon Battista Alberti vio la ciudad como una casa y a la casa como una ciudad. La única diferencia entre ellas era la escala: la ciudad era una casa enorme, la casa, una ciudad pequeñita. La ciudad y la casa, cada una con su espacio para lo público y lo íntimo, para el alimento y la distracción, para la fiesta y el silencio. Parques y jardines, restoranes y comedores, bodegas y cajones, calles y pasillos. Nuestro vocabulario apenas distingue los ámbitos. Pero la correspondencia entre estos aposentos va más allá de las medidas. No hay casa que no esculpa, de algún modo, la ciudad. No hay ciudad que no perfore, por algún hueco, la casa. Por eso la arquitectura, siendo resguardo de intimidad, es, de las artes, la más pública. Nadie lo entendió mejor entre nosotros, que Teodoro González de León.
La casa se abre a la ciudad en su arquitectura. Lo privado se oxigena de lo público. No hay forma de pensar o de hacer arquitectura que no sea pensar y hacer ciudad. Hasta la habitación para el más solitario residente, traza en su fachada los contornos del pueblo. Nuestra ciudad tendrá la puntuación de González de León hasta el fin de sus tiempos. Sus casas, sus torres, sus museos, sus teatros son brújula y remanso. Un paréntesis de orden en el caos.
Teodoro González de León no dejó de experimentar jamás. Sus pesados volúmenes hieráticos se izaron para adquirir transparencia. Su línea conoció la curva. Lo que nunca dejó de incorporar a sus proyectos fue el vacío. Como el músico trabaja con silencios, el arquitecto exalta el vacío. En el vacío de sus patios está contenido su genio. Ahí se expresa, en primer lugar, la vitalidad de una tradición. La incorporación creativa de las más antiguas referencias. No es retórica, es su lenguaje. Imposible dejar de reconocer en sus composiciones esa huella del pasado colonial o prehispánico. Imposible desconocer el atrevimiento de sus reinvenciones. Él, desde luego, habría rechazado este carácter evocativo. No buscaba celebrar la tradición, vivía en él, como vivía la tradición en los colores de Tamayo. En esas plazas está también su apuesta de sentido: el patio reina. Ahí está la hospitalidad que integra, comunica, ventila, armoniza. En el patio puede reconocerse también su apuesta cívica. El patio es la horizontalidad que permite el encuentro y rompe jerarquías. Son la plaza y el patio los espacios que ofrecen en lo público y en lo privado, sitio para el encuentro. Afirmar estos espacios de encuentro en tiempos de codicia inmobiliaria, defender la alegoría en la guerra de los voraces es una de las más elocuentes apuestas de convivencia que se han plantado en el país.
Pensar en sus edificios más emblemáticos nos conduce directamente a la contemplación de lo no edificado. En sus patios se expresa su esperanza de que la arquitectura se impregne de azar y facilite las hermandades: comunicación entre personas y encuentro con el arte. Si algo le entusiasmaba de proyecto del Manacar que dejó inconcluso era que el mural de Carlos Mérida que se había rescatado, se vería desde la calle. La recuperación del Auditorio Nacional da la bienvenida a la ciudad. El teatro se baña en las aguas de su avenida más hermosa. La piedra da la bienvenida a la intemperie. La arquitectura pensada como la bahía de la ciudad. Con el binomio de la plaza exterior y el patio interior juega en muchos proyectos. Está los trazos generosos de sus mejores trabajos: en el Infonavit y en El Colegio de México, en el Museo Tamayo y en el MUAC. Hacia fuera, los brazos extendidos, hacia dentro, la mano abierta.