Graham Sutherland, el admirable pintor inglés, llegó tarde al retrato. El primero que hizo fue de Somerset Maugham. Le advirtió que se trataba de un experimento. El cuadro resultó potentísimo. Frente a su modelo, el vanguardista pensaba en dos formas de entender el arte en el que incursionaba: fidelidad o juicio. Registrar lo que uno tiene delante de sí o evaluar lo que se tiene en frente. El verdadero retratista logra las dos cosas: es fiel porque es punzante. Sutherland supo mejor que nadie lo que dolía el pellizco de la tela. Simon Schama cuenta la historia en su fascinante historia del retrato británico. La fama que pronto adquirió Sutherland como retratista llevó al Parlamento a considerarlo para una encomienda extraordinaria. Los parlamentarios querían ofrecerle un regalo a Winston Churchill que cumplía 80 años y pensaron en un retrato del primer ministro para que viviera por siempre en las galerías de Westminster. El retratista sería Sutherland. Posaría para él durante varios días. Fue, al parecer, un modelo incómodo. No estaba quieto. Hablaba demasiado. El mayor trabajo lo hizo el pintor en su estudio, con base en una serie de fotografías que le tomó. Al ver su retrato Churchill se mostró indignado. Le pareció espantoso. Llegó a escribirle al pintor que no creía correcto que se exhibiera públicamente. A pesar de ello, el parlamento lo mostró en el homenaje. El lienzo se descubriría en la ceremonia pública que trasmitía en vivo la BBC. Al recorrerse la cortina y admirarse el enorme cuadro, Churchill solamente acertó a decir: este retrato es un ejemplo notable del arte moderno. El mensaje era claro. El óleo era moderno porque era horripilante. La galería estalló en una carcajada. El pintor era humillado públicamente. El hombre de poder se vengaba de su retratista. Correría por parte de su esposa la venganza del retrato. Lo escondió en la bodega de su casa, pero poco después decidió destruirlo. Pasaría por el fuego para que no quedara rastro de la ofensiva tela.
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Como un guiño a la institución que la hospeda, la exposición de Anish Kapoor en el Museo Universitario Arte Contemporáneo hace alusión a dos escuelas: la de arqueología y la de biología. Es una advertencia de las antinomias esenciales del escultor. Resulta difícil conciliar los dos universos se confrontan en el trabajo de Kapoor. La pureza cósmica y el caos visceral. La luz que refleja todos los brillos y una luz extinta. El espejo y el intestino.
Dos fugas: enterrarnos en nuestro cuerpo, escapar de él. Destazar el cuerpo, congelar su imagen. La obra de Kapoor es el juego de la proyección. El espacio como pasadizo a otro sitio. La materia se lanza hacia el infinito, hacia lo recóndito, hasta el origen. Siempre hay algo más allá del espacio, ha dicho. Esa es precisamente la sensación del espectador ante sus piezas. Esculturas que sojuzgan o aligeran al espectador. Ser devorado por la oquedad de sus negros infinitos, perder contorno en sus reflejos, abismarse en su carnicería. Miedo, gozo, asco, alegría, embeleso.
Una pieza de 2013 en Versalles conversaba con el cielo. Con un enorme plato le regresaba su imagen a las nubes. También ha puesto de cabeza a los museos y le ha regalado a las ciudades frijoles para retratarse. “Nuestra misión como artistas es tener la intuición de lo cósmico, ha dicho.” En una de las salas de la exposición puede verse su laboratorio para otro universo. Un cubo de acrílico que capta el nacimiento de lo que puede ser el primer átomo, la primera galaxia o la primera bateria. Por esa intuición se rinde ante la seducción del espejo y del bisturí. Reflejo y fisura del cuerpo. La membrana que envuelve nuestras tripas traza la frontera esencial de nuestra vida: los intestinos y el mundo. “La piel, continúa diciéndole a Julia Kristeva, es una membrana de unión, es permeable y transparente. Contiene y constituye un vehículo de identidad entre el adentro y el afuera. Lo que está adentro es profundamente misterioso como lo que está en el cosmos y en muchos aspectos le es idéntico. El cuerpo, el espíritu y el cosmos son todos ellos poéticamente poderosos e interdependientes.” Esa misteriosa correspondencia del cuerpo y el universo puede advertirse en la exposición del MUAC. Los infinitos de la entraña y el cosmos.
Fascinantes paralelos: el hígado y el cristal. El polvo y la nada. El monolito y el arenero. Lo delicado y lo grotesco. Explosiones y contracciones. El huevo y el útero. El horizonte y el drenaje. Gotas, granos, destellos. La luz perfecta reflejada en las formas más puras. Negritud absoluta que nos succiona. El caos de las tripas y el tiempo que lo pudre todo. Una piedra le abre una cavidad al infinito. El color se espolvorea liberándose de su forma. Fluye el pigmento. El observador se multiplica en las piezas de Anish Kapoor. También se pierde en ellas. Misterios de la luz y de la oscuridad.
La ceremonia del Premio Cervantes de este año se canceló por la razón que todos padecemos. El poeta catalán Joan Margarit debía recogerlo en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 23 de abril. No hay fecha aún para la ceremonia. No tenemos que esperar a la fiesta para hablar de él y su escritura. El año pasado, al recibir el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana dijo algo que parece pensado para esta hora: “La poesía y la música son quizá las principales herramientas de consuelo de las que el ser humano dispone en su soledad.” Y enseguida, hermanaba sus dos oficios, arquitectura y poesía, como espacios de socorro: “La seguridad de la casa no está tan lejos de la seguridad del alma.”
El estructurista compara la exactitud de esas labores de lo esencial. Al edificio no puede faltarle un solo ladrillo, una viga. Si la quitáramos, se vendría abajo. Lo mismo puede decirse del poema: si se elimina una sola palabra y no pasa nada, es que no era un poema. El poema existe cuando resulta imposible arrancarle una sola de sus piezas. Pero no es solo la exactitud lo que acerca al poeta con el arquitecto. Es el levantar o nombrar nuestra residencia. Eso resulta su poesía: el espacio que nos guarece o, más bien, que nos consuela.
En su elegía para el arquitecto Roderch de Sentmenat registraba los deberes de la arquitectura: placentera al huésped de paso, nunca estorbosa. “La casa debe ser virtuosa y humilde. Ni independiente ni vana. Ni original ni suntuosa.” Un juego de humildad y osadía. Osadía al escribir, humildad antes y después de hacerlo. Dos artes que han de cuidarse de los antifaces de la belleza. En su poema a Venecia nos previene:
¿Sientes cómo anida, detrás de las fachadas
de los palacios, la vulgaridad?
No seamos, amor, supervivientes.
Que no nos duerma el sueño de los mármoles
y los ladrillos rosa que aparecen
bajo lienzos de estuco desplomado.
Que no vuelva a engañarnos la belleza:
esa raya de moho parece haber salido
del pincel de Bellini al perfilar,
con densos verde oliva, canales estancados
como si fuesen venas de un dios muerto.
Los palacios son máscaras que dicen:
¿Qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?
En uno de los terribles retratos de su padre, recuerda que le repetía con desprecio que los poemas no sirven para nada, que sólo el dinero protege del frío de la edad,
Pero en cambio ignoraba
que lo que nos protege es el poema,
que se debe buscar la poesía
por hospitales y juzgados.
Que más tarde
ya acabará también por hablar de la amada.
Poesía solitaria, poesía de pérdidas. El amor que retrata es aquel que ha perdido el mañana. Soy un caracol en concha extraña, dice en algún lugar. La coraza que le resulta ajena es, quizá, el presente. Joan Margarit es por eso un poeta de lo irrecuperable. En su dolorosísimo poemario a la muerte de su hija Joana escribe que lo más parecido a una certeza es que no volverá a verla. “El abismo que nos separa es el abismo del nunca más.” El esfuerzo de la poesía, sostiene en el epílogo de Cálculo de estructuras, es poder vivir con la máxima verdad que podemos soportar: “una línea defensiva contra el terror del mundo.” Es la piel del agua y el rugido de la bestia.
La esperanza de México volcada en la huida y el arraigo de los cariños. Buscar futuro y abrazar recuerdos. Esa es la doble pista de Los que se quedan, la película de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman. Esta no es otra película de migrantes, es el retrato de lo que no registra la prensa ni la estadística: la cuarteadora de las familias, el dolor de las separaciones, el peso de la distancia, la ilusión del reencuentro. La migración será un fenómeno económico, social, demográfico, político. Es, antes que otra cosa, el desgajamiento de un núcleo de querencias. Esa es la exploración de la cinta. Los cuidadores de las etiquetas la catalogarán como documental porque no tiene actores ni hay ficción. Pero no se trata de un alegato filmado, una tesis con cuadros puestos al servicio de una idea. Los que se quedan no forma parte de esa industria. Su traza no teoriza ni pontifica. Sobre todo, no manipula. No sale en busca de ratificaciones que ilustren una convicción.
Resultado de largas conversaciones, es fruto del oído y la empatía. Horas, días de convivencia para encontrar las palabras de la vida y escapar las mil púas del lugar común. El libreto de Los que se quedan se escribió escuchando. No proviene de la imaginación de un guionista, sino de una percepción sensible, atenta. Precisa, fuerte y delicada escritura del oído que fue redactándose a lo largo de horas y horas de filmación. Diálogos que recorren todo el arco de la experiencia: recuerdos y esperanzas; nostalgia y dolor; gravedad y ligereza.
Como en otras cintas de Juan Carlos Rulfo, la plomada de la vida diaria asienta la narrativa. Es la llamada telefónica que marca la semana, la carta que se envía, la comida preparada con recuerdos, la fiesta cargada de anhelos. Los personajes adquieren el color de sus palabras, el ritmo de sus frases, el vestuario de sus silencios. Lo saben los novelistas: nada tan difícil como esculpir un personaje. Ahí está seguramente la grandeza de esta película: un lienzo de personajes entrañables. Quédense los archivistas con su marbete del "documental": Los que se quedan es cine del grande.
La cinta parpadea historias. Viejos que esperan el retorno de los hijos; parejas que preparan la despedida; familias que sueñan con el reencuentro; vidas que se apartan, lazos que no se rompen. Hay otro protagonista de la cinta: la tierra. Las cámaras de Rulfo y Hagerman alternan personas y cosas. Vidas y piedras. Los personajes de esta película no son solamente los hombres y mujeres, los niños y viejos que permanecen mientras otros emprenden la aventura del norte. Los otros personajes de la cinta son las formas circundantes: la atmósfera. Calles despobladas, tiendas con cortinas tapadas, cerros que cercan las casas, viento.
El efecto de la cinta, hay que decirlo, no es uniforme. Las emociones que espabila son complejas y profundas. A algunos resulta una cinta esperanzadora: testimonios de la entereza y el apego. A otros parecerá, por el contrario, desoladora: el retrato de un país que se desmigaja en su incapacidad de ofrecer esperanza. En todo caso, este manojo de separaciones retrata a México. Una patria crecientemente inhóspita donde se refugia la aspereza pero donde brota también la dulzura. Un país detenido, que no ofrece trabajo, educación o calma. Un país, al mismo tiempo, vivo que encara el infortunio con dignidad. La película no pronuncia un discurso sobre la tragedia nacional, ni levanta monumento. Retrata nuestra penuria y nuestro sin embargo.
Sartre, Glucksmann, Aron
André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.”
Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vientam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunimo, llegó a decir Lenin—sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Gluckmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.
¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre!” Mientras Lacan cambia “terrorífico” por “formidable,” Hölderlin elige “monstruoso.” Glucksmann quizá diría “estúpido.” Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.
No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde.” Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir cuidades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.”
Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.
SR. SILVA HERZOG: A TRAVÉS DE SU BLOG,HE VISTO CON MÁS OBJETIVIDAD EL GRAVISIMO PROBLEMA POR EL QUE ATRAVIESA EL PERIODISMO MEXICANO,ESOS VIDEOS SON DEMOLEDORES, VAYA A TRAVÉS DE ESTE BREVE COMENTARIO MIS MAS SINCERAS Y RESPETUOSAS CONDOLENCIAS A LAS FAMILIAS DE LAS VÍCTIMAS INMOLADAS POR LAS
BANDAS DEL PODER Y DEL CRIMEN ORGANIZADO(NO OLVIDEMOS EL CASO BUENDIA Y TANTOS OTROS) APROBAR LEYES,NO DIGO QUE SEA MALO, LO QUE HABRÁ QUE PENSAR ES COMO PROTEGER A ESTOS HÉROES, PUES LA LEY VA A APLICAR (SI ES QUE SE APLICA), CUANDO EL ASESINATO SE HAYA DADO. DIGO.
Terrible y dolorosa información, Chucho, gracias por compartirla.
QUE PENSAR ES COMO PROTEGER A ESTOS HÉROES, PUES LA LEY VA A APLICAR (SI ES QUE SE APLICA), CUANDO EL ASESINATO SE HAYA DADO. DIGO.
AR ES COMO PROTEGER A ESTOS HÉROES, PUES LA LEY VA