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Antes de que naciera el totalitarismo, el mal estaba repartido entre los hombres en dosis distintas y de una manera bastante equitativa, dentro de lo permitido por el yugo del pecado original. El totalitarismo ha modificado el equilibrio de fuerzas de una forma insólita: parece haberle quitado a la gente el mal que le es propio y haberlo monopolizado al igual que ha hecho con todo lo demás, con la economía, la política y la cultura. El Estado se ha convertido en el principal malhechor y tal vez en el único, aunque sea un malhechor que, por fuerza y a regañadientes, tiene que alimentar, vestir, curar e incluso divertir a sus rehenes. ¿Cabe añadir que éstos andan mal vestidos, comen poco, caen enfermos a menudo, y los chistes tienen que inventarlos ellos?
Aquí no hay lugar para novelas policíacas: todo el mundo sabe quién es el culpable: el culpable es el Estado.
Estamos ante una situación más peligrosa de lo que pudiera parecer a primera vista. El totalitarismo ofende profundamente nuestro sentido de la justicia, porque hace que dejemos de juzgarnos con severidad. nos arrebata el peso de la vida y anula de antemano cualquier posibilidad de contricción. Nos gusta hablar de la dignidad, pero ¿qué es la dignidad sin el peso de la culpa, sin justicia? El gran animal de Platón nos vuelve humanos con demasiada facilidad. Somos buenos porque no nos han permitido saborear la elección entre el bien y el mal, nos han privado de lo que fue la alegría y el tormento de innumerables generaciones anteriores. Somos buenos, nos agrada la retórica, condenamos lo condenable y aceptamos con gusto la compasión de los demás. ¿Quién nos devolverá la verdadera vida, el riesgo de elegir y de cometer errores? Es cierto, no hemos matado a nadie, a no ser que lo hayamos hecho de pensamiento durante la breve pausa entre dos poemas sublimes. El gran animal es el culpable de todo, es él quien martiriza a nuestras esposas, es él quien miente en nosotros, es él quien engaña. ¿Quién nos va a juzgar? ¿Quién nos arrancará del sueño?
Adam Zagajewski, «El mal», en Solidaridad y soledad, El acantilado, 2010
Ha dicho Lezsek Kolakowski que un filósofo que no se ha sentido, por lo menos alguna vez en su vida, un charlatán, no merece ser leído. Una mente tan estrecha, incapaz de tomar distancia de sí misma, no puede ser tomada en serio. Para pensar hondo hay que reírse a boca abierta—y empezzar en la cita con el espejo. Sólo el humor nos salva del malhumorado y sentencioso dogmatismo.
El filósofo polaco ha publicado recientemente una amorosa introducción a la filosofía, en donde se percibe esta inteligencia alerta e irónica. Más que recuento o celebración de teorías, se trata de una gozosa apreciación del ánimo que la alienta. No es, por ello, una cronología de descubrimientos, sino un collar de interrogantes. El libro, que aún no aparece en español, lleva título leibnitziano: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada? 23 preguntas de grandes filósofos (Basic Books, 2007). Como sugiere el nombre, este librito de 223 páginas no quiere ser un manual condensado de la disciplina, sino un acercamiento a sus preguntas esenciales y al esfuerzo por responderlas. Los 23 ensayos breves son 23 anillos: preguntas que desembocan en preguntas. Enigmas del mundo, del conocimiento, del bien, de la fe, del poder o del deseo que sugieren más misterios.
Si bien puede advertirse en el sabio polaco una dulce sensibilidad religiosa, ésta no lo conduce a la ruta devocional. No cree, como Leo Strauss por ejemplo, que cualquier expositor de los clásicos es un torpe aprendiz que apenas roza la infinita sabiduría que se oculta entre los jeroglíficos de su escritura. Para el devoto, exponer las ideas de un genio es practicar una ceremonia de revelación. En Kolakowski, por el contrario, la admiración no está peleada con el tuteo y la consecuente réplica. El gran estudioso de Marx y Pascal no se queda con la palabra en la boca. En este recorrido invita a sus clásicos a conversar con él, alrededor de un vaso de vodka. Lejos de ser un simple expositor de ideas ajenas, es un conversador que descifra e inquiere. En este libro recupera así las preguntas centrales de Platón y Descartes; de Kant y Schopenhauer con extraordinaria gracia y delicadeza. La sencillez del recuento preserva la fineza de la percepción y el juicio, sin dejar de anotar las insuficiencias o los agujeros de su visión. Cada concepto es pulido para mostrarlo como joya de la inteligencia. Pero Kolakowski mantiene en todo momento distancia de aquella tentación reverencial. No pinta logros sino retos. Será que las cúspides del pensamiento filosófico no son de mármol, sino arenosas.
Una pregunta crucial no se responde nunca. Vive porque fecunda otras preguntas. La vitalidad de la filosofía radica entonces en su carácter irremediablemente inconcluso. Si tiene sentido leer y releer a San Agustín no es por el hecho de que resuelva nuestros problemas sino porque los nombra. Por el territorio de la filosofía no desfilan autoridades, esas fuentes de convicción que se colocan por encima del examen, sino curiosos. El polaco sabe bien que la reverencia de los académicos no está desligada del dogmatismo. Ese es quizá, el gran mensaje de Kolakowski en éste y otros libros. El amor a la verdad es incompatible con cualquier cartucho de certezas. Si la filosofía ambiciona autoridad, se derrota. Tiene razón: ¿sólo a preguntar nos enseña la filosofía?
Lo más difícil es el retrato, decía Henri Cartier-Bresson. "Necesitas poner tu cámara entre la piel de una persona y su camisa." Durante tres décadas, Steve Pyke ha puesto por ahí su cámara para retratar filósofos. En 1993 apareció un volumen con sus imágenes y ahora se publica una segunda entrega. Ésta es la foto que le tomó a Isaiah Berlin en 1990:
Giorgio de Chirico, retratado por Irving Penn en 1944. Otras imágenes de su exposición en la Morgan Library de Nueva York por aquí…
Algo de vasconcelistas han tenido estas jornadas recientes. La urgencia, el miedo han encendido una llama misionera en el Estado. Antes de la aparición del temido coctel viral, el Estado parecía aprisionado por una red de restricciones. Flotando en pequeñeces, exponía debilidad, cansancio, ofuscamiento. De pronto, una invasión microscópica inyectó sentido de urgencia y, sobre todo, propósito. Aportó algo más que resolución política y disciplina burocrática ante la contingencia: la convicción de que había que transformar hábitos, implantarse en la conciencia más que en la ley; volverse ejemplo. No es que se perciba ahora la pasión de aquel mito pero sí una sorprendente determinación de salvar a México.
¡Voy a repartir cien mil homeros”! decía Vasconcelos. Lo que necesita México es dejar de matarse y ponerse a leer La Illiada. Repartiremos millones de cubrebocas, nos han dicho en estos días. Lo que necesitamos es aprender a estornudar. Y el presidente muestra la técnica del estornudo salubre. Los propósitos tienen un paralelo evidente: porque la catástrofe nos roza, requerimos algo más que la ejecución de medidas administrativas. La urgencia no llama a una política, exige una cruzada. Inundar el país con un mensaje claro; cubrirlo de buenos trastos y erradicar los malos hábitos. Para Vasconcelos, de hecho, la cruzada sanitaria era parte integral, prerrequisito incluso de la cruzada educativa. La regeneración nacional implicaba libros y jabones; salud y cultura.
Vale por eso leer hoy la segunda circular que expidió Vasconcelos como rector de la Universidad Nacional. Se titula “Instrucciones sobre aseo personal e higiene” y es un exhorto a los maestros para que ejerzan de promotores de la salud. Para el “delegado de la revolución” el maestro no era un burócrata que repetía la lección del manual: era un propagador de la buena nueva, un predicador que habría de regenerar a México. La segunda circular del rector parece, de hecho, la condición de la primera que trazaba las líneas de la campaña contra el analfabetismo. Antes de entender las letras y las palabras era necesario lavar la ropa de los niños, curarlos de la sarna, extirparles los piojos. Para poder leer era indispensable cuidar el cuerpo, aprender a respirar, comer saludablemente. Nuestro pueblo no sabe comer, decía Vasconcelos. Los ricos comen de más, los pobres ingieren un veneno grasoso y picante. Si los médicos parecen cómplices de nuestro mal hábito, los maestros, como mensajeros de la civilización, deberán de combatirlos. No tenemos porqué llenarnos la barriga de basura condimentada. La salud y la alegría requieren alimento ligero y simple.
La fe en el libro de Vasconcelos era sólo comparable con su confianza en el jabón. El baño no es perjudicial, dice el rector. Debemos dejar de pensar que hay meses en los debe suspenderse la ducha. El exceso de limpieza no provoca gripe. Los japoneses se bañan todos los días y no sufren por ello. Nosotros deberíamos aspirar a hacer lo mismo. “Los profesores deberán recordar que muchas veces un puñado de polvos de mercurio contra los parásitos o un pan de jabón serán más eficaces, como principio de educación, que veinte lecciones de silabario. Los cuidados del aseo deben preceder al estudio, al trabajo, a la meditación, a todas las actividades humanas.” Parafraseando a Cosío Villegas, podría decirse que entonces se sentía fe en el jabón.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
Stefan Zweig preparó todos los detalles de su muerte. El veneno, las despedidas, el destino de su cuerpo. En una de sus cartas finales escribió: “El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi lugar espiritual, se destruye a sí misma. Mis fuerzas están agotadas por largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin a tiempo. Saludo a mis amigos. Ojalá ellos vivan el amanecer tras la larga noche. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Su adiós no fue esa alicaída nota, ni la sobredosis de Varonal que tomó junto con su esposa, ni las instrucciones para su propio entierro. Su despedida fue el más dulce de sus escritos: un retrato de Montaigne, quien había elogiado la belleza de la muerte voluntaria. “La vida depende de la voluntad de los otros; la muerte de la nuestra”.
En los últimos meses de su vida, convencido de que el nazismo conquistaría el mundo, Stefan Zweig se entregó a la lectura de Montaigne y a la composición de un retrato del padre del ensayo. El impaciente dejó inconcluso el perfil y nunca llegó a verlo enmarcado por la imprenta. El ojo atento percibe el carácter truncado del cuadro. Al lienzo le falta el toque final. Algún botón no está coloreado, la oreja es borrosa. Pero el cuadro tiene la pincelada del retrato profundo, ese que capta en unos cuantos trazos el pulso único del pintor y la mirada del modelo. El inacabado ensayo de Zweig tendrá un par de párrafos incompletos y algunas citas imprecisas pero captura, vivo, el líquido medular de Montaigne y el anhelo más profundo de Zweig.
Montaigne les exige vida a sus lectores. Quien no haya vivido la desilusión, el engaño, las tentaciones del poder será incapaz de apreciar el valor de Montaigne. Zweig mismo llegó demasiado pronto a sus ensayos. Al leerlo a los veinte años, reconocía al gran escritor, al personaje interesante, al observador perspicaz, pero no encontraba en él algo que lo entusiasmara. Sus temas le parecían arcaicos, su estilo flojo, su francés avejentado. Nada que prendiera el fervor de un joven al amanecer del siglo XX. Pero las amarguras que traería ese siglo, darían nuevo sentido a las palabras de Montaigne en la piel del novelista. Los horrores hermanan. Todas las víctimas de la atrocidad son contemporáneas: la misma invasión del odio; las mismas invitaciones a la indignidad, idénticas cruzadas de intolerancia, el mismo fanatismo que asesina con alarde. Es ahí donde la vida de Montaigne enciende el cuerpo de Zweig. Sí: la vida y no sólo la escritura. La escritura es apenas una muestra de su admirable empeño por vivir. No soy escritor de libros, decía Montaigne: “mi tarea consiste en dar forma a mi vida. Es mi único oficio, mi única vocación.”
Ese esculpir la vida propia es el destello al que Zweig se aferra en sus últimos días. Una vida libre de vanidades y convicciones, libre de miedos y también de ilusiones; libre de fanatismos, estereotipos y absolutos. Rechazando el “coro vocinglero de los posesos y los asesinos” crea, entre su torre y su caballo, una patria. Sabe que no puede haber seguridad en la política, ni en la ciencia, ni en la iglesia. Pero se tiene a sí mismo. Por eso se empeña en mantenerse libre, en preservar la razón, en cuidar su humanidad frente al embate de las bestias. Y así se observa, se examina, se critica, se interroga. Su torre es islote en un mar demencial. Sus preguntas, sus caminatas, sus divagaciones, sus espejos, las vigas de su biblioteca, el tesoro de sus libros, son la entrega a su gran obra: seguir siendo él mismo. Ya lo decía en su ensayo sobre la soledad: “La cosa más importante del mundo es saber ser dueño de uno mismo.”
La vida puede ser la terquedad de las células o el caprichoso vagabundeo de un artista. Vivir depende de la voluntad de otros, vivirse de la propia.
Receta verdadera para ganar las proximas elecciones en México.
Preguntarse: Que partido político, propondra bajar el sueldo a senadores, diputados y demas congresistas a la mitad de la percepcion actual. Eliminar los bonos y no volverse a pagar jamas «el mes 13» (El año tiene solo 12 meses, ladrones patrios), asi como eliminar las pensiones vitalicias a los presidentes (asesinos o no, ahi estan pagados por lo hecho o desecho). Si algun partido tiene esa encomienda el pueblo sabra que realmente hacen politica por beneficio de la patria y claro… millones de votos garantizados.
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