La novelista Margaret Atwood ha escrito una guía a las elección canadiense en unas servilletas en las que registra las cosas que le importan. La primera ubica en columnas opuestas los imanes fundamentales de la decisión electoral. ¿Dónde querrías vivir?
Abierto / Cerrado
Líder / Dictador
Incluyente / Excluyente
Generoso / Mezquino
Escucha / No escucha
Asume responsabilidad por sus errores / Le echa siempre la culpa a otros
Humanamente imperfecto / Tiene siempre la razón, como Dios
Humildad / Arrogancia
Trabaja bien con otros / Es una orquesta de uno.
Amartya Sen ha publicado recientemente El país de los primeros niños, un conjunto de reflexiones sobre la libertad, el hambre, la democracia y la justicia en su país. Aquí puede leerse un extracto del libro. La democracia habrá sido capaz de eliminar las hambrunas pero ha sido muy torpe para solucionar otros problemas. El acercamiento a la justicia, la paulatina disminución de las arbitrariedades es esencial, sostiene, para la práctica democrática
El león falleció ¡triste desgracia!
y van, con la más pura democracia,
a nombrar nuevo rey los animales.
Las propagandas hubo electorales,
prometieron la mar los oradores,
y… aquí tenéis algunos electores:
aunque parézcales a Ustedes bobo
las ovejas votaron por el lobo;
como son unos buenos corazones
por el gato votaron los ratones;
a pesar de su fama de ladinas
por la zorra votaron las gallinas;
la paloma inocente,
inocente votó por la serpiente;
las moscas, nada hurañas,
querían que reinaran las arañas;
el sapo ansía, y la rana sueña
con el feliz reinar de la cigüeña;
con un gusano topo
que a votar se encamina por el topo;
el topo no se queja,
más da su voto por la comadreja;
los peces, que sucumben por su boca,
eligieron gustosos a la foca;
el caballo y el perro, no os asombre,
votaron por el hombre,
y con dolor profundo
por no poder encaminarse al trote,
arrastrábase un asno moribundo
a dar su voto por el zopilote.
Caro lector que inconsecuencias notas,
dime: ¿no haces lo mismo cuando votas?
Poema anónimo publicado en El cronista del Valle, de Bronsville, Texas, el 26 de mayo de 1926 que conozco gracias a Carlos Bravo Regidor. La hipótesis de Antonio Saborit es que el poema fue escrito por Guillermo Aguirre y Fierro, (autor del brindis del bohemo).
David Hockney publica hoy un artículo en el Financial Times. Recuerda ahí el libro que publicó hace doce años sobre la influencia de la tecnología en el arte. Está cambiando la manere en que percibimos y representamos el mundo.
La era de los medios masivos es también la era del asesinato en masa. Seguramente no es un accidente. Los terrores del siglo XX–la Alemania Nazi, la Rusia soviética, la China de Mao–necesitaban el control de los medios masivos de comunicación.
Esta es la era que está terminando. Lo que llamaría los viejos medios–Televisión, cine, periódicos–están muriendo.
Intrigado por la demencia del mercado del arte, el crítico australiano Robert Hughes encaró al coleccionista Alberto Mugrabi. ¿Cómo era posible que pudiera gastar tantos millones de dólares en piezas horribles, de nulo valor estético, cuyo único mérito que era costar millones de dólares? El padre de Mugrabi juntó una de las mayores colecciones de Warhol en el mundo. No puedo imaginarme algo tan abominable: despertar rodeado de las estampas de Marilyn Monroe, latas de sopa Campbells y cajas de detergente. La gran ventaja que encontraba en la onerosa afición era que los cuadros se clausuraban a los museos y al ojo público y se encerraban en algún palacete del mal gusto. El refunfuñante crítico afirmaba que el mercado del arte se ha convertido en un torneo para la autoglorificación de los ricos e ignorantes. Algo verdaderamente desagradable y vulgar marca el coleccionismo contemporáneo: un torneo de chequeras.
En ese medio raptado por el exhibicionismo monetario despuntan los coleccionistas más improbables: Herb y Dorothy Vogel. Él no terminó la secundaria, trabajó toda su vida en la oficina de correos de Nueva York; ella trabajó en una biblioteca. Viven un apartamentito y han dedicado su vida a coleccionar arte. Su arreglo financiero es sencillo: ella paga los gastos de la casa; el salario de él se destina íntegramente a la colección. Así, en un apartamento diminuto habitado por gatos, tortugas y peces, se fue almacenando una de las mejores colecciones de arte contemporáneo del mundo. Megumi Sasaki ha dirigido un documental fascinante sobre su historia titulado precisamente Herb & Dorothy . Buena parte de la cinta transcurre en una cocina donde apenas caben un par de sillas y una mesita. Todo el departamento está repleto de piezas de arte. Las paredes tapizadas de cuadros, esculturas y trazos; el baño vestido con un mural y una inscripción. Debajo de la cama se acumulan capas de cuadros, telas, dibujos. Los coleccionistas no acumulan: guarecen. Sábanas cubren algunas piezas para impedir que la luz los maltrate.
La magia de la película proviene de un par de personajes encantadores: bajitos y encorvados gnomos que recorren un bosque intrincado en busca de joyas. No son particularmente elocuentes. Herb, en particular, no es un hombre de muchas palabras. Pero en sus ojos está todo su entusiasmo. Apenas dice: “esto me gusta,” “¡qué bonito!” No fue a la universidad ni discurre sobre la noción de la muerte en el arte conceptual. Se acerca al arte reconociéndolo misterioso, inefable. En unas cuantas frases articulan su filosofía como coleccionistas: comprar lo que les gusta y lo que cabe en su casa. Las piezas tienen que caber en un taxi. No son sirvientes de la moda. Lo notable de su colección es que siguen el impulso de su olfato. Su colección se fue formando en el trato con artistas jóvenes y desconocidos que después serían afamados. Cuidándole el gato a Christo, se hizo de una pieza suya; del taller de Chuck Close pescaron una foto tirada en el piso. Durante horas examinan la producción de un artista para seleccionar una muestra. Coinciden los artistas que en su opción hay siempre un tino que detecta la pieza emblemática.
En 1992, los Vogel trasladaron su inmensa colección a la National Gallery de Washington. Formaron también paquetes de arte: cincuenta obras para cincuenta estados. De una cueva diminuta salieron camiones y camiones repletos de arte. El documental no solamente es el retrato de un amor de pareja y la historia de sus cariños. También es el reporte de una adicción.
El episodio de la portada es una cápsula de los embates contemporáneos al humor. Si la modernidad era una apuesta de la razón, lo que quiere sustituirla es una apuesta de la sensibilidad. Postergar el juicio y adelantar el sollozo. Sustituir la reflexión por la indignación. Se nos invita entonces a sacrificar una forma de inteligencia ácida que no puede dejar de ser combustible. No es casualidad que los malhumorados sean frecuentemente tontos. Son incapaces de percibir el doblez del humor, las sutilezas que se esconden detrás de lo notorio, el pellizco que se disimula en el cojín. Por ello la tontería de lo correcto nos convoca a una solemnidad permanente: esto no es chistoso nos dicen muy señudos. Todo lo que pensamos, todo lo que decimos, todo lo que escribimos, todo lo que dibujamos debe pasar la prueba de la ofensa. ¿Hay alguien en el mundo que pueda sentirse ofendido? Si alguien levanta la mano y dice: esto me lastima, esto me desacredita, esto me hiere, debemos callar.
Es preocupante que seamos cada vez más incapaces de entender el mecanismo de la sátira. Gary Kamiya apuntaba que lo que revela la irritación generada por la caricatura es la muerte del sentido del humor de los liberales norteamericanos. El asunto rebasa, por supuesto, las fronteras de los Estados Unidos. Nos amenaza un imperio de literalidad que pone en peligro la ironía. Nos amenaza también un imperio de sensibilidad que pone en peligro el sentido común.
Hace treinta años Francesca Woodman se arrojó de un edificio en Nueva York para perder la vida. Entonces muy pocos sabían quién era. La policía no la reconoció porque no cargaba ninguna credencial y su rostro había quedado desfigurado. Pasaron días hasta que sus padres dieron con su cuerpo. Gracias a la ropa supieron que era su hija. Tenía 22 años y estudiaba fotografía. Apenas llegó a exponer en alguna galería universitaria y publicar un libro de escasa circulación. Hoy su trabajo es reconocido mundialmente. Varias galerías inglesas muestran sus fotos, mientras el Museo de Arte Moderno de San Francisco prepara una gran retrospectiva de su breve carrera. En Nueva York se estrenó hace poco un documental sobre la artista y su familia.
La cinta, dirigida por C. Scott Willis se equivoca, a mi juicio, al fijar la atención en el entorno familiar de Francesca y titularse The Woodmans. El documental se esfuerza por subrayar el mérito artístico de sus padres y de su hermano y de sugerir una afectuosa rivalidad entre ellos que termina con la perturbadora absorción que el padre hace del genio de su hija. Falla también porque coloca el suicidio en el centro de una obra extraordinaria, sin ofrecer, naturalmente, una clave que explique el salto al vacío. Me perdonarán los miembros de la familia y el director, pero en esta cinta se observa que el artista es uno solo. Y es enorme. Por eso la verdadera fuerza de la cinta no se encuentra en la narración del director, ni en los recuerdos de los parientes, ni siquiera en las palabras de la fotógrafa, sino en sus fotografías. Y tampoco está en la tragedia de su muerte el valor de su imaginación visual.
Podría pensarse que todas sus fotografías son autorretratos. No aparece en todas pero es la figura central de cada una de ellas. Las modelos que retrató, cuerpos, y pechos sin rostro, podrían ser ella misma. Durante ocho años Francesca Woodman fotografió cientos de autorretratos sin rostro: imágenes de sí misma como cuerpo inaprensible. Su cabeza es el lugar donde nace el pelo, no el nacimiento de una mirada. Una vida marcada por la soledad y el frío. Piernas y telas en cuartos vacíos; pieles y tapices que se desprenden, víboras ante el lienzo de una espalda, el movimiento que es materia transformada en aire. El blanco y negro que emplea en casi todas sus fotos da a cada imagen un aire decimonónico, victoriano. Resulta difícil dejar de ver las imágenes de Francesca Woodman como anticipos de su final. En todas parece que la vida se escurre, que las fronteras entre lo vivo y lo inerte se disipan, que la carne vuela y se vuelve aire. Un cuerpo elusivo. Un cuerpo que se finge sábana, que se adhiere al yeso, que burla al espejo y rompe la caja.
Cuadros como puentes a otro territorio: espejos traspasados, paredes y pieles que se descarapelan, cuerpos que se filtran entre los muros. Nada encuentra foco. En una fotografía, la ve uno contemplando su propia ausencia. La huella de su cuerpo marca un suelo de talco. Sus piernas son los únicos testigos de lo que ella fue. En otra, el cuerpo se anuda con las raíces de un árbol, a la orilla de un río. Su pelo fluye, transformado en agua. Sólo el ojo atento descubre que, tras el tronco grueso y viejo, sobre el pasto bien podado que lo rodea, se levantan discretamente unas lápidas. Ser río y raíz en cementerio.
Mucha razón tenía James Boswell al rechazar las definiciones habituales del hombre. Ni especialmente racional, ni tan dotado para la palabra y, desde luego, poco urbano. El hombre es, en realidad, un animal que cocina. Eso somos: animales empeñados en el aderezo de lo que comemos. Otros animales se comunican a su modo, muchos son gregarios, algunos fabrican instrumentos. Sólo el hombre dedica tiempo al condimento. En la cocina la imaginación transforma la necesidad en ceremonia. El alimento deja de ser subsistencia para convertirse en placer.
Anthony Bourdain era un cronista admirable de nuestro tiempo porque entendía precisamente el significado de los manjares. Conocer la comida de un lugar es entender a su gente. Cuando Anthony Bourdain recorría las ciudades del mundo en busca de cocinas, restoranes y comederos se zambullía en la cultura, en la política, en la historia. Gozosa antropología: el cocinero se aventura en los sabores, participa en los ritos del fuego, advierte los ritmos y las secuencias de lo platos, se adentra en la vitalidad de las tradiciones, escucha la leyenda de las recetas. No es la curiosidad por lo extraño, no es el morbo por lo extravagante, no es la fascinación con lo exquisito lo que lo movía sino lo contrario: la certeza de un paladar que nos hermana. Necesitaremos traductor de palabras pero no hace falta diccionario para compartir los placeres de la boca. La comida es lo que somos: nuestra tribu, nuestra biografía, nuestra fe, nuestras ilusiones, nuestra abuela.
El lavaplatos se convirtió en cocinero, el cocinero se convirtió en escritor y el escritor se convirtió en personaje de televisión. Después del éxito de su primer libro hizo de su fantasía irrealizable una propuesta televisiva. Quería comer por el mundo y quiso que alguien financiara su sueño. Para su sorpresa, el boleto llegó con un contrato para su primer programa. Habría de brincar el resto de su vida de continente en continente retratando a esa curiosa especie que se deleita con el olor y el sabor de los alimentos. Descubrió muy pronto que la forma para acceder a la intimidad era preguntarles lo elemental: ¿qué comida te hace feliz?, ¿cómo es tu vida? ¿qué te gusta comer? ¿qué disfrutas cocinar? Cuando alguien te sirve una sopa te está contando su historia, te está hablando de su mamá, de su infancia, de sus amores.
Odió la fama y quizá la suya terminó perdiéndolo. Odiaba la pedantería gastronómica, el frívolo culto a las estrellas del espectáculo culinario. Su genio para la televisión nacía seguramente de su desprecio por la televisión. Hizo lo que le dio la gana. No buscó el plato perfecto, la cocción exacta, el aroma sublime. Era un aventurero, no un esteta. Su fascinación era la autenticidad, la plenitud que aparece alrededor de las viandas, las puertas que se abren con la excitación de las papilas. No hizo catálogo de restoranes exquisitos sino de loncherías, puestos de mercado, locales en la calle, fondas pequeñas que logran culto. Lo que tocan sus programas es, sencillamente, la experiencia de vivir. Al primer aroma se activa un mundo de recuerdos y de vivencias. Genial narrador y retratista. Admirable guía por lo desconocido, el más eficaz embajador de todas las cocinas del planeta. Honesto, un segundo después de una carcajada absoluta, daba pistas de su fractura. La maravilla de de su personaje televisivo no eran los platos deliciosos que provocan saliva de inmediato sino esa combinación de osadía y entusiasmo; de humildad y gratitud; de alegría e inteligencia, de apertura y fraternidad.
Como un duelo o, más bien, como una pelea de box presenta Ron Howard la larga entrevista que Richard Nixon concedió a David Frost un par de años después de renunciar a la presidencia de los Estados Unidos. Los boxeadores son un político de peso completo caído en desgracia y un peso pluma del entretenimiento periodístico. Una serie de lugares comunes recorre la película: el retador es ninguneado; el odiado tiene su encanto, todo se decide en el último round. Pero bajo la previsible narrativa, sobresale, sin embargo, un retrato asombroso y el atisbo de un enigma.
La cinta de Howard se basa en una obra de teatro de Peter Morgan, quien ya había explorado las conexiones entre la conciencia personal y la historia, entre lo casero y lo palaciego en aquella película sobre la reacción de la reina de Inglaterra a la muerte de la Princesa Diana. Astillas de humanidad que punzan monumentos de Estado. Como en aquella obra, “Frost y Nixon” ancla en un personaje admirablemente delineado que se traga escenario, drama y relato. Las dos cintas son poco más que cuadros de retratista. Como destella Helen Mirren en “La reina
,” en esta cinta brilla la actuación de Frank Langella. Langella no se parece a Nixon. No tiene la quijada, el bulto en la nariz, los cachetes colgantes. Sin ayuda del maquillaje, la actuación vence la fisonomía. El tono y la cadencia de la voz, el declive del cuello, la pesadez de cuerpo, el manejo de los silencios y los exabruptos, el gruñido en las palabras, la gravitación del rencor terminan persuadiendo que Nixon aparece en el cuerpo del actor.
El boceto de la película sugiere la simetría de un combate: el periodista y el político; un atrevido hombre del espectáculo frente al maniático gobernante defenestrado. La película, sin embargo, resulta convincente sólo en su lazo nixoniano. Frost, representado por Michael Sheen (quien hizo de un desabrido Tony Blair en “La reina”), aparece como un seductor que no seduce. Frost, el terco tirabuzón que en la legendaria entrevista logró destapar el corcho de la obcecación del político para vislumbrar la culpa del hombre, aparece aquí como un esparrin insustancial. Es la actuación de Langella la que sujeta la película mostrando una inteligencia derrotada por la patología y la conciencia que vence la contención. La cinta de Howard agiganta la entrevista como si fuera el gran evento del drama de Watergate, como si en la conversación se escenificara el juicio negado. No lo fue así. Lejos de ser el centro del escándalo, fue su epílogo. Pero justamente por ser colofón de un trauma histórico, logró enfocar al sujeto que protagonizó el drama. El político, despojado ya de su poder, aparece en instantes, como persona. Tras el acontecimiento histórico queda un hombre en ruinas y, al mismo tiempo, en pie.
Podría percibirse cierta condescendencia con el personaje central. Quizá no hay en la historia de la muchas representaciones cinematográficas de Nixon un retrato más benigno que éste al mostrarlo vulnerable, lúcido, antinixonianamente franco. Pero la película fotografía las telarañas del hombre político. Con todo y sus clichés, roza el misterio del personaje, la complejidad de un extraordinario animal político. Bestia de poder que es una mezcla de rudeza e inseguridad; enfático ante las cámaras, tímido y balbuceante en la pequeña conversación; portentoso estratega que fue incapaz del más tenue acercamiento personal. La entrevista dramatizada es un acercamiento a ese individuo destrozado que se aferra a sí mismo y que, sin embargo, no logra esconder el breve brote del arrepentimiento: defraudé a los Estados Unidos, defraudé a mis amigos, defraudé el régimen de gobierno de mi país. Eso será una carga que llevaré el resto de mi vida. Y la abierta confesión de su filosofía: lo que el presidente hace no puede ser ilegal.
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En youtube pueden encontrarse fragmentos de la conversación original (1, 2, 3, 4, 5, 6). La entrevista completa puede encontrarse aquí .