Una nueva retrospectiva de Hockney revela la enorme influencia de la palabra escrita en su obra. Blake Morrison examina el diálogo del pintor con Whitman, Cavafis, Flaubert, Proust, Wallace Stevenson, Blake y Durrell.
Una nueva retrospectiva de Hockney revela la enorme influencia de la palabra escrita en su obra. Blake Morrison examina el diálogo del pintor con Whitman, Cavafis, Flaubert, Proust, Wallace Stevenson, Blake y Durrell.
Desde 1985 los capitalinos tenemos un sismógrafo en el alma. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición no nos sirvió el 27 de febrero. A las 3:34 de la mañana una sacudida nos despertó en Santiago de Chile. Yo dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos. Durante dos minutos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso y una naranja rodó como animada por energía propia. Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.
Juan Villoro en Reforma.
Guillermo Noriega, columnista de el Imparcial de Hermosillo y director del Monitoreo Legislativo Sonorense me manda el anuncio de Florencio Díaz Salazar, precandidato panista al gobierno de Sonora.
El precandidato a la gubernatura por el PAN es Florencio Díaz Salazar, ex coordinador de la bancada panista en el Congreso local y ex alcalde San Luis Río Colorado, Sonora. Se disputa la candidatura con el Senador con licencia Guillermo Padrés Elías y la ex Directora del INEA, María Dolores del Río. “Te limitamos a ti, tu libertad de expresión para criticarnos a nosotros los políticos, y eso se debe corregir. Porque como dicen los anuncios de los diputados federales, México manda. O como dice un Presidente de la CANACO en un video que circula en internet, amigos políticos, abusados, los mexicanos nos están viendo”. Me parece cínica la posición “mea culpa” que se adopta ahora, no él específicamente, sino como clase política. Es el momento de los arrepentimientos, de pedir perdón por decisiones que en su momento defendieron atrincherados. Me parece cínica y triste la posición de un ex representante popular, que al momento de rendir cuentas y pedir el voto, termine aceptando que realmente representa a alguien más.
Sobre el resto, él se opuso tremendamente al ejercicio que tenemos en Sonora Ciudadana AC, que es el Monitoreo Legislativo Sonorense. Espero no ganarme una “pamba” colectiva por exportarlo al mundo. Tal vez sería buena idea dejar en claro algo así: “Guillermo Noriega insiste a los ojos no norteños, que esa para nada es la imagen que los sonorenses queremos mostrar al mundo, no es normal, ni cotidiano”
Yo diría que la canción final me parece buenísima. Aquí va:
Daniel Kurtz cree que la conferencia de prensa de Obama del día de hoy representa un giro importante en su presidencia: el entierro del idealista y la asunción plena de su personalidad como un político pragmático: no es que sea un cambio de personalidad sino la ruptura con la personalidad que había proyectado. Un cambio importante en su narrativa personal, dice Kurtz y, seguramente, un cambio en la narrativa de su presidencia. Aquí puede verse su argumento contra la pureza autogratificante y estéril:
Los carteles de las Olimpiadas de invierno a celebrarse en Sochi, Rusia, rinden homenaje a Malevich:
Entre las imágenes que slate recoge de imágenes enmarcadas, ésta que Rene Burri tomó en 1969 de las torres de Satélite.
El nuevo disco de Sufjan Stevens lleva como título el nombre de su madre y su padrastro: Carrie & Lowell. Ella, bipolar, esquizofrénica, adicta a las drogas y al alcohol, abandonó a sus hijos cuando el menor tenía un año. Él, su padrasto durante cinco años. Es ese matrimonio el que abrió, brevemente la relación de Sufjan con su madre. Tres veranos en los que, gracias al Lowell madre e hijos pudieron convivir. Después de la separación el contacto fue mínimo, hasta que aparecieron el cáncer y la muerte. Sufjan volvió a ver a su madre tumbada en una cama, atada a tubos y pinchada por agujas. El album es un canto fantasmal a esos recuerdos que enredan amor, dolor, tristeza. Emociones que no pueden ser más que confusión. Un lamento, una despedida, una reconciliación. No hay tambores, ni orquestas. Tras la aparente sencillez, voces espectrales. Apenas el sonido de cuerdas que salen de la garganta, una guitarra, un ukulele o un piano. Algunas pistas se grabaron en el iphone que atrapó su primera versión.
Es la agonía y la muerte de su madre la que da origen a este trabajo que Stevens describe como ajeno al arte. “Esto no es mi proyecto artístico. Es mi vida,” dijo en una entrevista reciente. Para un músico de profunda sensibilidad religiosa, la nostalgia se convierte en una peregrinación: un viaje por la aflicción hasta llegar a la luz. En sus canciones se juega con la autodestrucción, se evoca la ausencia, se coquetea con los excesos, se siente la pérdida, y se contempla el vacío. Musicalmente escueto, puede recordar a Brian Eno, a Bob Dylan, a Leonard Cohen. En una obra comisionada en el 2007 por la Brooklyn Academy of Music que retrata la ciudad pueden escucharse ecos de Steven Reich, de Philip Glass y tal vez de Gershwin.
En este disco, el más personal de todos los suyos, es mezcla de recuerdos y mitología que atraviesan el remordimiento por la carta nunca escrita, la desconexión de relaciones vacías, la seducción de la propia muerte.
Alma de mi silencio: puedo oírte
pero temo estar cerca de ti
y no sé por dónde comenzar…
Sufjan Stevens no sabe por dónde comenzar y por ahí comienza el disco. La travesía por el dolor resulta un murmullo de preguntas: ¿importa si sobrevivo?, ¿cómo sucedió todo esto?, ¿qué sentido tiene cantar si nadie te escucha?, ¿cómo viviré con tu fantasma?, ¿debo arrancarme los ojos? La música termina siendo el espacio del encuentro, la reconciliación, el perdón.
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué? Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía ‘Te quiero’ Pero aún no sabía cuánto lo quería. Ni me lo imaginaba.
Esa es la voz que introduce el libro de Svetlana Alexiévich sobre la tragedia de Chernóbil. Es una de las historias más desgarradoras que he leído. Eso: la trenza del amor y la muerte. El descubrimiento de la vida más amada mientras se disuelve en la muerte. El desesperado intento de sujetar un cuerpo que descompone y se deshace. Esa es la historia de Liudmila Ignatenko, viuda de un bombero que acudió a la planta del reactor nuclear minutos después de que estallara.
Alexiévich, como el bombero destruido por la radiación, acudió muy pronto al llamado de la tragedia. Coincidió con cientos de reporteros que, con urgencia, enviaban reportajes a sus periódicos y su televisoras. Trasmitían datos y declaraciones. Poco a poco, los periodistas fueron regresando a sus ciudades. Ella permaneció ahí. Durante diez años escuchó a los sobrevivientes para escribir una sobrecogedora historia de la catástrofe. Chernoóil es una terrible metáfora de nuestro tiempo como era del miedo. Una cruel venganza de la naturaleza que logra esconderse para matar a la criatura soberbia que somos. Atroz enemigo que se oculta. La radiación no se ve, no hace ruido, no huele. Ninguno de nuestros sentidos ayuda para cumplir el deber de la sobrevivencia. La corrupción, la arrogancia, el despotismo de un régimen que también se desmorona conspiran para arrasar la vida, para aniquilarla desde dentro.
Se celebra el Nobel a la periodista bielorrusa pero vale advertir que en su trabajo no está la marca de la prisa sino la de la paciencia. El lenguaje, ha dicho, es incapaz de nombrar al vuelo lo que está pasando. El oído requiere tiempo para comprender el enjambre de las conversaciones simultáneas. Comprender es escuchar. Callar. Abrirse a la palabra de los otros. La escritora bielorrusa ha descrito el género de su literatura como “novela de voces.” Retrato de las emociones del presente. Ningún escritor podría hospedar el mundo si no lo recibe en las alcobas de su oído: lo que se escucha en las conversaciones de la calle y el mercado dice más del presente que todos párragos de los periódicos y todas las páginas de los libros.
En una conferencia sobre la literatura y la catástrofe, Alexiévich recordaba que en los días posteriores a la explosión, las abejas desaparecieron de Chernóbil. Huyeron. Las lombrices se sumergieron a las profundidades de la tierra. Las criaturas más sencillas entendían que algo estaba muy mal. Los humanos siguieron con su vida, como si nada. Nosotros continuamos con nuestros hábitos: veíamos la television, escuchábamos a Gorbachov, veíamos el partido de futbol. Quienes trabajábamos en el mundo de la cultura tampoco sabíamos cómo decirle a la gente lo que estaba pasando. No teníamos palabras para la tragedia. Sus libros recuerdan que la tragedia no se nombra, se escucha.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
Como bien escribió Adriana Malvido hace un par de semanas, Miguel León Portilla se despidió de la vida con erotismo. La desembocadura de su obra fue la más vital: una exploración de los juegos del deseo en el mundo al que dedicó su vida. Apenas unas semanas antes de su muerte, vio la luz su Erótica náhuatl. Se trata de un libro, que lejos de pretender la enseñanza erudita y profesoral, busca el gozo del lector. Que el libro haya sido incubado en los talleres de Artes de México y de El Colegio Nacional es un indicio de la calidad de esta edición que ganó el premio García Cubas 2019 en la categoría de libro de arte. Los textos se presentan en náhuatl y en español con breves notas introductorias de León Portilla que entablan diálogo con los grabados de Joel Rendón.
Es prácticamente desconocida la dimensión erótica del imaginario mesoamericano. Llegamos a pensar que ese mundo estuvo negado a la exploración voluptuosa. Pero, como bien muestra León Portilla, hay en esa tradición buenas pruebas del ardor y la dulzura erótica, de las batallas y los recreos amorosos. Advierte el filósofo en la presentación del libro que acercar las dos palabras del título parecería, por ese prejuicio, una extravagancia. La imagen que nos domina de los antiguos mexicanos es la de un pueblo dotado para las artes de la guerra, el estudio de los astros o la maestría arquitectónica, pero no particularmente dispuesto a deleitarse en las sutilezas del deseo.
León Portilla logra registrar las múltiples dimensiones de esa erótica. Ardor genital y ternura; perdición y consuelo; subversión de las convenciones; delirio y gozo. Guerra, juego, enfermedad y ofrenda. Picor y caricia. Engaño y desnudez; posesión y mansedumbre.
Desde una voz femenina se escucha un canto que desafía y, al mismo tiempo seduce: si en verdad eres hombre, le dicen a Axayácatl las mujeres de Chalco: aquí tienes donde afanarte. ¿Acaso no seguirás con fuerza?
Hazlo en mi vasito caliente,
consigue luego que mucho de veras se encienda.
Ven a unirte, ven a unirte:
es mi alegría.
Dame ya al pequeñín, déjalo ya colocarse.
Habremos de reír, nos alegraremos,
habrá deleite,
yo tendré gloria.
Y en seguida… la prolongación de un deseo que no quiere consumarse
pero no, todavía no.
Las acciones de la carne no aparecen en estos poemas nahuas solamente como “siembra de gentes.” No es la fricción reproductiva lo que ahí se registra, sino el deleite que consuela de las amarguras de la vida. “Sabrosa es tu semilla. Tú mismo eres sabroso.” El placer dulcifica hasta transformar al guerrero en un niño. La vulva florida, la boca pequeña disuelve al gran señor en una estera de flores para convertirlo en niñito suyo. Entrégate al placer, le dice. Y sólo le pide una cosa para ofrecerse completa: “Revuélveme como masa de maíz.”
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