Sexto piso publica un libro con dibujos de Kafka. "Mis dibujos, dice él mismo de sus garabatos, no son imágenes sino una escritura privada." El país muestra una selección de esa escritura.
Sexto piso publica un libro con dibujos de Kafka. "Mis dibujos, dice él mismo de sus garabatos, no son imágenes sino una escritura privada." El país muestra una selección de esa escritura.
El director Stephen Finnigan y el productor producer Ben Bowie hablan de la serie documental que prepararon para la televisión inglesa y que se trasmite ahora:
Bill Bryson
, viajero incansable, se ha propuesto viajar por su casa y descubrir los misterios de lo doméstico. ¿Qué secreto encierran la cocina, los cubiertos, los muebles, los condimentos? En este artículo del Guardian que se publica como adelanto a un libro por publicar, Bryson registra, por ejemplo la historia emocional de la recámara: no hay sitio en la casa en donde pasemos más tiempo haciendo menos cosas, pero es el lugar en donde se viven las experiencias más profundas. ¿Cuál ha sido la historia de sus muebles, sus prácticas, sus prohibiciones?
Tarantino numera sus películas como si fueran sinfonías. Ahora proyecta su Novena. La penúltima, según ha anunciado. Érase una vez en Hollywood es, sin duda, su película más personal, la más íntima. El director la ha descrito como su Roma. Una cinta que, como la de Cuarón, recrea los objetos, los rincones y los sonidos más entrañables de su infancia. Una canción melancólica que queda detenida en la fecha que marcó su niñez. El título es homenaje a Erase una vez en el Oeste, la famosa película de Sergio Leone, clásico del Spaguetti Western. Pero es también un aviso de que la película es, en realidad un cuento de hadas. La derrota del monstruo y la resurrección de la inocencia. Un cuento de hadas, en el que el final feliz—libre de sujeciones a la historia—está, por supuesto, envuelto en sangre gritos y llamas.
Tres actuaciones extraordinarias sostienen una historia atiborrada de tarantinismos. Leonardo DiCaprio encarna la ansiedad de quien siente que la vida empieza a mirarle la espalda. Rick Dalton, el personaje de un actor decadente, le exige a DiCaprio representar la máxima torpeza y la genialidad. En ambos extremos, el actor que da vida al actor cumple admirablemente. Cliff Booth es el maniquí que salta a escena en los momentos de peligro, pero es también el camarada, la piedra de serenidad y de lealtad. La tercera actuación ha sido injustamente menospreciada. Sharon Tate, la actriz a la que conocemos por el marido famoso y, sobre todo, por su horrorosa muerte, es un personaje crucial de la película. Hay quien ha criticado el retrato de Tarantino en su primera película que hace sin Harvey Weinstein por tener pocas líneas en el guión. Señal inequívoca de misoginia, dicen. No lo veo así. Las presencia de Margot Robbie es crucial porque eleva la cinta. Etérea, alegre, hermosísima, la Shaton Tate de Tarantino es aire en una cinta hecha de polvo falso.
No soy admirador de Tarantino. Soy un devoto de tres películas suyas. True Romance (dirigida por Tony Scott), Reservoir Dogs y Pulp Fiction son para mí tres joyas insuperables. Sus parlamentos, sus personajes, sus escenas me visitan constantemente porque me acompañan siempre. Seguramente no soy, por eso, buen espectador de lo que ha hecho Tarantino a partir de Jackie Brown. Erase una vez en Hollywood, a pesar de la cátedra de sus actores no atina a crear personajes a la altura de los que pueblan el universo de sus cintas clásicas. No aparecen tampoco los vertiginosos duelos de palabras, ni los virajes dramáticos que desconciertan por la comicidad de su horror. Me temo que el genio se vació en esas tres películas perfectas y lo que queda desde entonces es el talento de quien conoce perfectamente su oficio y confía demasiado en sus propias fórmulas.
Este blog se ha beneficiado enormemente de los comentarios de El Lector. Las notas que he puesto sobre la crisis del Vaticano han encontrado en sus mensajes respuestas inteligentes que mucho aportan a la discusión. En su comentario más reciente, hace una reflexión que vale la pena destacar. Escribe:
Me preocupa notar que los anticlericales de hoy ya no son como los de antes. Voltaire y Melchor Ocampo fueron adversarios formidables para la Iglesia no sólo por su inteligencia, su pasión y la gracia de su pluma, sino también porque eran cristianos cultos, que sabían lo suyo de teología, derecho canónico e historia eclesiástica (además de muchas otras cosas). Yo no te pido que seas cristiano, jamás se lo exigiría a nadie, pero sí te pido que conozcas mejor al objeto de tu animadversión. Hay que luchar contra la dictadura del lugar común.
“Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena,” dijo Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Otra forma de decir lo mismo sería: si algo necesita explicación no tiene chiste. Esa es la naturaleza del aforismo: síntesis perfecta del ingenio. El aforismo se desprende, en la expresión, del razonamiento. No es que sea ocurrencia, por supuesto. El aforista esconde el razonamiento pero no prescinde de él. Ha meditado largamente en un asunto para llegar finalmente a una línea. Borra todo el trayecto de su pensamiento para quedarse solamente con lo indispensable. El aforismo es la razón pulida, la inteligencia cristalizada en miniatura. Lo mismo podría decirse de cierta tradición gráfica. Con notable economía de trazos, el dibujante puede revelarnos una cara profunda de nuestra naturaleza. Bajo la sonrisa que provoca, se asoma la comprensión de lo que somos. Lo pienso al disfrutar Cual para tal, el nuevo libro de Ros que ha publicado Almadía recientemente en una edición impecable.
Desde hace algún tiempo podemos ver los cartones de Ros en las página del diario El país. Su vecino, El Roto, es otro dibujante extraordinario. No podría haber, sin embargo, trazos y ánimos más distintos. Mientras las líneas de El Roto son gruesas y bruscas, las siluetas de Ros son limpias, elegantes. Mientras El Roto denuncia con un discurso intensamente político la perversidad de los poderosos, Ros escapa de la guerra para mostrar no al bueno frente al malo sino al hombre frente a sí mismo. Sus escenas son metáforas de lo cotidiano: el confinamiento de la isla desierta, la conversación de la pareja, el diván del psicoanálisis, el escritorio del jefe, las nubes del cielo, la cueva de los cavernícolas.
Los escenarios y los personajes nos tocan porque somos cada uno de ellos: somos el náufrago y la mascota, somos el mesero y el burócrata. En cada estampa registramos el absurdo que somos. Si estuviéramos en una isla desierta también perderíamos los lentes. Al mamut también lo regañaría el hombre de las cavernas, por pulgoso. Los cartones de Ros nos dibujan sonrisa. Lo hacen porque nos pintan generosamente en toda nuestra ridiculez. El seductor y el monarca, el ricachón, el caníbal y el turista son siempre tipos fachosos.
La caricatura puede ser un instrumento de crueldad. Encontrar en otro el defecto más llamativo y explotarlo al máximo. Un caricaturista puede destrozar al famoso, puede humillarlo con un par de trazos. La caricatura llega a ser una condena inapelable: ¿cómo responderle al monigote que tiene mi copete o mi nariz o mi calva? No extraña, pues que los fundamentalistas, aquellos que tienen prohibida la risa, hayan querido la muerte de los burlones. Los cartones de Ros pertenecen a otro universo. Son burlas sin asomo de crueldad porque su lápiz no señala al otro. Nos ofrece un espejo. No importa si somos habitantes de la selva o de la ciudad, si somos bufones o gerentes acaudalados. No importa si estamos vivos o flotamos en las nubes. Somos bichos ridículos. Ros nos invita a abrazar con ternura nuestro absurdo.
El Colegio Nacional celebró el viernes pasado los noventa años de Teodoro González de León. Reunió a colegas suyos, a admiradores de su obra que hablaron de su trabajo a lo largo de las décadas. En dos mesas se escucharon elogios al lenguaje de sus edificios, a las ideas detrás de sus plazas, a su noción de la ciudad, a su exploración de materiales y de formas. Al tomar la palabra al final del evento, el patriarca de nuestra arquitectura agradeció el pastel y compartió sus entusiasmos. No discurrió, como podría imaginarse en una ocasión como esa, sobre la filosofía de su arquitectura, sus grandes logros, sus piezas más entrañables. No desarrolló sus propuestas para la ciudad, no trató de hacer síntesis de su trayecto artístico. No dirigió un mensaje grandilocuente a los jóvenes arquitectos. Habló del gozo de su viaje más reciente. Compartió su la emoción de reencontrarse con su maestro y de redescubrir una ciudad que no había entendido del todo. Una bellísima ceremonia del entusiasmo.
Gracias a Miquel Adriá, quien prepara un documental sobre él, volvió hace unos días a París y a Marsella para reencontrarse con las obras en la que trabajó muy joven con Le Corbusier. González de León volvió al departamento de su maestro para reconocer el lugar donde colocaba los libros, revivir las tardes en las que comían en una mesa de mármol. Vio de nuevo la cama donde dormía Le Corbusier. Una cama, recuerda, incómodamente alta. Había que esforzarse para treparla. Era, sin embargo, la posición exacta asomarse por la ventana y ver el bosque al despertar.
Evocó entonces su viaje a San Petersburgo donde lo encontró su cumpleaños. Ahí pasó siete días esplendorosos que le permitieron reconsiderar sus primeras impresiones de la ciudad. Quienes lo oímos en el antiguo convento de la Esperanza tuvimos el privilegio de escuchar una cátedra viva sobre la historia de la ciudad y sus creadores, sobre sus edificios antiguos y construcciones recientes, sobre el hormiguero de su industria naval, sobre las líneas de su croquis. La soberbia complejidad de su manufactura urbana. Escuchamos, sobre todo, un conmovedor homenaje a Carlo Rossi, el arquitecto al que San Petersburgo debe sus espacios más admirables.
Teodoro González de León no solamente piensa formas; piensa en formas. La arquitectura no es su lenguaje, es su inteligencia. Sabiduría del trazo y los volúmenes. Al hablar esculpe con las manos las formas que recuerda o imagina. Extiende con los dedos una avenida, traza un pasillo con el índice, alarga con las mano el tallo de una torre, envuelve como a una pelota las plazas, acaricia las curvas, pellizca los detalles. El hombre del cumpleaños colocó en el centro de su festejo a su maestro Le Corbusier y a Rossi, urbanista de perfección neoclásica. Recién desempacado del viaje, González de León seguía deslumbrado por la capacidad del arquitecto ruso para integrar el río a la ciudad, su habilidad para reordenar lo existente, su visión para levantar edificios impecables. En ninguna parte del mundo un arquitecto ha dejado un legado tan importante en su ciudad como Rossi la dejó en San Petersburgo. No es el creador de la ciudad porque las ciudades no son nunca, no pueden ser, dictados de una sola voluntad. Lo ha dicho González de León: el azar es el gran constructor y destructor de las ciudades. Pero Rossi, advierte el creador de tantísimos faros en la ciudad de México, es es padre de los mejores espacios de San Petersburgo. Se hace ciudad, se salva ciudad a pedazos.
El hombre que festejaba sus noventa dijo entonces: aquí se me acabó. Eso es lo que quería decir. Mi nuevo viaje me cambió totalmente la visión que tenía de San Petersburgo. Ahora entiendo lo que antes no había registrado bien. “Vi unas cosas que había visto mal. Lo tengo que corregir.” El arquitecto celebra la vida festejando el hallazgo de su error. Y la tarea que tiene por delante…
Chucho:
Me gusta mucho tu blog, pero soy de la pelea pasada y no uso facebook, ni twitter, ni nada parecido. Cómo le hago para tener tu vieja dirección electrónica, si es que la conservas. Entre otras cosas, tengo que decirte que tu artículo de ayer me pareció de una abosulta validez. Un abrazo. Marco
http://www.cat-boots.org/
Sus dibujos son demasiado expresivos me encantan!
esto si es arte no hay vulta de hoja