Tom Scott propone unas etiquetas para ser colocadas como advertencia a los lectores de la prensa:
Tom Scott propone unas etiquetas para ser colocadas como advertencia a los lectores de la prensa:
A propósito de la publicación de su elogio del anarquismo, el New York Times publica un perfil del politólogo James C. Scott. La nota de Jennifer Schuessler revisa su trayectoria académica y su vida en una granja de 1826. Saber cómo trasquilar una oveja me ha hecho un mejor profesor, dice. La nota destaca su distanciamiento de la ciencia política. Cuando me dicen que soy, más bien un antropólogo, lo considero un elogio. «Un antropólogo trata de despojarse de todos los prejuicios que pueda y estar lo más abierto posible a donde el mundo te conduzca; un politólogo se acerca al mundo con un cuestionario.»
Alfonso Reyes
Yo tengo mis dudas. Lo digo con respeto y pido perdón. La tentación del Árbol, la viciosa ostentación de los Frutos, eran ya, en sí incentivo bastante para precipitar los destinos. ¿Pero la Serpiente? ¡No, la Serpiente no pudo aconsejar el amor, esta bendición de las bendiciones! El amor no puede ser condenado en el plan de la Creación. La Serpiente aconsejó el rencor; quiso dividir a Eva de Adán: le contó historias sobre su esposo. Algo les dijo para sembrar entre ellos la desconfianza y el desamor. Ése fue el pecado mortal; ésa, la pérdida del Paraíso. Es el caso de la primera intriga para entristecer a los que se aman. La Serpiente anuncia a Yago, no a Celestina, la calumniada.
Agosto de 1956, en el tomo XXII de las Obras completas.
(De su curso "Destino e individuo en la literatura europea", dictado en la Universidad de Michigan en 1941-1942) Visto aquí.
El 25 de mayo de 1975, Tom Wicker, columnista del New York Times publicó un artículo que tituló “La mentira y la imagen”. Era una reflexión sobre el bicentenario de los Estados Unidos a partir de una ponencia de Hannah Arendt en Boston. La ponencia a la que se refería Wicker sería publicada unas semanas después en The New York Review of Books. Sería una de las últimas publicaciones de Arendt quien moriría a fines de ese año. La ubico porque en estos días en que el Partido Demócrata escoge a su candidato a la presidencia, ha salido a la luz pública que Joe Biden, al leer el artículo de Wicker, envió una carta a la profesora de la New School for Social Research, pidiéndole el texto que leyó en Boston. He leído que su ponencia fue extraordinaria. Como miembro del comité de Relaciones Exteriores del Senado, le suplico me mande una copia.
Es entendible el interés del joven senador de Delaware. Wicker advertía que era imposible ser justo con el ensayo de Arendt. La profesora miraba las urgencias del día con la inteligencia de los siglos. El macartismo, la derrota en Vietnam, Nixon, las mentiras del poder vistas a la luz del humanismo civico. Arendt, a los ojos del columnista, urgía verdad. Cuando los hechos llegan a casa, lo menos que podemos hacer es recibirlos y darles la bienvenida. “La grandeza de esta república decía Arendt, fue reconocer lo mejor y lo peor en los seres humanos en aras de la libertad.”
No sé si Hannah Arendt haya respondido a la petición del político. Tampoco hay evidencia de que Biden haya leído la conferencia. Lo que resulta fascinante es la anticipación del texto que Biden quería leer. Arendt no celebraba el bicentenario como si pudiera ser una fiesta de congruencia nacional. Por el contrario, advertía una traición y un peligro. Lo que la teórica del totalitarismo había padecido en Alemania y que había estudiado en Rusia estaba más cerca de lo imaginado. La mentira en la que se basaba el despotismo se imponía, por otra vía, en Estados Unidos. Arendt se adentraba en la mentira imperante. Una república bicentenaria se entregaba a la imagen para desentenderse de la realidad. La más profunda observadora del totalitarismo encontraba afinidad entre el estalinismo y el presente. Estados Unidos no era la república inmune. Por el contrario, parece compartir destino trágico con las sociedades que han sido presa del despotismo totalitario. No se aterroriza en la mentira oficial, pero impone una farsa. Los intelectuales, lejos de buscar la verdad, se aferran a una teoría. No van en busca de los hechos porque se ha impuesto el desprecio por la realidad. El totalitarismo está mucho más cerca de lo que imaginamos. No es la tragedia distante sino la amenaza inminente.
En ese texto que sería después recogido en Responsabilidad y juicio, un libro que en español publicó Paidós, se atreve a la comparación. Estados Unidos no es la excepción. En la tierra de Jefferson bien puede imponerse el totalitarismo tras la máscara del mercado. No imaginaba campos de concentración. No eran necesarios. Como Tocqueville, sabía que el individualismo democrático era buen terreno para la anulación de la ciudadanía. El texto que interesaba a Biden habrá sido una de la últimas apariciones públicas de Arendt. Es una profecía brutal, no solamente porque anticipa el declive histórico de los Estados Unidos, sino también porque ubica la mentira como el núcleo de la nueva vida pública. Evadir la realidad, maquillar los hechos inconvenientes, fabricar fantasías convincentes se ha convertido en una forma de vida. Esa mentira que imaginábamos constitutiva del orden totalitario, se ha instaurado como principio rector de nuestra vida pública. La opinión pública, lejos de ser muralla de decencia, será cómplice de las atrocidades más abominables.
Tal vez lo que aquel Biden buscaba en la pieza de Hannah Arendt era un aviso de lo que vemos hoy: que no es necesario el terror para imponer la mentira como el principio de la vida pública, que no hacen falta campos de concentración para corroer el nervio cívico y que el encierro de las imágenes puede destrozar la vida pública. Ojalá Biden lea hoy la conferencia que buscó hace casi medio siglo.
En un poema publicado en La calle blanca, David Huerta describe una cosa intangible que se despliega con el furor de dragones suspendidos. El poeta descubre que un conglomerado de abstracciones y de ciencia infusa se vuelve esplendorosa en la maraña renacentista de Florencia. Y contempla con ojos insomnes esos esguinces tipográficos que se desdoblan en versos. Habla de sus lecturas para el verano.
libros, cuentos, poemas, lucientes teatros
del vicio impune, Larbaud dixit, pedazos encendidos de la vida vivida
aunque tantos digan lo contrario. Son el mundo conversado y silencioso,
los momentos agridulces de noches y tardes pobladas
por minuciosos cosmos de sonido y sentido
Al vicio impune de la lectura se dedica el nuevo libro de Huerta. Es un impecable librito publicado por Grano de sal, con un prólogo de Felipe Vázquez. El libro publicado para celebrar el Premio FIL del año pasado, recoge las notas que el poeta publicó en Hoja por Hoja entre 2005 y 2008. El título, Correo del otro mundo rinde homenaje a Diego Torres Villarroel, admirador de Francisco de Quevedo que fue, si creemos en su autorretrato, “sucesivamente criado de ermitaño, curandero-bailarín en Coimbra y soldado en Oporto.”
En las postales de Huerta llegan invitaciones para releer a García Márquez y detenerse en la abundancia de sus sustantivos; sugerencias para apreciar la autobiografía involuntaria que hay en las agendas de papel; elogios de esas maravillas que para nosotros los miopes son los anteojos. El libro brinca de la caligrafía que Peter Greenaway diseñó para el libro de Próspero a una cita cuya fuente ha quedado en el misterio: “la actividad poética es una negociación entre el diccionario y el sueño.” Paseos por la poesía, el cine, la política, la novela, la pintura y las nubes. Apuntes de un lector atento a la música de las letras que es, a un tiempo, libérrimo y riguroso: “sonido y sentido”.
De ese otro mundo llegan también recomendaciones por demás pertinentes para éste. Frente a quienes celebran la autenticidad de lo malhecho, frente a los que se fascinan con el arrebato irreflexivo pero apasionado, David Huerta propone a la asamblea: “rescatemos la inteligencia. Convirtámosla de nuevo en algo interesante. Hagámoslo sin la menor concesión al nihilismo sentimental y a sus destructivas operaciones cardiocéntricas. Tres o cuatro estamos hartos del “así lo sentí”, “me salió del alma” y otras zarandajas por el estilo.”
En ese rescate de la inteligencia está la apuesta del poeta. Al sumergirse en los libros, el vicioso da la espalda a los retablos. Por eso entiende la lectura como un acto de subversión: “Siempre he creído en el talante subversivo (antiestatal) de quienes leen libros; mejor dicho: en la índole marginal de esa actividad desinteresada.”
Tarantino numera sus películas como si fueran sinfonías. Ahora proyecta su Novena. La penúltima, según ha anunciado. Érase una vez en Hollywood es, sin duda, su película más personal, la más íntima. El director la ha descrito como su Roma. Una cinta que, como la de Cuarón, recrea los objetos, los rincones y los sonidos más entrañables de su infancia. Una canción melancólica que queda detenida en la fecha que marcó su niñez. El título es homenaje a Erase una vez en el Oeste, la famosa película de Sergio Leone, clásico del Spaguetti Western. Pero es también un aviso de que la película es, en realidad un cuento de hadas. La derrota del monstruo y la resurrección de la inocencia. Un cuento de hadas, en el que el final feliz—libre de sujeciones a la historia—está, por supuesto, envuelto en sangre gritos y llamas.
Tres actuaciones extraordinarias sostienen una historia atiborrada de tarantinismos. Leonardo DiCaprio encarna la ansiedad de quien siente que la vida empieza a mirarle la espalda. Rick Dalton, el personaje de un actor decadente, le exige a DiCaprio representar la máxima torpeza y la genialidad. En ambos extremos, el actor que da vida al actor cumple admirablemente. Cliff Booth es el maniquí que salta a escena en los momentos de peligro, pero es también el camarada, la piedra de serenidad y de lealtad. La tercera actuación ha sido injustamente menospreciada. Sharon Tate, la actriz a la que conocemos por el marido famoso y, sobre todo, por su horrorosa muerte, es un personaje crucial de la película. Hay quien ha criticado el retrato de Tarantino en su primera película que hace sin Harvey Weinstein por tener pocas líneas en el guión. Señal inequívoca de misoginia, dicen. No lo veo así. Las presencia de Margot Robbie es crucial porque eleva la cinta. Etérea, alegre, hermosísima, la Shaton Tate de Tarantino es aire en una cinta hecha de polvo falso.
No soy admirador de Tarantino. Soy un devoto de tres películas suyas. True Romance (dirigida por Tony Scott), Reservoir Dogs y Pulp Fiction son para mí tres joyas insuperables. Sus parlamentos, sus personajes, sus escenas me visitan constantemente porque me acompañan siempre. Seguramente no soy, por eso, buen espectador de lo que ha hecho Tarantino a partir de Jackie Brown. Erase una vez en Hollywood, a pesar de la cátedra de sus actores no atina a crear personajes a la altura de los que pueblan el universo de sus cintas clásicas. No aparecen tampoco los vertiginosos duelos de palabras, ni los virajes dramáticos que desconciertan por la comicidad de su horror. Me temo que el genio se vació en esas tres películas perfectas y lo que queda desde entonces es el talento de quien conoce perfectamente su oficio y confía demasiado en sus propias fórmulas.
Carlos Reygadas ha saltado al ruedo de la actuación acompañado de su familia. Su esposa y sus dos hijos pequeños actúan como su esposa y sus hijos en la cinta que él escribió y dirigió. El protagonista de “Nuestro tiempo” es un creador que deja la ciudad para irse al campo. Todas estas coincidencias han llevado a muchos a imaginar más conexiones entre la cinta y la vida de Reygadas. Los componentes autobiográficos de esta película que acaba de estrenarse en México, son lo de menos. Lo que importa, dice él, es la materia fílmica, no el parentesco de los actores.
Reygadas es nuestro cineasta más incómodo, ha dicho Fernanda Solórzano. El más arriesgado, el más polémico. Tiene razón. Hace unos años una película suya fue recibida entre abucheos y premios. Sus películas están escritas en un lenguaje que escapa de las convenciones narrativas. El director no siente el deber de justificar cada escena, de explicar cada evento, de redondear psicológicamente a sus personajes. El mundo de Reygadas es como el otro: enigmático y borroso. Hasta en lo más familiar hay misterio. Y lo íntimo será quizá lo más incomprensible. La tarea del cineasta parece ser no la explicación sino la contemplación; no el entendimiento sino el asombro. No el cuento: el lienzo. Ir al cine para ver a una vaca, para ver las olas del mar, una caricia, una mirada, el cielo, la rabia, una sonrisa, las nubes. No tengo intenciones específicas, le dijo a Ernesto Diezmartínez. “Me basta con compartir presentando. Como los árboles que se presentan nada más, sin decirte cuándo reír o tener miedo. Hago continentes y dejo espacio al espectador par depositar en ellos su propio contenido. Dejarlos vacíos, incluso, si prefieren.”
El matrimonio que se deshace en “Nuestro tiempo” es apenas el hilo perceptible de la cinta. Un hilo que muestra los juegos del poder que se cuelan en las relaciones amorosas, las trampas del hábito, el estrangulamiento con palabras, la imposibilidad de sujetar la primera llama. Pero debajo de la espiral de separación, se asoma todo. En los largos planos de Reygadas está la ambición de abrazar el horizonte. Toda la experiencia de estar vivo, de existir bajo la lluvia, entre perros y tazas de café. Las divagaciones son tan importantes como la línea central de la película. El amor de un padre y sus muchas vanidades. El abismo que separa al patrón del ranchero. La pulsión que anhela apropiarse de lo amado. Y el abrazo del mundo, de la naturaleza.
Como en todas sus cintas, el quinto largometraje de Reygadas se pasma ante el inmenso poder del escenario. Es dudoso que los protagonistas sean, en realidad, los humanos que se enamoran y se pelean. Diminutos parecen siempre estos muñecos, frente a la inmensidad de lo sobrehumano. El cineasta nos invita a ver de otro modo el planeta que habitamos. Seguir sin prisa el trote de los animales, el meneo de los árboles, el goteo de la lluvia, la corpulencia de los cerros. Las secuencias que los admiran no son bisagras entre escenas. No son pestañeos que permiten cambiar de tiempo. Reygadas ha dicho que, en su retrato de montes y animales, en el registro sonoro de truenos y ladridos no hay pretensión alegórica. Me parece imposible dejar de pensarlas como pistas o, tal vez, como un argumento involuntario. En esas escenas se capta, creo yo, el supremo imperio de las pasiones, el inescapable ciclo de la vida. ¨
Efectivamente. El oficio periodístico experimentó una transformación espectacular en las últimas dos décadas. Es increible, pero la introducción de nuevas tecnologías produjeron un nuevo sistema de dirección de información. La aparente disponibilidad de información sin barreras, se traduce a fin de cuentas, en una circulación bien orientada de mensajes. Con la diferencia: el lector pasivo no se limita al ciudadano común, sino a los «periodistas» y «reporteros» mismos. Que pena! No solamente se ha perdido la práctica del periodismo activo e investigativo, sino la fundamental habilidad de la investigación documental. Un nuevo analfabetismo!
OK de acuerdo, nada más que los ataques a Wikipedia no están justificados, Cualquier enciclopedia puede tener errores y se deberían contrastar varias, pero WIkupedia no es especial en este aspecto por ser gratuita. Su naturaleza colectiva quizás sea una mejor garantía contra los errores. En todo caso eso es una exageración. Lo demás está bién.