Visto aquí.
Steven Pinker y Leon Wieseltier vuelven a discutir sobre las fronteras entre las ciencias y las humanidades. Pinker insiste en denunciar la cerrazón de las humanidades a los aportes de la ciencia. ¿Se puede hacer teoría política hoy sin entender las bases genéticas de la cooperación y la agresión? Nuestro debate público requiere más aportes científicos y menos vacuidades ancladas en el analfabetismo estadístico, el desprecio por el dato y el aislamiento intelectual. Wieseltier, por su parte, precisa su defensa de las bardas. Es mucho lo que nos dice la ciencia pero muy poco lo que puede agregar para apreciar el significado del arte.
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Más del debate en el blog:
– La ciencia contra las humanidades.
– Dennet sobre el debate entre Pinker y Wieseltier.
Robert Hughes escribe un ensayo magnífico sobre Francis Bacon a raíz de una gran retrospectiva en Londres. Bacon, el ateo que busca eliminar todo rastro metafísico de las formas, el artista de la sensación que rompe la evasión narrativa. El momento y la sensación como lo único existente. El rebelde que vomita la autoridad y que retrata el grito silencioso del poder. Hughes recuerda al pintor diciendo: "algunas personas dicen que mis cuadros son horribles. ¡Horribles! Pero luego, lo único que hay que pensar es la carne de tu plato."
Youtube recupera un fascinante documental sobre su obra:
Bacon evoca a Esquilo. "El hedor de la sangre humana nos sonríe." Aquí las continuaciones: 2, 3, 4, 5 y 6
Recordaba George Steiner que, en la universidad en la que trabajaba se aparecía a veces el gran escultor Henry Moore. La plática, tarde o temprano, encallaba en la política y los comensales escuchaban al artista revelar su simpleza. ¡Cuánta inocencia, cuánta ingenuidad en ese desfile de lugares comunes! De que el escultor era un idiota en política, no lo quedaba la menor duda. Pero de repente Steiner se fijaba en sus manos y se daba cuenta de lo que podía hacer con ellas. Detenerse en sus ideas se volvía absurdo. Su genio estaba ahí, en sus manos. Viendo el contraste entre el discurso de Moore y el movimiento de sus manos advertía la inocencia que hay en los grandes creadores.
Creyó que esa inocencia le había sido negada. Que no tenía esa mano del artista y que tenía que conformarse con la celebración del arte de los otros. No soy un creador, confesaba Steiner, el crítico que acaba de morir, poco antes de cumplir los 90. Estaba convencido de que, a pesar de haber escrito poesía, de haber incursionado en la ficción, no era un creador. Era un crítico. Solamente un profesor. Y por ello se sentía a años luz del artista. “Si soy lo que soy, se debe a que no he sido un creador.” Ahí se escondía su tristeza, su profunda y sabia tristeza.
Por eso se describió como un cartero, alguien que trasmite los avisos de la inteligencia y la imaginación. Un hombre que no se deja intimidar por las inclemencias del tiempo y coloca todos los días las postales de Shakespeare, de Stravinsky, de Borges en el buzón correcto. Por supuesto, la correa de esos mensajes no es ciega. Para merecer trasmisión deben pasar por la severa aduana del crítico. Es ahí donde puede verse a Steiner como un subversivo. Un rebelde que se enfundó en la tradición para increpar al presente. Sí: ese hombre tachado por muchos como un elitista por la intransigencia de sus pasiones, ese profesor que insistía en el mérito de los grandes libros eternos, ubicaba en el recuerdo y la reelaboración de nuestros clásicos la mejor resistencia frente al “fascismo de la vulgaridad.”
Pero, ¿es cierto que no tenía las manos de Moore? ¿Aceptamos su juicio de que era solamente un profesor, un crítico, un comentarista desprovisto de genio creativo? No lo creo. Si alguien ha demostrado que la crítica es un arte es precisamente Steiner. Me refiero, sobre todo, al Steiner viejo, al hombre que en las últimas horas de su “largo sábado” pudo despojarse de la jerga académica que enturbió sus primeros libros para dedicarse a escribir su bellísimo testamento. Me refiero al escritor que se revela desde Errata, su luminoso ensayo de memorias. A partir de entonces los libros empezaron a volverse más breves, más airosos. No desaparece en ellos la erudición, pero se envuelve en vida. Se leen como una celebración, una despedida. Las ideas en sus últimos libros adquieren cuerpo de experiencia, las lecturas alientan los juegos más íntimos, la imaginación seduce a la filosofía. Su bellísimo libro sobre los libros que no se atrevió a escribir, por ejemplo, es un ensayo sobre el camino no recorrido, una pintura de la vida que se asomó y que el temor ahogó.
A pesar de todas las advertencias que dejó en su obra para señalar la distancia entre el creador y el intérprete, sabía también que hay críticos que rozan la creación: Proust en el Contra Sainte-Beuve, los ensayos de Eliot, la lectura que Mandelstam hace de Dante. En esa compañía, la del crítico que acaricia la creación habremos de ubicar a George Steiner.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.