La dirección de esta proyección en el museo Kunkstalle de Hamburgo es de Daniel Rossa.
La dirección de esta proyección en el museo Kunkstalle de Hamburgo es de Daniel Rossa.
Fotografía de Michael Falco en The New York Times
Paul Berman participa en un simposio organizado por The New Republic sobre las protestas en Nueva York. ¿Cómo deben interpretar los liberales el movimiento de Ocupar Wall Street? No se preocupen, dice Berman: esto es expresión típica de la cultura política norteamericana. La protesta es, ante todo, un festival. Se escuchan todas las voces pero sobre todo, se vive un carnaval. Es una protesta desarticulada que simplemente dice una verdad necesaria sobre la creciente desigualdad en Estados Unidos.
Desde 1985 los capitalinos tenemos un sismógrafo en el alma. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición no nos sirvió el 27 de febrero. A las 3:34 de la mañana una sacudida nos despertó en Santiago de Chile. Yo dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos. Durante dos minutos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso y una naranja rodó como animada por energía propia. Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.
Juan Villoro en Reforma.
Enrique Vila-Matas reflexiona sobre el sitio del pensamiento. Lugares que sirven para reflexionar, ámbitos que estimulan el surgimiento de la idea. Habla de la cabaña que Wittgenstein construyó para sí mismo hace un siglo.
En Skjolden logró aislarse y oír su propia voz y confirmó que se podía pensar mejor desde la cabaña que desde la cátedra. De hecho, empezó a dirigirse desde allí muy particularmente a quienes quisieran iniciarse en un nuevo modo de ver las cosas y no a la comunidad científica ni a la ciudadanía. (…) Exilado de la estupidez humana, al amparo del aire espontáneo de su refugio noruego, junto al fiordo Sogne, abrió con sus actitudes hacia la filosofía un camino: trató de comprender, no de juzgar; trató de convencer, no de demostrar. A lo largo de un año febril en el que no se cansó de alumbrar nuevos movimientos en su pensamiento ("¡entonces mi mente estaba en llamas!"), cambió la filosofía internacional, aunque el mundo hoy sigue igual, o peor: seguimos rodando en silencio y es imposible ver detrás del sol; pensar continúa siendo anómalo y sin duda faltan cabañas.
Fue el mismo filósofo quien dijo que “en la civilización de la gran ciudad el espíritu sólo puede retirarse a un rincón."
¿En qué andábamos pensando?, se pregunta Carlos Lozada desde el título de su libro más reciente. Se refiere a era Trump que parece que finalmente llega a su fin. ¿Cómo entender estos cuatro años? ¿Qué dice este tiempo de la democracia, de la sociedad, de las emociones públicas, de la ansiedad contemporánea? El crítico del Washington Post tomó la radiografía de una época que pretende encontrar su propio sentido. Más de 150 libros de todas las perspectivas y todos los enfoques. Los estantes de esta “historia de lo inmediato” incluyen crónicas de la pobreza rural, manifiestos de resistencia política, trabajos sobre género e identidad, advertencias de extremismo político, alabanzas del genio empeñado en recuperar la grandeza de los Estados Unidos, profecías sobre el destino democrático, crónicas sobre el manicomio que ha sido la Casa Blanca.
El arco temático e ideológico de este recorrido es extraordinario. Crónica, ensayo, piezas académicas, reportajes, meditaciones filosóficas. Los politólogos discuten sobre la agonía de la democracia liberal. Los críticos literarios se lamentan por el sitio de la verdad en el espacio público. Los filósofos se cuestionan sobre las tensiones entre ciudadanía e identidad. Los sociólogos y los antropólogos retratan el nuevo rostro de la miseria y de la exclusión. Los activistas usan la imprenta para organizar la resistencia. Los reporteros se infiltran en las reuniones del poder para retratar el caos.
Mi preocupación, dice Lozada “no es saber cómo llegamos aquí, sino cómo pensamos ahora.” El ejercicio es valiosísimo. Esa biblioteca urgente conforma un mosaico de perspectivas, enfoques, talantes que son brújula en el presente y serán testimonio de un tiempo para los historiadores del futuro. Para descubrir las pistas del presente, Lozada ha formado una lista de lecturas esenciales. Libros que arrojan luz a un tiempo ardiente y confuso. Quien quiera entender este tramo de la historia de los Estados Unidos y quiera asomarse a la sombra que de ahí se proyectó al mundo, se servirá enormemente de esta valiosísima guía bibliográfica.
Está, por supuesto, el libro Hillbily Elegy, el testimonio de JD Vance sobre el nuevo rostro de la pobreza en Estados Unidos. Está también el panfleto de Timothy Snyder sobre los peligros del populismo autoritario y la mirada de Masha Gessen sobre el peligro de un nuevo régimen totalitario. Un apartado importante es el que se le dedica a los delatores que salieron de la órbita trompeana para denunciar el delirio del comandante en jefe y los reportajes como los de Woodward que logran adentrarse en las reuniones de gabinete y explorar los caprichos presidenciales.
El mapa que dibuja Lozada permitirá identificar la intensidad de las polémicas contemporáneas, la seducción de un personaje a un tiempo abominable y representativo, las distintas fibras de la conversación y el malentendido de nuestros días. El catálogo de novedades de Lozada se convierte en algo más: termómetro de una cultura.
En un ensayo de 1969, W. H. Auden describe el poema como una sociedad verbal. Aquello que tiene solo un vínculo aritmético se transforma en una sociedad o, más bien, en una comunidad. A la poesía animaría una noción agustiniana del mundo: lo que el poeta intenta es transformar el agregado de elementos que conforman la experiencia en un organismo vivo, en una ciudad que aspira a la trascendencia. Ahí mismo, en ese ensayo sobre la libertad y la necesidad en la poesía, apunta que el interés del poeta es la persona en lo que tiene de irrepetible. El registro de lo único. Ese único que se mira en el espejo es un ecosistema, un planeta que alberga millones de huéspedes invisibles. Anfitrión de incontables virus, bacterias, hongos y demás bichos.
El artista aprendía de su padre, un médico que sabía que lo importante no era la enfermedad sino el enfermo. Un doctor, como cualquier persona que ha de tratar con seres humanos no puede ser un científico. Será un artesano si usa el bisturí, será un artista si prescribe la justa receta. Y advertía: los médicos que más insisten en recordarnos que son “científicos” son los que menos dispuestos están para considerar los nuevos descubrimientos de la ciencia.
Auden, el neoyorquino que empezaba su lectura del New York Times en la página de los obituarios, estaba suscrito a dos revistas únicamente. Eran Nature y Scientific American. En alguna edición de esta última, se maravilló al descubrir en un artículo de Mary J. Marples la convivencia de especies dentro de nuestro propio cuerpo. Escribió entonces, como respuesta, un poema. La piel humana era un bosque de larvas, plantas, hongos, bacterias. Les concede a todos ellos libre tránsito: instálense ustedes donde mejor se acomoden. Pueden bañarse en las lagunas de mis poros, pueden encontrar refugio en la selva de mi entrepierna, o asolearse en los desiertos de mi antebrazo. Porque no les desea tristeza alguna, los invita a formar colonias y ciudades, pero implora comprensión: compórtense. No me provoquen acné ni piel de atleta.
Ese complejísimo ecosistema de microscópica fauna y flora es abrazado por Auden. Se trata de un entorno rico y a la vez frágil. El simple hábito de vestirse y desvestirse acarreaba la devastación de millones de bacterias. El jabón era una inclemente bomba química. Lo aprendía de aquel artículo del Scientific American. Rascarse provocaba una hecatombe. Por eso se lamentaba que no era el paraíso de esos Adanes y esas Evas. Sé que mis juegos son catástrofes para ustedes. Un regaderazo inunda sus ciudades y extingue seguramente a millones de inocentes. Y se pregunta el poeta: ¿qué mitos explicarán en su mundo mis huracanes? ¿qué parábolas usarán sus predicadores para darle sentido a estos diluvios? Mi muerte, les advierte, anunciará también su juicio. La sábana de mi piel se enfriará y se volverá demasiado rancia para su paladar. Me volveré apetecible para predadores menos generosos.
El poema de Auden fue publicado la edición de mayo de 1969 en el Scientific American y convertida en, diciembre de ese año, en su postal de año nuevo.
Hace un par de semanas se estrenó una nueva producción de Oleanna en el teatro El granero de la Ciudad de México. La traducción es de Daniel Pastor; la dirige Enrique Singer y actúan Juan Manuel Bernal e Irene Azuela. La obra de David Mamet se presentó por primera vez en Boston, hace casi veinte años. Aparecía justo en el momento en que estallaba el primer gran escándalo de acoso sexual en la política de los Estados Unidos. En las audiencias del Senado para confirmar a un ministro de la Suprema Corte se escuchaban a una antigua colaboradora del candidato relatando con detalle las insinuaciones ofensivas de Clarence Thomas. La obra de Mamet aborda el tema del acoso sexual. Algunos vieron en ella un alegato antifeminista: una burla a las válidas denuncias de la cultura machista. El tema del acoso está presente en la obra pero su núcleo es otro: el poder.
He visto la obra en su versión cinematográfica y ahora en esta producción. En ambas ocasiones he pensado que el gran libreto de Mamet no ha encontrado la escenificación que merece. La obra sigue el empedrado diálogo entre un maestro arrogante y una estudiante retraída. La escenografía de la puesta en la producción mexicana es igualmente sencilla: una mesa y dos sillas. Las piezas del mobiliario giran entre actos. Los vuelcos dramáticos de la obra son subrayados así con el gesto casi imperceptible de la rotación. El movimiento permite a todos los espectadores del teatro ver de frente a los actores sucesivamente. Pero más allá de eso, sugiere la vuelta de un tornillo: el opresivo tornillo del poder. Oleanna evoca la perversidad del mando, la perversión de su lenguaje y la ignominia de su traslación. Tan abusivo el poder en su ejercicio, como en su escarmiento. Contrastan en la obra dos formas de sometimiento. La primera se envuelve en formas paternales pero es fatua, petulante y autoglorificadora. Tras la verborrea de un discurso alternativo, bajo la fraseología de la rebelión académica, mediocres ambiciones. La segunda se enfunda en la reivindicación del grupo pero no es más que el reflejo del resentimiento. Los antagonistas que se enfrentan durante la obra disfrutan de su mezquino imperio. El catedrático esculpiendo el monumento a sí mismo; la estudiante saboreando la represalia. Cada uno juega con el muñeco que fabrica en su imaginación. El profesor se solaza en la ignorancia de su alumna; ella se enorgullece al aniquilar al despotismo en efigie.
Sellada por la subordinación, la comunicación entre ellos es imposible. Ni siquiera el inocente intercambio sobre el clima cruza el abismo del poder. Cuando las palabras quedan imantadas por la enemistad, ni el trivial saludo alcanza la otra orilla. El buenos días puede ser escuchado, en efecto, como un insulto. ¿Buenos días? La densidad verbal de la obra de Mamet está estupendamente bien servida por la traducción de Daniel Pastor. Todo conspira contra la comunicación: la vanidad alimenta la inseguridad; la soberbia bloquea la comprensión; el resentimiento cierra los oídos y endurece los prejuicios. En un espacio diminuto dos personas son incapaces de estar juntos y escucharse. Uno atiende el teléfono; la otra se ha detenido en su pasado.
La escena de Oleanna se sacude en un par de ocasiones: la aparente tersura del primer acto estalla en el desenlace. Los papeles se invierten pero el artefacto del abuso queda intacto. En el pequeño universo del teatro se representa así la órbita maldita de la política. El movimiento rotatorio del poder—eso que, en homenaje al sendero de los planetas, llamamos revoluciones—no limpia nada.
Tarantino numera sus películas como si fueran sinfonías. Ahora proyecta su Novena. La penúltima, según ha anunciado. Érase una vez en Hollywood es, sin duda, su película más personal, la más íntima. El director la ha descrito como su Roma. Una cinta que, como la de Cuarón, recrea los objetos, los rincones y los sonidos más entrañables de su infancia. Una canción melancólica que queda detenida en la fecha que marcó su niñez. El título es homenaje a Erase una vez en el Oeste, la famosa película de Sergio Leone, clásico del Spaguetti Western. Pero es también un aviso de que la película es, en realidad un cuento de hadas. La derrota del monstruo y la resurrección de la inocencia. Un cuento de hadas, en el que el final feliz—libre de sujeciones a la historia—está, por supuesto, envuelto en sangre gritos y llamas.
Tres actuaciones extraordinarias sostienen una historia atiborrada de tarantinismos. Leonardo DiCaprio encarna la ansiedad de quien siente que la vida empieza a mirarle la espalda. Rick Dalton, el personaje de un actor decadente, le exige a DiCaprio representar la máxima torpeza y la genialidad. En ambos extremos, el actor que da vida al actor cumple admirablemente. Cliff Booth es el maniquí que salta a escena en los momentos de peligro, pero es también el camarada, la piedra de serenidad y de lealtad. La tercera actuación ha sido injustamente menospreciada. Sharon Tate, la actriz a la que conocemos por el marido famoso y, sobre todo, por su horrorosa muerte, es un personaje crucial de la película. Hay quien ha criticado el retrato de Tarantino en su primera película que hace sin Harvey Weinstein por tener pocas líneas en el guión. Señal inequívoca de misoginia, dicen. No lo veo así. Las presencia de Margot Robbie es crucial porque eleva la cinta. Etérea, alegre, hermosísima, la Shaton Tate de Tarantino es aire en una cinta hecha de polvo falso.
No soy admirador de Tarantino. Soy un devoto de tres películas suyas. True Romance (dirigida por Tony Scott), Reservoir Dogs y Pulp Fiction son para mí tres joyas insuperables. Sus parlamentos, sus personajes, sus escenas me visitan constantemente porque me acompañan siempre. Seguramente no soy, por eso, buen espectador de lo que ha hecho Tarantino a partir de Jackie Brown. Erase una vez en Hollywood, a pesar de la cátedra de sus actores no atina a crear personajes a la altura de los que pueblan el universo de sus cintas clásicas. No aparecen tampoco los vertiginosos duelos de palabras, ni los virajes dramáticos que desconciertan por la comicidad de su horror. Me temo que el genio se vació en esas tres películas perfectas y lo que queda desde entonces es el talento de quien conoce perfectamente su oficio y confía demasiado en sus propias fórmulas.
… y si fuera una pesadilla?