Aquí se puede ver el documental del crítico australiano Robert Hughes sobre el arte moderno: "El impacto de lo nuevo".
Los capítulos siguientes pueden pescarse apartir de éste.
Aquí se puede ver el documental del crítico australiano Robert Hughes sobre el arte moderno: "El impacto de lo nuevo".
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La prosa es la continuación de la poesía por otros medios. Lo decía Joseph Brodsky pensando en los ensayos de Marina Tsvietáieva pero no se quedaba en su ejemplo. La prosa es, históricamente, derivación del canto poético. En el principio fue la poesía. La maestra, la fuente de todas las literaturas. Habría que advertir que, en asuntos de arte, el disidente ruso no era un demócrata. Miraba los otros géneros por debajo del hombro. En el trono de las letras se sentaba, sin competencia alguna, el poeta. Debajo de él, los novelistas, los dramaturgos, los cuentistas. La poesía no es un entretenimiento, dijo alguna vez. No es siquiera un arte. “La poesía es nuestra finalidad como especie. Si lo que nos distingue del resto del reino animal es el habla, entonces la poesía como la forma superior del habla es nuestra diferencia genética”. No había forma de equiparar el genio de la poesía con los prosaicos oficios de la novela. Y, sin embargo, bien sabía Brodsky que cuando el poeta incursionaba en la prosa podía elevarla hasta sus alturas.
¿Qué le enseña la poesía al ensayo?, preguntaba Brodsky. El poeta tiene una báscula que nadie más tiene. Sólo él sabe que cada palabra tiene un peso único, que cada sílaba tiene una voz irrepetible. El poeta le ordena también al prosista omitir lo obvio y cuidarse de los peligros de la grandilocuencia. Lo invita siempre a rendir tributo a la música. El oído es el órgano de la escritura. Brodsky tenía claro que el trato no era recíproco. La prosa muy poco tiene que enseñarle a los poetas. Tal vez un buen novelista puede invitarnos a prestar atención al lenguaje común, a registrar las palabras de la calle. Pero en realidad la lección auténtica está en otro lado. Un poeta puede sacar más provecho escuchando un cuarteto de Haydn que leyendo Dostoievski.
El artículo completo en nexos de diciembre.
El insulto es un arte en decadencia. Jorge Ibargüengoitia recordaba a un director de escuela que gritaba furioso: «patán,» «vulgarón.» La sequía de nuestra creatividad se demuestra en las manidas ofensas sexuales o ideológicas. Nada más aburrido, decía Ibargüengoitia, que el espectáculo de dos mexicanos que se insultan:
– ¿Qué?
– ¿Pos qué, qué?
– Lo que quieras güey.
Ese parece ser el ping-pong de la deliberación nacional.
El Times de Londres recoge diez insultos memorables de la historia política inglesa. Ojalá los plagiarios mexicanos refresquen sus fuentes aquí. El genio político parece medirse por ese talento. Por eso es devastador el veredicto de Ben Macintyre sobre la era de Tony Blair: «en diez años, Tony Blair no ha proferido un solo insulto memorable.» De la selección, destaco el ataque de Lord St. John de Fawsley a Margaret Thatcher: «Cuando habla sin pensar, dice lo que piensa.»
Un insuperable catálogo de insultos puede encontrarse por aquí.
Las librerías enfrentan el desafío de los libros electrónicos y de la venta por internet. Para encararla, hay que rediseñar el espacio para proveer una experiencia preferible a la simple compra. La revista More Intelligent Life, del Economist) pidió a un grupo de arquitectos y diseñadores para que repensaran el espacio tradicional de las librerías.
Tomas Tranströmer
El café negro en la terraza
con sillas y mesas pequeñas como insectos.Son costosas gotas atrapadas,
llenas de la misma energía del Sí y del No.Son servidas en oscuras cafeterías
y miran al sol sin pestañar.A la luz del día, un punto de benigno negro
que fluye rápidamente en un pálido parroquiano.Parecen las gotas de negra profundidad
que a veces es captada por el alma,que dan un bengno empujón: ¡anda!
La inspiración de abrir los ojos.
En Deshielo a mediodía, Nórdica libros, 2011. Traducción de Roberto Mascaró.
Leonard Cohen empezó a escribir para comunicarse con quien se ha ido. A los 9 años murió su padre. El funeral fue en su casa. Era invierno. En la sala, frente a las escaleras estaba el ataúd abierto. Después del entierro, al regresar a la casa, abrió el amario de su padre, tomó una corbata de moño y escribió algo en una de sus alas. No recuerda bien qué decía la inscripción. Seguramente, una despedida. Solo recuerda claramente que enterró la corbata en el jardín. El instinto de la escritura era un ritual, un acto de fe: un mensaje que no sería nunca leído, una celebración de lo que ha dejado de ser. Lo relata admirablemente David Remnick en el perfil que el New Yorker publicó apenas unas semanas antes de la muerte de Cohen.
El dios del amor se dispone a partir, dice en alguna canción. ¿No será la poesía de Leonard Cohen una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última? Adiós al amor, a la juventud, a la decencia, a la vida. No es solamente la última etapa de Cohen la que contiene esa disposición testamentaria, desde las primeras canciones aparece el misterio, la reverencia del final “Hasta luego, Marianne. Es tiempo que empecemos a reírnos y a llorar de todo… otra vez.” Es la dulzura de las pérdidas, la sabiduría de la derrota. En “Going Home,” la pista que aparece en su disco Old Ideas del 2012, puede escuchársele dando voz a su musa o a su dios para explicar el propósito de sus canciones. Cohen se burla de sí mismo como el haragán encorbatado que busca un llanto que se eleve por encima del sufrimiento, el ignorante que anhela escribir un himno al perdón: un manual para vivir con la derrota.
En la conversación de Remnick con Cohen puede advertirse la fuente espiritual de ese instructivo. Abundan las referencias bíblicas en las canciones de este hombre que vivió durante años en un monasterio budista y que no dejó nunca de buscar un camino espiritual. Uno de los temas centrales del pensamiento cabalístico, dice, es la reparación de Dios. Dios se deshizo en la creación. El mundo es producto de un rompimiento, un estallido. La materia nació de aquella catástrofe; el universo son los mil pedazos que un día, antes del tiempo, eran Dios. La tarea específica de un judío, dice Cohen es reparar ese quebranto. Las plegarias son recordatorios de lo que alguna vez fue armonía. Habrá que tocar las campanas que aún pueden sonar, dice en su himno: “hay una grieta en todo. Así es como la luz entra.”
El cantor de las penumbras logró despedirse de la vida en su último disco, quizá el más profundo, el más oscuro, el más hermoso. Aquí estoy, Dios mío, canta con el coro de una sinagoga. Es una aceptación de lo inevitable y, al mismo tiempo, un terco gesto de rebeldía: si tuya es la gloria, mía ha de ser la deshonra. Si tú eres quien cura, he de estar roto. El disco lo grabó en su casa, con ayuda de su hijo Adam, sentado en la silla médica en la que pasó sus últimos días. Cohen se despide de la vida y, otra vez, del amor. Recuerda sus milagros y sus rutinas. Te he visto hacer del agua vino y del vino agua. El prodigio de consagrar lo profano y volver mundano lo sagrado. Sus últimas palabras, susurros de una mina de carbón sobre un cuarteto de cuerdas, son el deseo del encuentro que no fue.
No hay película de Woody Allen que me decepcione. Algunas me maravillan, otras simplemente me divierten. Por supuesto que su producción es dispareja. Ha filmado películas regulares, películas buenas y películas geniales. No podría ser de otra manera, si durante cuatro décadas ha escrito y dirigido una cinta por año. Pero aún la menos lograda, la más floja de ellas es disfrutable, agradecible. Desde el momento en que se apaga la luz se anuncia el mundo de Allen: el jazz más clásico y los créditos en blanca letra Windsor alargada sobre un fondo negro. Escuchar esa música, reconocer esa tipografía es sonreír al entrar a la casa de un viejo amigo en donde uno reconoce personas, muebles, adornos entrañables. Que los chistes del amigo sean los de siempre, que sus anécdotas, que sus quejas sean las habituales no es fastidioso sino encantador. Ningún director de cine ha logrado generar esa sensación de familiaridad como lo ha hecho Woody Allen.
Blue Jasmine es la mejor película de Allen en muchos años. En esta cinta, el director regresa a Nueva York, su barrio, pero descubre la desigualdad. El psicoanalista se vuelve sociólogo. La película no es otro autorretrato de una élite en el aire sino el cuadro de una élite enfrentada a la penuria que ella misma ha provocado. No puede dejar de verse esta película como la más política de su filmografía: una denuncia de los Madoffs y del país con desigualdad tercermundista. Cuenta la historia de una mujer que se desploma, que se desintegra. No es solamente el cuento de su caída sino más bien, el retrato de su vacío. Vivió a todo lujo en Nueva York de la fortuna de un estafador, empeñada en no ver lo evidente: sus mentiras, sus crímenes, sus engaños. Se vio obligada a refugiarse en San Francisco, con su hermana a la que esnobea constantemente. Jasmine es falsa desde su nombre. La bautizaron Jeanette pero le pareció vulgar y cambió nombre, como si comprara el vestido de un nuevo diseñador.
Con maestría, Allen teje la historia columpiándose entre tiempos y lugares: de Nueva York a San Francisco, de la engañosa prosperidad a la desdicha disfrazada. La actuación de Cate Blanchet como Jasmine es extraordinaria. La actriz logra encarnar a una escultura de elegancia que, en el fondo, es una mujer de arena. Una mujer tan partida en la cúspide como en el abismo. Maniática e insufrible, Jasmine no es nunca ridícula. La actuación de Blanchet le imprime una complejidad al personaje que lo hace cercanísimo. Hay quien ha visto crueldad en este retrato del desmoronamiento. En su comentario para el New York Review of Books, Francine Prose describió la película como una experiencia insoportable: asistir, entre risas del público, al ahogamiento de una mujer. Una cinta snuff en donde una mujer es golpeada, torturada y humillada. No la veo así. No me parece que la película de Woody Allen sea abusiva sino, por el contrario, me parece una cinta particularmente sensible. Jasmine, como otros personajes del director, es un ser humano que encuentra intolerable el mundo, que no logra insertarse en él y que ha tenido que refugiarse en la irrealidad. El naufragio de Jasmine, más que acercamiento a sus delirios, su adicción al vodka y al Xanax, su mitomanía autodestructiva es una constatación de la soledad más profunda. Le habla al aire, no toca el piso, no toca a nadie.
Todo es brisa. No viento: brisa, soplo casi imperceptible, caricia de aire. Hay brisa en su mar y en su arena, en sus floreros, en el pelo de sus mujeres y hasta en los muros que aparecen de pronto. Soplan los colores en los cuadros de Joy Laville. Rosas, lilas, mentas, azules, lilas. Los colores contenidos dialogan con la vastedad. Juego de contemplaciones: el mar observa atentamente a la palmera, la colina se arrulla con la costa, la arena y el paseante se admiran en silencio.
Revelación de lo elemental: una mujer en la playa, las flores en su vaso, un avión suspendido en el aire. No hay ciudades ni ruido; no hay artefacto más complejo que un sillón, no hay ingeniería superior a la de un florero. Sobran los zapatos y las telas. Los paisajes de Joy Laville son declaraciones de la simpleza más entrañable: cada quien ante el mundo. No hay misterio en el mar, en la silueta de las colinas, en la copa despeinada de las palmeras. Solo hay belleza. No son paisajes de un intrincado misterio porque la artista no pinta un enigma que el espectador ha de esforzarse en resolver. Sus telas no inquieren, alegran. En el precioso apunte que Jorge Ibargüengoitia hizo de su mujer habla de la ligera melancolía de sus cuadros. Algo hay, desde luego, de ese anhelo por recuperar lo que desvaneció en el tiempo, algo hay de esa dulce añoranza que compone una mitología sosegada. En cada cuadro amanece el mundo. Mañanas limpias, oceanos niños. Todos son la inocencia antes del tiempo. Su pintura, decía Ibargüengoitia capta “el mundo interior de una artista que está en buenas relaciones con la naturaleza.” La de sus cuadros es una naturaleza sin trueno, sin espina y sin colmillo. La placidez.
Sencilla, generosa, elemental, la naturaleza en sus cuadros no es exuberante, no amenaza. Nadie tiene frío, el sol no pica, el viento no tumba a nadie. Este no es un mundo que deba de ser domesticado pero tampoco, a decir verdad, un mundo para la veneración. Joy Laville nos invita a mirar a un hombre que mira el mar y a un avión a lo lejos. Mirar a alguien que mira. A eso nos invita: a mirar la mirada. A disolvernos en la mirada del arte. El hombre se inserta en el mundo solo con su cuerpo. Es tan majestuoso como un árbol, tan sereno como una piedra, tan sinuoso como una montaña. En un cuadro de 2001 titulado “Cinco personajes caminando en playa de árboles muertos” puede verse eso: los caminantes en la arena, apenas distinguibles de los troncos secos. El oleaje, las dunas de arena, el cielo y las nubes son la casa por la que pasean esos cinco personajes. El horizonte marca el territorio de lo íntimo. Por efecto de la escala y de la desnudez de los cuerpos se proyecta el mundo como una habitación de libertad. Por la gama de sus colores, la naturaleza es un abrazo. Todas las olas de ese mar tranquilo, toda la espuma que se despierta, la sábana extendida de la playa son el paraíso, el hogar imperturbable.
Todas las mujeres de Joy Laville parecen la misma. ¿Es ella? Es ella y todas las mujeres del mundo. No hay, en realidad, facciones claras o señas únicas en sus figuras porque no hay ahí asomo de retrato. Será que el retratista excluye a la humanidad para pintar solamente a un individuo. Lo que le importa a Laville es otra cosa: la silueta común que nos hermana. En esas ventanas de armonía que pintó cada mañana de su vida adulta, todos somos esa mujer, esa palmera, ese avión y ese mar. Seres contemplativos bebiendo apaciblemente la luz del mundo.
En el número más reciente de Letraslibres, esta nota sobre Ayaan Hirsi Ali.