La historia por acá…
El suplemento de libros del New York Times invitó a un grupo de escritores para que recomendaran lecturas a los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. El listado es interesante.
La novelista Lorrie Moore sugiere Retrato de una dama, de Henry James a Obama y Macbeth a Hillary. Steven Pinker le sugiere un mapa de los odios en el mundo
a McCain, la carta a una nación cristiana de Sam Harris a Obama y a Clinton un libro que suena interesante: Hubo errores (pero no son mi culpa)
, una reflexión desde la psicología para descifrar por qué justificamos tonterías. Garry Wills, asumiendo que ninguno leería un libro completo, sugiere tres ensayos de Samuel Johnson
: "sobre la rabia de los viejos", "Sobre las ilusiones de la esperanza joven", "Sobre la demonización de los oponentes"–es claro a quién va dirigido cada uno.
Gore Vidal recomienda que no lean el New York Times y que empiecen a leer el Financial Times.
El pasado 20 de abril Christopher Hitchens habría cumplido 63. Para recordarlo, Vanity Fair organizó una ceremonia con sus amigos y admiradores. Hablaron Stephen Fry, Martin Amis, Salman Rushdie, Ian McEwan, Tom Stoppard, Christopher Buckley, Olivia Wilde, Sean Penn, Padma Lakshmi, Carl Bernstein, Tina Brown, Jason Sudeikis, David Remnick y su hermano Peter.
Segunda parte, tercera y cuarta.
En el programa de Charlie Rose, hablaron de él Salman Rushdie, Ian McEwan, Martin Amis y James Fenton.
Adela Cortina captura una frase que aparece constantemente en la escuela: "Me lo sé, pero no lo sé decir." La explicación agrava la falta. Está mal olvidar la lección pero es mucho peor no saber hablar o escribir. Si en los regímenes autocráticos se cancela la libertad de decir, en los democráticos se aplasta con el discurso de lo políticamente correcto y la incapacidad de expresarse. "Es malo para una sociedad quemar libros, pero no es mucho mejor no leer los que están en la calle ni es mucho mejor destrozar el lenguaje."
Alfred Brendel ha dejado los escenarios para dedicarse a la literatura. A Brendel se le conoce como pianista, como uno de los grandes inteérpretes contemporáneos de Mozart y Schubert. Es también un espléndido ensayista y poeta. A los 67 años, al debutar como poeta, Harold Pinter dijo: "los mismos dedos creando un nuevo sonido." Aquí traduzco un poemita suyo:
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitosy qué hay del huevo
quién es el huevo
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.¡Carajo! Somos todo.
La crisis como una infección periodística. La intervención "El viento nos trajo la crisis" de luzinterruptus se presentó en la Bolsa de Madrid en la madrugada del 28 de abril.
Somos lo que la educación hace de nosotros. Lo dijo Immanuel Kant en un ensayo sobre la pedagogía que publicó en 1803. “El hombre sólo puede ser hombre por la educación. No es nada más que lo que la educación hace de él.” La idea la rescata Emilio Lledó en su libro más reciente. Sobre la educación. La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía (Taurus, 2018) es una especie de autobiografía en clave pedagógica. Más que como filósofo, el sevillano se ha descrito como un profesor de filosofía. Profesor no por trasmitir conocimiento sino por guiar en la curiosidad, por alentar la imaginación, por cultivar en otros las posibilidades que se extinguen si no se inquietan. “Un maestro no es aquel que explica, con mayor o menor claridad, conceptos estereotipados que siempre se podrán conocer mejor en un buen manual, sino aquel que trasmite en la disciplina que profesa algo de sí mismo, de su personalidad intelectual, de su concepción del mundo y de la ciencia, escribe Lledó en este libro. Ser maestro quiere decir abrir caminos, señalar rutas que el estudiante ha de caminar ya solo con su trabajo personal, animar proyectos, evitar pasos inútiles y, sobre todo, contagiar entusiasmo intelectual.”
Educar es provocar inteligencia. Por ello es necesariamente trasmisión de inconformismo. La rebelión empieza con las palabras: “Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno.” De ahí viene la necesidad de la literatura como incubadora de indocilidad. La vida es sucesión de hábitos, rutinas, sumisiones. Aceptamos las palabras heredadas, preservamos los ritos, seguimos al rebaño. En cada adhesión hay un sacrificio, un abandono de uno mismo: “conformarse es perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse en la ajena.” La educación se convierte así, en una forma de resistencia contra las máquinas de alienación que pretenden aniquilar el vigor del pensamiento individual, la chispa misma de la libertad.
Lledó encuentra en los libros el “más asombroso principio de libertad y fraternidad.” Quien toma un libro escapa de inmediato de su tiempo y su sitio. Lee un párrafo y piensa otra cosa, vive otra vida, ve otro paisaje. Y en el diálogo con la letra impresa, el lector se descubre a sí mismo. Reconoce su emoción, da nombre a sus pasiones, aclara sus ideas. Sin lectura no podría verse. La perpetua distracción de nuestro tiempo, los juguetes que nos esclavizan, las ambiciones que nos han sido implantadas oscurecen nuestra conciencia. Todo conspira para alimentar el miedo, la rivalidad, el prejuicio, la obsesión. La lectura es luz que permite ver lo que somos, lo que podríamos ser.
Enemigo de lo que llama educación “asignaturesca”, esa que está obsesionada con la memorización de las lecciones y el examen, Lledó entiende que la educación es entrenar para la creatividad. ¿No decía Alfonso Reyes que educar era preparar improvisadores? Por eso Lledó defiende también ese saber inútil de la filosofía. Más que las respuestas, nos suministra interrogantes. Preguntas preferibles a la más enfática de las respuestas. Es precisamente lo insatisfactorio de las respuestas filosóficas lo que hace indispensable a la filosofía. Esas preguntas sin respuesta enriquecen nuestra imaginación, burlándose de la estúpida satisfacción de los dogmáticos. ¨
En 1945, mientras Isaiah Berlin trabajaba como agregado en la embajada británica en Washington, fue invitado por el embajador norteamericano en México para pasar unos días en el país. Berlin estaba enfermo y aceptó la invitación porque creía que le caería bien el clima templado. El historiador estuvo un par de días en la ciudad de México y un poco más de una semana en Cuernavaca. El recuerdo de esa breve estancia lo acompañaría de por vida. No eran ciertamente memorias dulces que evocara con nostalgia, eran recuerdos perseverantes de un horror.
No se conservan cartas escritas en México pero sí un par de mensajes en los que recuerda sus desventurada visita. México horrorizó al liberal. En el segundo tomo de sus cartas se publicó una carta dirigida a la esposa del embajador Morrow en la que le agradecía aquella invitación. Tras las fórmulas de la gratitud, Berlin le confiaba su incomodidad. México le parecía un país cruel y sangriento al que nunca querría regresar. Le impactó el arte mexicano pero sólo por el barbarismo de su imaginación. Diego Rivera, el muralista, le habrá parecido un romántico de la atrocidad. Me aterró la mirada de los mexicanos, confesaba. Jamás me podría sentir tranquilo con ellos.
Recientemente se ha publicado el tercer tomo de las cartas de Berlin. Como los volúmenes anteriores, se trata de una edición impecable de Henry Hardy, el hombre que se ha dedicado a rescatar de baules y cajones la obra de este escritor reticente. Este volumen, significativamente titulado Construyendo, cubre las cartas escritas entre 1960 y 1975: de la presidencia de Kennedy al ascenso de Margaret Thatcher. Un periodo particularmente fértil en el trabajo de Berlin. Conferencias por todo el mundo; ensayos sobre Herzen, Vico y Maquiavelo, programas en la BBC, participación en el comité directivo de la ópera de Covent Garden. En este segundo volumen se incluye una segunda carta sobre México, dirigida en esta ocasión a una de sus mejores amigas, la socióloga Jean Floud.
Al enterarse que Floud daría unas conferencias en El Colegio de México en verano de 1968, le advirtió que encontraría un país pavoroso. Berlin se compadece de su amiga y no le esconde su impresión de ese país salvaje. “México. Estuve muy aterrado,” le escribe Berlin, subrayando el adverbio. México le resultaba incomprensible, no solamente por su violencia sino, sobre todo por esa la celebración de la violencia que aparece en todos los rincones. Veinte años después de haber vivido unos días en Cuernavaca, el recuerdo de la barbarie mexicana seguía fresco. Llegaron a su mente las imágenes de la violencia enaltecida por el arte. “Esos murales empapados en sangre—sangre en todos lados,” le cuenta a Floud. Berlin entiende la lección de Rivera: la historia de este país es una sucesión de sacrificios y masacres. Los personajes pueden cambiar pero el libreto mexicano es la tediosa repetición de la muerte. Aztecas o conquistadores, indígenas o españoles, liberales o revolucionarios: degolladores y degollados.
Este no era sitio para Berlin. El campo mexicano le era del todo extraño: remoto, extranjero: “D. H Lawrencesco.” Sí, reconoce Berlin, el tequila está bien, pero el sólo recuerdo de un hombre escupiendo fuego en la calle le horripilaba. Al recordar México, Berlin volvió a ver el rostro de indígenas impávidos, inertes mirando el cielo sin parpadear. Hombres petrificados. Demasiado tiesos, dice. Inhumanos. México, concluye Berlin, no es país para liberales de concha suave—como yo.
Un enorme reto tenía Jaime Kuri para hacer una película sobre el trabajo de Brian Nissen. Brian tiene el morboso placer ver de películas sobre artistas y reírse de ellas. El género es una competencia de tonterías, de absurdos lugares comunes sobre el genio y la turbulenta vida de los artistas. Alguna funciona pero, en general, las películas sobre pintores son un desastre. Todas tienen su momento de climax: el instante en que la inspiración posee al pintor. El momento Eureka, le llama Nissen. La escena perfecta es la que recoge de la película de Pollock. En un momento sublime, la brocha del pintor gotea. El accidente le provoca una revelación. Transportado al territorio de la Creación, chorrea pintura sobre la tela. Su esposa entra al estudio. Impactada por el acontecimiento, le dice: ¡Lo hiciste, Jackson! ¡Has cambiado la historia del arte!
No hay ese instante Eureka en el documental de Kuri titulado “Evidencia de un acto poético”. Lo que el documental muestra es el trabajo y las ideas de Brian Nissen. Un recorrido que sigue el trazo de sus pinceles, la orografía de sus islas, las alas de sus bichos, los universos de sus mapas. Un sobrevuelo por sus ideas, sus retos, su imaginación. Dice William Hazlitt que “hay un placer en pintar que nadie más que un pintor puede conocer.” Hazlitt, el autor de ese ensayito genial sobre el placer de odiar, escribió un ensayo paralelo sobre el placer de pintar. Cuando te entregas a la tarea del pincel eres feliz, dice. Ahí no hay intriga, ni hipocresía: el pintor se somete gustoso al poder de la naturaleza con la sencillez de un niño y con la devoción de un entusiasta. La mente en calma y, al mismo tiempo, plena. Empleo simultáneo de ojos y manos. La belleza del documental está ahí: en la elocuencia con la que trasmite el placer de pintar, el placer de esculpir, el placer de crear.
El placer de pintar es múltiple. Penetra por todos lados, activa sensores en los dedos, en la piel, en la imaginación y en la cabeza. Está en las manos en contacto con el papel, la arcilla, la pintura, la cera, el bronce, la piedra, los lápices; en el adiestramiento de los pinceles. Todo arte implica una travesura erótica: imaginar y sentir. Un tacto inmediato, espontáneo, sensual. Sensaciones e imaginación. El placer del arte de Brian Nissen está también en su inteligencia, en su curiosidad de arqueólogo, de entomólogo, de jardinero y cartógrafo. El impulso estético es también un impulso por conocer. Conocer y trasmutar la morfología de los bichos, la orografía de la historia, las escamas de la naturaleza, los juegos del cuerpo. El guión del documental es exacto porque proviene de la precisión ensayística de Brian Nissen. El pintor no solamente pinta, se pregunta todo el tiempo por la naturaleza del acto creativo. En su libro Expuesto, editado en 2008 por El equilibrista, se constata la soltura literaria y la densidad intelectual de su trabajo.
Guillermo Sheridan detectaba una marca en los personajes de Brian Nissen: todos sonríen. Se entiende el gesto en las criaturas de su fantástico voluptuario, pero el gozo y el humor se asoman por todas partes. Quien lee sus códices no puede esconder la sonrisa, ese signo de la inteligencia que nos libera de la esclavitud de lo demostrable. Hay una atmósfera de bienestar en sus mariposas, en sus océanos, en sus islas. Juego y ceremonia, travesura y rito, el arte de Brian Nissen celebra la sabiduría de los gozos. La suya, una obra que piensa, que juega, que entiende y que sonríe siempre.
“El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre ‘antiguo’, al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres.”
De esta manera Svetlana Alexsiévich presenta su réquiem del imperio soviético. El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015) es una memoria polifónica que puede leerse como la mejor medicina contra el populismo. El pueblo no habla con una voz ni mira en una dirección; no hay un enemigo ni una perversa conspiración. Muchos acentos, emociones, recuerdos. Imposible comprimir la experiencia en un veredicto, absurdo imaginar una vivencia única y coherente. La historia del experimento que comenzó hace un siglo es un mosaico que capta la contradicción irresoluble.
En su último trabajo, François Furet hablaba con razón del “embrujo universal de octubre.” El gran historiador de la Revolución Francesa se acercaba en El pasado de una ilusión (Fondo de cultura Económica, 1995), al terremoto ruso para desmenuzar los paralelos. En 1917 hay una ambición universal que se asemeja a la de 1789: ser anticipo de lo inevitable; el faro de la humanidad. Quizá en ese embrujo cuente la trenza de su contradicción. Por una parte, se levanta como acatamiento de un dictado histórico; por otra, como emancipación de esa orden.
Comprender la historia como dictado termina todo recato: no es el deseo del hombre sino el imperio de una mecánica imbatible lo que gobierna el mundo. La violencia se despoja así de significado moral. La dictadura es la inocente correa del tiempo, un deber, no un capricho. Una pedagogía, no una emergencia.
La Revolución será justificada como una consecuencia de la historia científicamente descifrada pero, al mismo tiempo, es una liberación de su imperio. ¿Por qué es tan fascinante la revolución rusa?, pregunta Furet. Porque “es la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del individuo democrático. En esta reapropiación de sí mismo, tras tantos siglos de dependencia, los héroes habían sido los franceses de finales del siglo xviii; los bolcheviques entran al relevo.” La revolución se ofrece como consecuencia de una ley histórica. Y, sin embargo, la irrupción rusa es la más ostentosa negación de ese libreto. La Revolución Rusa: puesta en escena de un libreto y el escarnio de ese guión. Invocar la historia, burlándose de ella.
He visto que en tu blog has recogido varias cosas de Hockney. Recordarás, Jesús, sus trabajos en fax.
google no me ayuda a encontrar imágenes de sus trabajos en fax pero seguramente tú (o los que ven tu blog) podran ubicar.
Saludos desde Tampico
Desde que tengo iphone tengo tiempo de visitar blogs… Como ahora! (que superfluo, debería hacer arte)