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El New York Review of Books publica un ensayo breve de Leszek Kolakowski. ¿Será feliz Dios?, se pregunta ahí el polaco. Lo más probable es que no. Pero, si la felicidad parece inaplicable para la divinidad… también lo es para el hombre. Sufrimos.
Pero aunque no estemos sufriendo en un momento específico, aún cuando disfrutemos placeres físicos o espirituales más allá del tiempo, en el "presente eterno" del amor, nunca podremos olvidar la existencia del mal y de la miseria de la condición humana. Participamos del sufrimiento de los demás; no podemos eliminar la idea de la muerte y las tristezas de la vida.
Podemos imaginar la felicidad, nunca vivirla.
El semanario inglés publica una nota en su edición más reciente sobre el nuevo libro de Francis Fukuyama, The Origins of Political Order: From Prehuman Times to the French Revolution
. Destaca la impresionante erudición de este discípulo de Huntington y la amplitud de su horizonte histórico. Como en su polémico ensayo sobre el fin de la historia, Fukuyama sigue atreviéndose a la perspectiva planetaria, pero aquí la complementa con atención al detalle histórico. Los libros de teoría política, concluye The Economist, no son frecuentemente entretenidos. Ésta es una excepción.
Aquí pueden verse otros textos de la revista sobre Fukuyama.
Afonía
Águila o Paz
Amis sobre Hitchens
Árbol de la vida
Arquitectura griega
Atwood, Margaret, servilleta de
Apps
Bell, Daniel
BHL
Bollywood Breakdance
Bukowski, leído por Tom Waits
Cabañas para pensar
Cartier-Bresson
Cuerpo
Cioran, visto por Savater
Elección
Espresso
Freud, Lucian
Gray, John
Havel, Václav
Héroe
Hipertexto
Hitchens
Ignatieff
Imaginación
Jobs
Judt, (Daniel sobre Tony)
Kapoor, Anish
Lágrimas
Lynch, David, pelo de
Mal
Manos, de Merce Cunningham
Michnik
Milosz
Miss Bala
Mordzinski
Montaigne, y el liberalismo
Noches
Obama
O'Donnell, Guillermo
Partido Avanzador Prostitucional
Pinsky, poesía y música
Pinsky, instrucciones para reseñar un libro
Portman, Natalie
Postales, el arte perdido de las
Pullman defiende las bibliotecas
Rabelais
Rawls en Wall Street
Reyes, Alfonso y los pinches asalariados
Rojas, Gonzalo
Ruta de la seda
Sabio conductor de Norcorea
Semprún
Serra
Servidumbre, cómo salir de una casa de
Silencio
Simic, notas de
Sobreviviente
Strand, Paul
Szymborska, cómo escribir y cómo no escribir poesía
Taylor, Elizabeth
Tragedia
Tragasapos
Tullerías
Vodka.
Walzer, Michael
Woodman, Francesca.
William Blake
Fui al Jardín del amor
Y vi lo que nunca había visto:
Habían construido una capilla en el centro
Donde solía jugar yo en el prado.Las puertas de la Capilla estaban cerradas,
Y en ellas se había escrito ‘Te es prohibido’;
Entonces regresé al Jardín del Amor
Que tantas dulces flores poseía;Y vi muchas tumbas piedras sepulcrales,
Allí donde las flores debían estar;
Y Sacerdotes que en negras sotanas seguían sus senderos
Y ataban con zarzas mis deseos y alegrías.
La versión original puede leerse aquí.
Desde hace tres años, el fotógrafo español Alejandro Guijarro ha visitado las universidades más importantes del mundo recorriendo los laboratorios y salones de clase en los que se imparten lecciones de Física cuántica. Recientemente ha expuesto lo que encontró en sus pizarrones.
En 1962, hace medio siglo, Carlos Fuentes publicó La muerte de Artemio Cruz y Aura. En un año, nacían dos libros esenciales de la literatura mexicana del siglo XX escritos por el mismo autor que cuatro años antes había publicado La región más transparente. Tres libros clásicos que dieron nacimiento al inmenso personaje que fue su autor. Pocos escritores mexicanos tuvieron la ambición literaria, la ambición intelectual, la ambición política de Carlos Fuentes. Nadie juntó como él la inteligencia con la elegancia, la curiosidad con la elocuencia, la pasión por el lenguaje con el compromiso político, el temple aristocrático con los ideales socialdemócratas. Audacia de una escritura impetuosa, instintiva que muchos han descrito como una erupción volcánica. Desde muy joven, Fuentes adquirió la dimensión de clásico, la maldición del clásico. El escritor que rompía con el canon de la revolución y que imponía modernidad a nuestra literatura con un arrojo descomunal.
Muralista que captó los lenguajes de la ciudad de México, sus calles, sus noches, sus fantasmas, su opulencia, su miseria en La región mas transparente. Moralista que retrató la tragedia del siglo XX mexicano como la traición a sus esperanzas. Historiador de la imaginación que entierra el principio de legitimidad de un régimen. Mientras se preguntaba sobre la muerte de la Revolución Mexicana, el novelista respondía narrando las últimas horas de Artemio Cruz. Y como contrapunto a los frescos monumentales, una novela brevísima donde se recargan los misterios de la vida y el amor. Un fresco, un obituario y un sueño inventaron el personaje que fue Carlos Fuentes, personaje magnético que secuestró al escritor Carlos Fuentes.
En la escritura no solamente buscó su identidad sino la de un país, la de un idioma. Su relación con el lenguaje fue tan física como intelectual. En su literatura hay un intento constante por avivar las palabras. No se dedicó a cuidar el español como si fuera una pieza delicada de museo; lo espoleaba con la esperanza de que el caballo dormido se desbocara. Alguna vez se describió como un boxeador del lenguaje. No quiero darle la mano a la palabra, le decía a Emmanuel Carballo; recibirla cortésmente, pedirle que tome asiento y conversar amablemente con ella. “Es necesario agarrarse a bofetadas con las palabras, destriparlas, sacarles el jugo, transformarlas continuamente para encontrar la expresión justa de la realidad. El idioma es incapaz, pasivamente aceptado, de otorgarla por sí mismo.”
Pero el frenético boxeador de la máquina de escribir se transformó en diplomático de las letras. Un embajador que representaba a México en el mundo; un embajador que representaba al mundo en México. Fuentes siguió puntualmente la divisa de su maestro Alfonso Reyes: para ser provechosamente mexicanos es debido ser generosamente universales. Pero su misión diplomática era, efectivamente, de doble vía: nunca se cansó de decirle a los otros que ignorarnos era también empobrecerse.
Muchos estudiosos de la literatura de Fuentes coinciden en advertir el debilitamiento de su magia a lo largo de los años. El deslumbramiento que produjeron sus novelas de juventud es sólo comparable al silencio o la frialdad con el que se leyeron sus novelas y ensayos de madurez. Mi incomodidad, sin embargo, no proviene solamente del agotamiento del genio literario sino en la naturaleza de su presencia pública: el personaje que somete al creador. La fama que doblega a la escritura. A Fuentes, el intelectual, no podía leérsele como el ensayista de la cordialidad que fue Reyes. El lugar que la política ocupaba en su vida no le permitía ese tono amigable y doméstico. Dejó de ser el ensayista beligerante y polémico que un día fue en libros como Tiempo mexicano. Perdió el filo crítico, la contundencia del golpe, la emoción del debate pero tal vez perdió algo más importante: cosas qué decir. Lanzaba con frecuencia invectivas a sus enemigos políticos pero eran dardos inofensivos a blancos fáciles: la estupidez de Bush y la incultura de Peña Nieto. Siempre escribió con elocuencia, con gracia, inteligentemente; hilando lecturas, experiencias, datos. Estaba al tanto de todo y conocía a todo mundo. Pero sus ensayos, sus artículos periodísticos, sus conferencias transigían frecuentemente con el lugar común. La corrección política encontró en él a un aliado prestigioso: toda su autoridad literaria, al servicio de lo irrebatible. En algún momento, Fuentes dijo que Terra nostra era un libro que no buscaba lectores. “Cuando la escribí estaba absolutamente seguro de que nadie la iba a leer e incluso la hice con ese propósito.” Escribir para no ser leído. El intelectual tampoco buscaba lectores: buscaba aplausos.
El escritor, sin embargo, se vengará muy pronto del personaje. Se olvidarán sus ofrendas al lugar común y brillarán sus novelas extraordinarias. En muerte, el escritor ganará la batalla.
El acontecimiento editorial del año fue el rescate de los inventarios de José Emilio Pacheco. Las legendarias columnas de Proceso firmadas por jep, finalmente reunidas. Tres volúmenes publicados por Era en donde puede recordarse uno de los genios del poeta: hacer la crónica del presente a partir de lo remoto, entender los hechos con los instrumentos de la imaginación, comprender la circunstancia escapando de ella. En la estupenda selección de Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas podrá encontrar el lector de hoy la mejor vacuna a esa cárcel de inmediatez que nos oprime. No hay pasado ajeno. Tampoco extranjería. Todos los tiempos, en este instante y en cada ser humano la circunferencia completa de las emociones.
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Dunkerque, la extraordinaria película de Christopher Nolan, retrata un inusual evento histórico: “una derrota militar con final feliz”. Así describe el historiador Michael Korda la huida del ejército británico de las costas francesas. La intensidad de la película no puede separarse del tiempo que corre. A la luz de Brexit, Dunkerque es una cinta que hace la épica de una nación que huye de Europa. Si algo destaca en la cinta es la ausencia del otro. Los alemanes acechan desde el primer instante pero no se ven. Se escuchan sus bombarderos pero no sus voces; se ven sus torpedos y aviones pero nunca sus rostros. Tampoco aparecen indios, que contribuyeron singificativamente al rescate. Max Hasting, al ver la cinta describió la actualidad política de la película: Dunkerque glorifica la soledad de la nación.
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De Poesía reunida de Ida Vitale que Tusquets publicó estre año:
Celebrar este árbol,
avizorar el hueco
que va a suplirlo pronto.
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No es infrecuente que las revistas tengan épocas, que vivan relevos, que cambien de piel. Lo raro es que renazcan. Eso puede decirse de la Revista de la Universidad de México. Bajo la conducción de Guadalupe Nettel, la revista es otra y vuelve a ser lo mejor que ha sido. A distinguirse de quienes no ven a su alrededor o de quienes lo hacen con indiferencia, convocaba la editora en la presentación del nuevo ciclo. Cada número propone un asunto para la conversación y lo aborda desde todas las disciplinas. El arte, la ciencia, la literatura explorando la identidades, la sobrevivencia, las rupturas y las pertenencias. En su nueva época, la RUM rescata voces que nos siguen hablando y ofrece un rico diálogo de percepciones. Lo mejor es que ha logrado desentonar con el coro de nuestra endogamia.
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Después de su poderosísima cinta, Fuerza Mayor, el sueco Ruben Östlund dirigió The Square. Un extraordinario talento tiene el director para provocar la incomodidad de su auditorio. Su cine coloca al espectador bajo la pinza de un experimento. Östlund nos llama a identificarnos con lo vergonzoso. The Square ganó este año la Palma de Oro de Cannes. Teniendo como escenario el arte contemporáneo, es mucho más que eso: una exploración de la insensibilidad de nuestro tiempo. El arte secuestrado por la retórica es buena metáfora de la hipocresía que marca nuestra era. Egos inflados con palabrería, vanidades de nobles intenciones, sumisiones de manada disfrazadas de genialidad artística.
Fernando Pessoa fue un nómada de sí mismo. Miró con ojos ajenos, sintió con piel extraña, caminó con otros músculos, los de sus heterónimos. En su autobiografía sin hechos apuntó memorablemente que vivir era ser otro. Para existir había que deshacerse diariamente del muerto que arrastramos de la jornada previa. “Sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.” Despertar para borrar el día precedente y sentir la emoción fresca de la primera madrugada. Sediento de vivir completo, Pessoa se zambulló en sus ecos y en sus abismos para escapar de su perímetro.
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
Ramón Xirau se apropió de una línea del Cántico de Jorge Guillén:
Soy, más: estoy, respiro.
Cuatro palabras, cada una de ellas hilada a la otra con un signo. Xirau las sentía suyas: la nuez de su pensamiento. Por eso regresaba una y otra vez a ellas. Nuestro idioma nos ofrece un privilegio que no tienen todas las lenguas para apreciar la condición humana. Ser no es estar. Más que ser en el mundo, estamos en él. Serán las piedras, nosotros solo estamos. “El soy, dice Xirau, es una asfixia; el estoy es respiración.”
Xirau escribiría poesía en catalán y la filosofía en español pero tenía bien claro que las dos hermanas iban en busca de lo mismo. Poesía y filosofía eran dos formas de habitar el mundo, dos caminos hacia el asombro de lo sagrado. Su manual de historia de filosofía, más que una historia, es una invitación a filosofar. La filosofía, “encuentro con la verdad” era, para él, “una cuestión de vida.” Más que eso: “una cuestión de supervivencia más allá de la vida.” Dice bien Julio Hubard que Xirau no exponía el pensamiento de los filósofos sino que pensaba con ellos, desde ellos, quizá. “Cuando se dilata con Hegel, es un hegeliano; cuando con Platón, platónico.” El maestro no trasmite pensamiento, lo hospeda. La poesía, la más intuitiva de las hermanas, la que brota sin aviso era para Xirau la hermana mayor. La poesía iba siempre un brinco adelante porque la captación poética entreveía sin reflexión el sentido profundo de la existencia. Después vendría el reposo de la reflexión. La poesía palpa el sentido del tiempo, es decir, de la muerte. Vivir es ir muriendo, decía de la mano de Pere March, un poeta valenciano medieval:
En cuanto se nace se empieza a morir
y muriendo, se crece y creciendo, se muere de continuo,
que ni un momento se deja de hacer vía
ni para comer, ni yacer, ni dormir.
A este crecer muriendo dedicó ensayos luminosos. Nuestro tiempo no es el presente sino la presencia. Durante su estancia en el mundo, el hombre contempla, comprende, siente. Estar presente es entrar en contacto con las maravillas del mundo: nombrarlas. Fugaz es la caricia del mundo. “Tiempo continuadamente nuestro, en nuestra estancia en el mundo, la presencia es constantemente un ahora, atento al mundo, atento a los demás, atento al Otro, a los dioses, a la divinidad.” Sus poemas están llenos de música, de aire, de naranjas y de ríos, es decir, de pájaros.
Xirau es puente, dijo Octavio Paz. Una tabla para cruzar la brecha de las generaciones, de los continentes, de las lenguas, de los saberes. Poesía y filosofía eran rutas para el encuentro con el mundo, lo humano y lo sagrado. Ciudades y ríos, árboles y viajes, cuadros y música aparecen constantemente en su poesía. “Conocer es, al mismo tiempo, percibir, sentir, nacer con el mundo, con los otros, con el otro. ¿No decía Claudel—preguntaba Xirau—que el conocimiento es co-naissance?” Conocer es conacer.
Me pasa el río que pasa
y yo soy este río
si la ventana abierta
hace contagio de ojos y de aguas.
Estupendo, Chucho!
Existen tantos placeres que «we take them for granted», y no somos capaces de disfrutarlos en toda su dimensión. Gracias, como de costumbre!
Hay una película con Belén Esteban y Eduard Fernández llamada «Cosas que hacen que la vida valga la pena» y la canción final habla de eso: el placer de acostarse en sábanas recién lavadas, el calorcito del sol, un domingo en la mañana…