Visto aquí.
Openculture ha rescatado un artículo de Bertrand Russell publicado en el New York Times en 1951. El liberalismo no es un credo, dice; es una disposición. Una actitud opuesta a cualquier credo. El artículo concluye con un decálogo para liberales:
Stephen Marche publica un artículo en el New York Times sobre Shakespeare como guía al escándalo de Murdoch. Marche, autor de un libro sobre cómo Shakespeare lo cambió todo, apunta que, al igual que el escándalo del día, las tragedias de el Bardo funden tragedias de Estado con laberintos psicológicos y enredos familiares. No sabemos cómo terminará la historia de Murdoch: puede terminar como Ricardo II, incapaz de percatarse de la decadencia de su imperio o como Ricardo III tan enfermo de poder que es presa de sus propias maquinaciones. Como sea, la falla básica es la más ordinaria, la más humana: simple ambición.
Álvaro Mutis
Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mástiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.
Charles Simic escribe una nota en el New York Review of Books sobre la poesía y la utopía:
'La poesía reside en su propia utopía', escribió William Hazlitt, el gran ensayista británico del periodo romántico. A pesar de todo lo que he estado diciendo, creo que tiene un punto. En relación con el futuro, un poema es como una nota sellada en una botella y lanzada al mar. Escribir un poema es el acto de inmensa, casi irracional esperanza de que una imagen, una metáfora, algunas líneas en verso y la voz encarnada en él tendrá una larga vida póstuma. 'El poema quiere alzanzar al Otro, necesita al Otro,' ha dicho Paul Celan. Y a veces sucede.
Un joven en un pequeño pueblo de la Patagonia o en Kansas lee a un antiguo poeta chino en un libro que tomó de la biblioteca y se enamora de un poema que lee y que relee mientras cae la noche de verano. En cada lectura la voz del poeta muerto regresa a la vida. Por un momento inolvidable abandona su vida estrecha y penetra en la vida de hombres y mujeres desconocidos, ve la vida a través de sus ojos, siente lo que sintieron alguna vez y piensa lo que en algún tiempo pensaron. Si la poesía no es el proyecto más utópico que los seres humanos han imaginado jamás, no sé lo que es.
Jonathan Swift escribía el relato de los viajes de Lemuel Gulliver mientras enviaba cartas a su amada. Le había inventado nombre y se comunicaba en código con ella. “Un golpe tan _____ _____ _____ ______ significa todo lo que debe decirse.” Ella le entendía. “He gastado mis días en suspiros y mis noches mirando y pensando en _____, _____, _____, _____.” Había una palabra que utilizaba una y otra vez para ocultar (apenas) el secreto de los amantes. “Quisiera caminar contigo cincuenta veces alrededor de tu jardín y luego—beber tu café.” El oscuro brebaje se esparece en esas cartas. “No he bebido café desde que te dejé y no tengo ninguna intención de hacerlo hasta que te encuentre de nuevo. No hay café que merezca la pena, sólo el tuyo.” Le pedía que se cuidara, que durmiera bien, que no se olvidara de comer: “sin salud, perderás hasta el deseo de beber café.” Y él mismo, con el apremio de terminar su novela, le confesaba el desánimo que le provocaba la distancia. “No tengo ánimo de escribir. Necesito un café para poder escribir.” Ella le contestaba: “No sabes cuánto he deseado una taza de café para ti y una naranja en tu posada.”
De esta afición por el secreto, el ocultamiento, el doblez habla Leo Darmrosch en su biografía de Swift. La escritura cifrada no era, desde luego, puro coqueteo. En todos los ámbitos se esmeraba en cultivar su misterio. Se ocultaba incluso en sus publicaciones. Casi nunca firmó sus escritos. Se inventaba vidas, cambiaba constantemente el relato de su pasado, era la contradicción andante: un humorista que apenas reía; un misántropo generoso; un ambicioso dedicado a sabotearse, un escatólogo obsesionado con el aseo personal, un propagandista al servicio del poder con instintos de anarquista. Odiaba a los mentirosos y a los pedantes. Sometía su vida a un régimen estrictísimo: las horas que dedicaba a la lectura y al paseo nunca variaban. Computaba sus pasos cotidianamente. Asistir a una cena con él era someterse a un dictado implacable: la palabra se iba turnado entre los comensales. Estaba estrictamente prohibido interrumpir y hablar durante más de un minuto seguido. Al mismo tiempo, se burló de todas las tradiciones y de todas las reglas. Alguno de sus cercanos lo llamó “mi amigo jeroglífico.”
Tenía un oído extraordinario y no solamente lo utilizaba en las aventuras de su ficción. Lo ponía a prueba en sus conversaciones. No comía fruta ni bebía alcohol pero cuando iba al pub, se divertía encarnando a los personajes de su imaginación. Imaginaba a un visitante que llegaba de lejos, recreaba un acento, fantaseaba con las peripecias de su vida y lo encarnaba durante horas, disfrutando las reacciones que provocaba su histrionismo.
Un amigo suyo lo describió como un “hipócrita invertido.” Suelen los fingidores adornarse con las virtudes que no tienen. El tacaño se hace el generoso; el cobarde se las da de valiente. Swift también simulaba ser quien no era. Pero no engañaba con falsa virtud sino con falsos vicios. Tal era el horror que le provocaba la admiración de sus contemporáneos que simulaba ser, no más virtuoso, guapo, valiente de lo que era, sino precisamente lo contrario. No quería entretener, quería provocar.
Hace casi diez años Terry Eagleton publicó sus memorias. Quien las lea encontrará en ellas una extraña combinación de identidades y experiencias. Si se titula El portero es porque ha vivido siempre en el quicio de una puerta: católico en casa protestante, hijo de obreros cobijado por las instituciones de la élite, un marxista bien visto por los liberales. Siempre fiel al marxismo, a cuyo fundador dedicó una defensa reciente, Eagleton ha polemizado recientemente con los apóstoles del ateísmo que ven en toda creencia, fanatismo. La religión puede ser opio pero es, para seguir citando a Marx, el corazón de un mundo descorazonado. El crítico literario no puede admitir esa ecuación del ateísmo militante que identifica fe con el fanatismo y ciencia con tolerancia. Cuando Eagleton salió a arena pública para exhibir la ignorancia teológica de Richard Dawkins y reivindicar el sitio de la fe en la sociedad contemporánea, sorprendió muchos. No se esperaba que el crítico marxista empeñado en releer a los clásicos, tuviera tan buen oído para la meditación teológica. Con ese oído para el cuento literario y religioso se ha acercado también al tema del Mal.
Escribo la palabra con mayúscula porque Eagleton lo aborda como categoría teológica, no como simple nota moral. Tiene razón el filósofo AC Grayling al ubicar al crítico literario como un hombre atrapado en dos cajas de las que no ha querido o no ha podido salir: el marxismo y el catolicismo. Araña ambas baúles con ferocidad pero no escapa de ellos. En sus ensayos sobre el Mal, el católico recupera la idea del pecado original y ve al Mal como la pareja de Dios. Como Él, es causa de sí mismo; productor de la Nada frente al creador del cosmos. Para Eagleton, la perversidad, el simple afán de daño no equivale al Mal. El Mal no es, siquiera, la maldad suprema. El Mal expresa otra categoría: una condición del ser. El Mal es una compuerta hacia la Nada. No es un daño con sentido, un dolor con propósito, una desgracia interesada sino una voluntad de destrucción por la destrucción misma. El Mal es el gozo por la destrucción, el placer del aniquilamiento.
La ontología eagletoniana del Mal lo retrata como el supremo sinsentido. La liquidación en estado puro. El Mal no puede soltar los hilos de su afán: es una ingeniería obsesiva y controladora que no puede dejar nada suelto. Planeación perfecta que no admite azares. Por eso el Mal de Eagleton tiene mentalidad burocrática, mientras el bien adora la sorpresa y está enamorado de lo incompleto. De ahí que sugiera Eagleton que Stalin pudo ser un siniestro villano pero lo suyo no fue la producción de Mal. En sus crímenes hay una lógica, un propósito. Hitler, sin embargo, sí puede encarnar, a su entender, el Mal porque el holocausto no obedecía un plan militar concreto. ¿Cuál era la utilidad estratégica del exterminio? Por eso Eagleton ha señalado que los ataques del 11 de septiembre pueden haber sido una perversidad gigantesca, pero no fueron obras del Mal. Los suicidas que se estrellaron en las torres gemelas tenían un propósito concreto y tal vez fueron eficaces con su inmolación criminal.
La sublimación teológica del Mal es una restauración de Satán en este mundo desencantado pero apenas sirve para abordar el debate moral de nuestro tiempo. Aún el ejemplo que ofrece para demostrar su presencia histórica resulta poco convincente. El holocausto no tuvo sentido militar pero sí racial: la solución final era, obviamente, un remedio a la corrupción de la sangre. La excursión literaria y religiosa de Eagleton es rica, interesante y provocadora pero, a final de cuentas, inservible.
Mary Beard ve una fotografía de Rihanna en instagram. Es una imagen de la cantante en un cuarto de planchado. Lleva lentes oscuros y la pierna descubierta. La estampa con millones de likes lleva de inmediato a Beard a pensar … en Livia Drusilla, esposa del emperador Augusto, sobrina de Julio César tejiendo en la sala de su casa. Imposible para ella ver sin recordar los siglos, sin repasar instintivamente piezas de mil archivos, pasajes de historia y literatura. Ambas imágenes, dice, producen el mismo desconcierto. Dos mujeres poderosas simulando intervenciones ordinarias. Ni Rihanna plancha su ropa ni Livia teje la suya. ¿Se acercan a nosotros con esas poses o se ríen a costa nuestra? ¿Cómo vemos estas imágenes? ¿Qué nos provocan? ¿En qué las traducimos? ¿Cómo nos transforman?
Al ver instagram o la cerámica de la Grecia Antigua, la clasicista no se detiene en examinar las intenciones del creador. Le intriga la forma en que, a lo largo del tiempo, nos hemos acercado al arte. ¿Que han significado las representaciones de la humanidad y lo divino para las sociedades que han convivido con ellas? ¿Qué significan para quienes las han convertido en utensilio o en objeto de devoción? Su punto de partida es la idea de que la historia del arte es la historia de la mirada. Su libro más reciente aborda el asunto. Cómo miramos. El cuerpo, lo divino y la cuestión de la civilización, es el título del libro publicado este año por Norton. Se trata de las notas de su participación en la serie televisiva Civilizaciones que, junto con Simon Schama y David Olusoga, condujo para la BBC. La serie, que enfatiza explícitamente el plural en el título y el plural en los conductores, es una propuesta de repensar lo que se difundía en aquella serie de fines de los setenta conducida por Kenneth Clark y que asumía, sin asomo de duda, la superioridad espiritual de Occidente.
Mary Beard contempla mármoles romanos, tumbas egipcias, vasijas griegas, estatuas chinas, templos en Camboya. Pasea por Sevilla en Semana Santa, entra en mezquitas en Estambul, acaricia relieves. Su recorrido inicia en Tabasco, frente a las cabezas olmecas. Le intriga el tamaño, el peso, la expresión de esos rostros imponentes. Los olmecas, advierte, nos dieron pocas claves para descifrar a quién pertenece el rostro, qué hace ahí, qué significaba para quienes lo encontraban día a día en su recorrido habitual. A decir verdad, la pregunta no puede tener respuesta. Es imposible ver como otros vieron. Imposible insertarse los ojos de otras culturas, de otras civilizaciones. Si la historiadora no puede desentenderse de su erudición, nadie puede desprenderse de la membrana cultural y política que constriñe nuestra observación.
No hay mirada inocente. El ojo acata un código. A descifrar ese estatuto estético y, sobre todo, político, se dedica Beard en este ensayo que aborda el sitio del cuerpo y de la fe en las representaciones artísticas. Se trata una biografía parcial y emocionada del deseo, de la virtud y de la devoción. También de la opresión, el abuso, el desprecio. La barbarie, nos dice Mary Beard no está afuera de la civilización. Suele estar tan adentro, que ni siquiera se percibe. Si en su ensayo previo nos invitó a oír la voz de la mujer, ahora nos convoca a pensar en la mirada femenina.
Breaking Bad, la serie de Vince Gillian que acaba proyectar su último episodio, narra la transformación de un mediocre en un malo. Una fábula del Mal a la que se le arrebató la moraleja. El éxito de la serie ha estado acompañado por apuntes de distintos vuelos sobre el significado de esa fascinante mudanza moral. La serie llevó a Enrique Vila-Matas a pensar en Rousseau. Walter White, el infeliz profesor de química convertido en el exitoso cocinero de metanfetaminas, recorría el mismo camino que el paseante sentimental—pero en sentido contrario.
Andrew Sullivan interpreta la perversidad de Walter White como maquiavélica. White es, para él, una especie de príncipe de Alburquerque que abandona la moral tradicional para conquistar un imperio. Un príncipe nuevo que no sigue las reglas convencionales e impone su voluntad. Sullivan, un estudioso serio de la teoría política, cree que Breaking Bad debe emplearse en clase para explicar la idea del honor y de la virtud en Maquiavelo. Estoy totalmente en desacuerdo. La idea del mal de Breaking Bad es radicalmente distinta a la que se dibuja en El príncipe, esa joya del pensamiento político occidental que este año cumple 500 años. Breaking Bad no retrata el mal que se trasmuta en bien cuando se pasa por el matraz del Estado, no es el mal que engendra el bien, ese mal que, por sus efectos, redime. Es que la aventura del químico con cáncer no es la de un maleante menor que se transforma en el gran capo y forma un reino (como el de Milton Jiménez en El cartel de los sapos, si seguimos hablando de series de televisión), sino la de un solitario que encuentra vida en la transgresión, un hombre que acumula millones, sólo para esconderlos en barriles. Walter White ganó dinero pero no talló poder. Descendió a los infiernos pero no se mudó de casa. Nunca vivió en una mansión repleta de sirvientes.; apenas llegó a comprarse un coche… y, en realidad, no lo disfrutó.
La escena del capítulo final que imprime sentido a toda la serie es perfecta. (Si no ha visto el último episodio, tal vez es mejor que cambie de página) Walter White regresa a casa para despedirse de Skyler, su esposa. Es el momento de la verdad. El hombre sabe que su muerte es inminente. Ya no tiene sentido la hipocresía de las buenas intenciones, la pose del sacrificio. No, le confiesa: no mentí, no robé, no lastimé, no maté por ustedes, para darle una vida mejor a mi familia. “Lo hice por mí. Me gustó. Era bueno en lo que hacía. Y sentí que estaba realmente… vivo.” Lo hice por mí, dice Walter White. Y no pide perdón. Hice el mal para sentir la vida. Hice el mal para probar la vida. De eso trata Breaking Bad: de la vitalidad del Mal.
Esa no es, en modo alguno, una visión maquiavélica. El príncipe virtuoso de Maquiavelo nunca hace algo para sí, por el simple placer de quebrantar las reglas. Si ha de apartarse del bien es sólo por necesidad, por lo que otros llamarían “razón de Estado.” El mal no puede ser fuente de placer para el príncipe: si acaso, es el dictado de su responsabilidad histórica. El príncipe debe aprender a no ser bueno porque necesita salvar la barca común, no porque disfrute la infracción. El Mal de Breaking Bad no es el mal provechoso de Maquiavelo: es el Mal de la voluntad de San Agustín. En sus Confesiones, San Agustín recuerda un robo que cometió siendo muy joven. Había un peral con frutas muy poco apetitosas, no tenía hambre pero estaba con unos amigos y, juntos, sintieron el impulso de robarlas. ¿Para qué? Para tirárselas a los cerdos. Mi maldad no tuvo más causa que la maldad, escribe. Robar me era grato porque era prohibido. “No era gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.”
¿No es ésa la confesión de Walter White? El Mal es su propia recompensa.