Fotografía de Lois Conner: "mi tema es el paisaje como cultura."
El New York Review of Books publica un ensayo breve de Leszek Kolakowski. ¿Será feliz Dios?, se pregunta ahí el polaco. Lo más probable es que no. Pero, si la felicidad parece inaplicable para la divinidad… también lo es para el hombre. Sufrimos.
Pero aunque no estemos sufriendo en un momento específico, aún cuando disfrutemos placeres físicos o espirituales más allá del tiempo, en el "presente eterno" del amor, nunca podremos olvidar la existencia del mal y de la miseria de la condición humana. Participamos del sufrimiento de los demás; no podemos eliminar la idea de la muerte y las tristezas de la vida.
Podemos imaginar la felicidad, nunca vivirla.
El servicio de inteligencia británico acaba de abrir el expediente de Eric Hobsbawm. El historiador no llegó a leerlo. Frances Stonor Saunders lo ha leído y lo comenta para el London Review of Books. El archivo muestra a un terco militante del Partido Comunista que no hablaba con Moscú ni espiaba para la Unión Soviética. Los servicios de inteligencia británicos abrieron sus cartas, oían sus conversaciones, lo seguían en los aeropuertos, obstruían su su carrera académica para descubrir que era un indisciplinado militante de un partido diminuto. Si permaneció toda su vida inscrito al partido no fue por comulgar con sus políticas, sino por rehusarse a ser excomunista.
Aquí se puede ver el documental del crítico australiano Robert Hughes sobre el arte moderno: "El impacto de lo nuevo".
Los capítulos siguientes pueden pescarse apartir de éste.
Slavoy Zizek escribe una nota para la revista Poetry sobre el vínculo entre la poesía y las políticas de exterminio. La «limpieza étnica» de la ex-Yugoslavia fue preparada poéticamente, dice. El nacionalismo agresivo fue sembrado en la poesía. A través de la poesía, el nacionalismo fue comunicando una permisión sin límites. Inflamada por la poesía, la pasión identitaria lo permite todo. Tal vez Platón tenía razón al sugerir la expulsión de los poetas de la ciudad.
Elfriede Jelinek lo dijo con extraordinaria claridad. «El lenguaje debe ser torturado para que diga la verdad.» Debe ser torcido, desnaturalizado, extendido, condensado, cortado y reunificado, hacer que trabaje contra sí mismo. El lenguaje como el «Gran Otro» no es un agente de sabiduría con cuyo mensaje debemos sintonizar, sino un lugar de cruel indiferencia y estupidez. La forma más elemental de torturar nuestro lenguaje se llama poesía.
El gran hotel Budapest, la nueva película de Wes Anderson se inspira en los escritos de Stefan Zweig. No es que ilustre una historia concreta, no es que lleve al cine su vida o algún pasaje de sus novelas exitosas. No se trata de la adaptación cinematográfica de un texto de Zweig. Anderson extrae de sus relatos y sus recuerdos un aire, una atmósfera, un tono… y lo hace magistralmente. ¿Qué mejor emblema de la civilización que un hotel entregado a la misión de dar la bienvenida?
No soy de ningún lado: soy un forastero, confesó Zweig en sus memorias. En el mejor de los casos, soy un huésped. Lo perdió todo repetidas veces. Atestiguó la derrota de la razón y la victoria de la brutalidad. Acompañó, con el suyo, el suicidio de Europa. En El mundo de ayer, la autobiografía que Acantilado publicó hace unos años, retrata con la más dulce nostalgia ese mundo sereno que la la peste del nacionalismo rompió. La vida transcurría sin la prisa de las máquinas: era un mundo sin odio. Wes Anderson captura en la cinta el final de ese esplendor y el comienzo de la decadencia. Zweig se insinúa en varios personajes del Hotel Budapest pero, sobre todo, se muestra en esa sensación de ocaso, en ese triste lamento por el mundo de ayer. Un mundo en el que los pasaportes eran innecesarios y la poesía se desplegaba diariamente en los periódicos.
El universo de Zweig es sustancialmente tranformado por la precisa relojería de Anderson. El cine se convierte en una máquina que desdobla simetrías. Un estuche de tesoros. Más que el trote de una narración, el cine de Wes Anderson parece una secuencia de cuadros impecables. Su comedia evoca de algún modo la afectación histriónica del cine mudo. La exageración del gesto es una especie de puntuación actoral, un guiño cómico. Cada imagen retrata un paisaje completo: camarógrafo de lo inmóvil, fotógrafo de registros en serie. No es extraño que su arte haya sido comparado con el de Joseph Cornell, el surrealista norteamericano que pintó sin tela ni pincel. Los descubrimientos del basurero dispuestos en una caja le bastaron. Wes Anderson coloca en pantalla el tapiz y el tapete, los muebles y las montañas, la anatomía y la arquitectura como llenando de sentido un envase hueco. Sus actores, en coreografía puntual, se mueven como piezas de un mecanismo de símbolos.
Siendo evidente, el artificio de la composición no trabaja en contra del cine. El sello visual no demerita la historia: enmarca un universo propio, un mundo que no es el nuestro y, sin embargo, lo es. Una tragedia relatada como comedia permite el juego de una magia arcaica. Frente a la ostentación de las computadoras, el cine de Wes Anderson rescata una antigua artesanía escenográfica. En ese taller minucioso y sin prisas, riguroso y perceptivo se encuentra, tal vez, el espíritu de Zweig: la civilización de la hospitalidad.
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.
El sueño ha sido visto como inmersión en lo recóndito, irrupción de lo negado, involuntaria revelación de lo que la razón sofoca. El misterioso acceso al laberinto más profundo de cada quién. Pero el sueño no se encapsula en la celda del individuo: se vierte a la vida común y se enreda en la historia. Así lo muestra el editor Jacobo Siruela en un bellísimo ensayo publicado hace un par de años por Atalanta, su nuevo sello. La pista la encuentra en una nota escrita en uno de los cuadernos de G. C. Lichtenberg: «toda nuestra historia es únicamente la de los hombres despiertos; nadie ha pensado en una historia de los hombres que duermen.» En efecto, nadie ha emprendido la tarea de escribir la historia de los sueños. Eso: la reconstrucción de la historicidad de los sueños.
Siruela se ha puesto a escribir ese libro para insertar el universo onírico en la historia de la cultura. El mundo bajo los párpados no es una historia lineal, una cronología de sueños famosos. Se trata de una historia, como él mismo la llama, «transversal y literaria», donde se encuentran historia y filosofía; mito y ciencia. Los sueños pueden convertirse en «materia de la historia», como ya había notado George Steiner. Con frecuencia escapan de la esfera privada para configurar los códigos sociales, pueden tener el poder de decidir una batalla, abren una ruta para para ensanchar la razón o consagran un ámbito para sus terapias. Cada siglo tiene sus sueños; cada cultura, una fórmula para descifrar sus mensajes, para contemplar a sus dioses con los ojos cerrados. No sueño mi sueño: sueño el nuestro. «El sueño, escribe Siruela, no es únicamente un fenómeno espontáneo y privado de la mente, forma también parte de la experiencia más vasta de la historia cultural humana.» Si fuésemos capaces de hacer el compendio de nuestros sueños, dibujaríamos el mapa más revelador y el más preciso de nuestro tiempo. Como demostró la periodista Charlotte Beradt, al recopilar esa historia del Tercer Reich, ni en sueños Hitler dejaba en paz a los alemanes. La historia merece, pues, una nueva categoría: la onírica.
Pero la trayectoria onírica es doble: la historia se filtra al sueño, pero el sueño también fecunda la historia. Un niño inglés se atrevió una mañana a contarle a su maestra el sueño que acababa de tener. Lo habían nombrado rey de Inglaterra. El sueño le pareció inaceptable a la instructora que procedió a azotarlo. Nalgadas por soñar lo impensable. El niño se llamaba Oliver Cromwell. Los historiadores de lo diurno creerán que sueños de este tipo son anécdotas curiosas. Nada más. Arrogancias de la razón moderna que se niega a aceptar otras casualidades.
Los sueños pueden ser premonición pero también se ofrecen como guía, como orden, como llave que abre la puerta que no se ve durante el día. Todo lo que hacemos está marcado por nuestros sueños, esas «efímeras pompas de vida» donde la imaginación juega con la memoria. Cualquier actividad humana registra la influencia de los mensajes oníricos. El arte, la guerra, la ciencia, la religión serían otra cosa sin esas seducciones de la noche. Tiene razón Siruela: nuestra cultura extrovertida sigue dándole la espalda a las visiones nocturnas.
Sin detenerse en los tópicos vulgares o psicoanalíticos, Siruela se hace preguntas inusuales. ¿Qué sucede con el tiempo cuando soñamos? ¿A dónde vamos cuando soñamos? ¿Cómo entra la historia a los sueños, cómo se insertan en ella? El mundo bajo los párpados, un ensayo tan riguroso como elegante, entiende la imaginación (no sólo la nocturna) como una pieza constitutiva de la historia. No un escape de la realidad, el hallazgo de una más profunda.
Mañana se celebra el cumpleaños 300 de Jean Jacques Rousseau, más que un filósofo y un autor, un temperamento, un tono. No descubrió nada pero lo inflamó todo, dijo de él Madame de Staël. En sus festejos se recordará al demócrata y al enemigo de la modernidad, al romántico antiliberal, al revolucionario, al escritor confesional, al crítico de la música, al misántropo que componía himnos a la naturaleza y a la humanidad. Valdría hoy, a unos días de las elecciones, rescatar al vehemente crítico del teatro, porque en su denuncia se encerraba su repudio al voto.
En marzo de 1758, Rousseau le escribió una carta pública a D’Alambert. Respondía a su texto sobre “Ginebra” publicado en la Enciclopedia donde proponía el establecimiento de un teatro en la ciudad. La propuesta le pareció una aberración al moralista. Asumiendo el papel de defensor de la patria reaccionó con un texto donde muestra la perdición que se asoma en el espectáculo dramático. El teatro parecerá un entretenimiento inocente pero implica una degradación inaceptable de las costumbres. Ninguna ciudad que aspire a la virtud consentiría esa diversión inmoral. El teatro convierte la mentira en prestigiosa, el engaño en trivialidad, la falsedad en pasatiempo. El teatro convierte la mentira en actividad profesional. La virtud no puede transigir: exige trasparencia absoluta. Los dobleces del teatro le resultan repulsivo, inaceptables. ¿Cuál es el talento de un actor?, pregunta Rousseau: el talento de aparentar, la capacidad para fingir: “apasionarse a sangre fía, decir otra cosa de lo que se piensa tan naturalmente como si se pensase realmente, olvidar el lugar propio a fuerza de ocupar el lugar de otro? En la actuación hay una prostitución que no puede resultarnos indiferente: el actor pone en venta su persona, se entrega en representación por dinero. Pocos oficios tan indignos, remata Rousseau, como el de simular la vida de otro, fingir las emociones de otro, decir palabras en las que uno no cree.
Si Ginebra ha de ser una ciudad para la virtud debe prohibir esas zonas rojas a las que asistimos con benevolencia, como si fueran pasatiempos moralmente intrascendentes. Debería levantar foros para el debate público, espacios a los que los ciudadanos acudieran para decir su voz, para compartir sus ideas, para defender sus convicciones. Contra el teatro, el republicano pedía proscenio para la oratoria cívica.
La aversión que Rousseau sentía por los actores era sólo comparable con la que sentía por los diputados y era, p, para él expresión de la misma lacra: las farsas de la modernidad. El diputado es, como el actor, un fingidor profesional. Se dedica a representar un papel, a encarnar falsamente lo que no es. Un diputado se dice representante de un distrito, de un estado, de un pueblo pero no lo es, no lo puede ser. Cuando habla, nos dice que expresa la voz de otros, la voz de su comunidad. Nos dice que lleva a la política la voluntad del pueblo. Se pretende un simple trasmisor de las instrucciones de sus electores cuando en realidad defiende sus propios intereses. No es casualidad que el teatro y el parlamento sean espacios de la representación: se trata de hacer presente lo que en realidad no existe. Zonas de tolerancia para la mentira. El actor no es Hamlet, el diputado no es el pueblo. Por eso, de la misma manera que rechazaba el teatro como un espectáculo moralmente degradante, rechazaba el voto que instauraba la mentira colosal de la representación.
Una buena manera de recordar a Rousseau sería ir al teatro y a votar.
debe llamarse THE CROOKED TIMBER OF HUMANITY
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