Semilla de Arenaria Franklinii, fotografía de Rob Kesseler y Madeleine Harley
Del Banco de Semillas del Milenio del Real Jardín Botánico de Kew. Otras imágenes del banco pueden verse aquí
Semilla de Arenaria Franklinii, fotografía de Rob Kesseler y Madeleine Harley
Del Banco de Semillas del Milenio del Real Jardín Botánico de Kew. Otras imágenes del banco pueden verse aquí
El ensayo más reciente de Rafael Rojas recorre los libros que no se leen en Cuba. "En Cuba lo que se lee y lo que no se lee tiene como fundamento la existencia del Estado como único propietario de bienes públicos." El estante vacío, publicado este año por Anagrama registra ese extenso catálogo de exclusiones. Ahora lanza en blog sus notas de lectura. Libros del crepúsculo, lo ha titulado. En unas semanas ha hablado de Walter Benjamin en Ibiza, de la eficacia y la impostura de Zizek, del Marx de Hannah Arendt, de León Bloy y sus admiradores. En su primera entrada anunció el sentido de sus fichas:
Qué pasará con los libros en la era digital es pregunta que ronda los medios editoriales y literarios a principios del siglo XXI. Como los ídolos de Nietzsche, los libros parecen vivir un crepúsculo que, seguramente, no será definitivo. La literatura y el periodismo no desaparecerán, pero sí se reacomodarán a la velocidad y el desplazamiento que caracterizan al mundo cibernético.
Escritura y lectura, compra y venta de libros ya no serán como han sido desde Gutenberg. En los últimos siglos la relación con los libros ha sido sedentaria y profunda. En el siglo XXI el nomadismo y la movilidad de la informática pasan a la cultura letrada, no destruyéndola, como auguran nostálgicos y antintelectuales, sino transformándola y democratizándola.
A partir de ahora escribiremos y leeremos bajo otra luz y bajo otra sombra. La Ilustración se volverá crepuscular, como el claroscuro que alumbra los libros que fotografía el artista cubano Abelardo Morell. La literatura perderá visibilidad y concentración, pero tal vez gane lectores que ya no leerán como bibliotecarios sino como ciudadanos.
Tardé mucho en ver las imágenes de las torres desplomándose. Había escuchado en el radio del taxi que los dos edificios habían colapsado pero no me lo creí. Me parecía imposible que eso hubiera sucedido. Pensé que en inglés la palabra significaría algo distinto: me imaginaba que las torres habían quedado inservibles, que tal vez el daño sería irreparable, pero no me imaginaba que habrían podido desplomarse. Todo el mundo lo había visto ya en la televisión, pero yo, a unos kilómetros de distancia, lo ignoraba. Supe del ataque muy temprano y relativamente cerca de los hechos. Estaba en el aeropuerto John F. Kennedy para regresar a México. Mi vuelo se canceló. Primero escuché a un policía decir que había habido un accidente en el World Trade Center. Unos minutos después, el accidente se transformó en ataque: había que evacuar inmediatamente el aeropuerto. Por primera vez en mi vida pensé que podría estar en el objetivo de un ataque. Me lo dijo otro policía: ya son dos los avionazos en el WTC y el aeropuerto puede ser el siguiente blanco. No fue fácil salir de ahí. La isla se aisló durante horas. Cuando el puente se abrió, caminé para contemplar el cuadro más horrible que he visto: la silueta de la ciudad y el humo saliendo de la base de los edificios ausentes. Era una imagen propia del cine, pero la veía yo sin el marco de una pantalla. Sentí una profunda tristeza de especie. Esto no era el azote de un huracán, la sorpresa de un terremoto. Esto era el trofeo de una helada ingeniería del odio. Transformar un avión en una bomba; llamar la atención con un golpe para escenificar la muerte masiva ante las cámaras. Cargaba mi maleta sobre el puente y veía la herida humeante. A la mañana siguiente olí la tragedia. Algo de la muerte, algo de los fierros quemados, algo de un avión habré respirado.
Recuerdo estas sensaciones porque creo que el 11 de septiembre fue una representación del apocalipsis y no hemos podido sacudirnos esa escena, esa impresión de la conciencia. En una declaración que indignó con razón a medio mundo, el compositor alemán Stockhausen consideró que los ataques habían sido la máxima obra de arte de todos los tiempos. Por supuesto: puede pensarse que es una aberración darle al crimen rango artístico pero a lo que alude el músico es a la insuperable intensidad emocional de ese momento, a esa comprimida comunicación sin palabras. Nada ha comunicado tanto, nada ha trasmitido tanto, nada ha penetrado tan hondo como esa escena. El ataque estaba cuajado de símbolos. La imaginación puede transformar cualquier cosa en arma; la capital económica del imperio atacada en sus emblemas más arrogantes; la televisión como trasmisora en vivo del terror; el suicidio como aviso de lo innegociable. Fueron dos torres las que se vinieron abajo pero con ellas se desplomaban muchas certezas y cualquier tranquilidad.
El 11 de septiembre fue una conmoción extraordinaria que terminó abruptamente una ebriedad de ilusiones. Era inevitable pensar que la historia quedaría imantada por la tragedia de esa mañana. El pánico que provocó el ataque sólo encontró consuelo en la determinación bélica. La guerra, después de todo, es la forma más nítida de ordenar políticamente el mundo. Ellos contra nosotros, dijo Bush II. No solamente los distraídos pensaron que el futuro sería un largo 12 de septiembre. Muchos creyeron que el terrorismo islámico sería el desafío central del nuevo siglo. Osama Bin Laden fue retratado como un Hitler, quizá más temible. El islamofascismo era el enemigo. La lucha contra el fundamentalismo islámico, las guerras de Afganistán y de Irak fueron pintadas como las nuevas batallas de la sociedad abierta.
A diez años de los ataques, podemos decir que ya no es 12 de septiembre. Sí: ésa es la fecha que aparece arriba en el periódico de hoy. Pero ya no vivimos bajo la estela del terrorismo islámico. Ahí no está, como muchos han pensado en esta década, el eje de la historia contemporánea. Lo han dicho bien en estos días figuras tan distintas como Timothy Garton Ash y Francis Fukuyama. Desde luego, aquel día ha marcado la vida de millones, pero no puede decirse que el planeta viva la secuela de esa mañana triste. A pesar del extraordinario estremecimiento de hace diez años, la historia del planeta no sigue el dramático libreto de la confrontación de las civilizaciones. El apocalipsis se ha vuelto a aplazar.
El poeta Adam Zagajewski describe su Cracovia en un documental de Magdalena Piekorz. El cultural lo entrevista a propósito de la presentación de la película en España.
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A lo largo de este año desquiciado han surgido un buen número de expresiones culturales. Desde el encierro, teatro en casa, recitales por vía remota, lecturas y presentaciones trasmitidas por facebook, una catarata de diarios, diálogos a distancia. Está, por ejemplo, esa serie de cortos de netflix que se llama “Hecho en casa”, que es francamente menor. Tiene gracia, si acaso, el corto de Sorrentino en el que juega con figuritas del papa y de la reina de Inglaterra y es brillante el corto del chileno Pablo Larraín. Pero la serie es notable porque revela la precariedad de las condiciones y las limitaciones de la imaginación. Por el momento, nada memorable.
Tal vez por eso resalta la Orquesta imposible de Alondra de la Parra que se dio a conocer hace una semana. No es un concierto caserito proyectado por los mosaicos de zoom, sino una producción impecable. La orquesta que toca el Danzón número 2 de Arturo Márquez no se escuda en la bondad de las intenciones y las incomodidades del confinamiento para esconder improvisación y esas fallas de señal con las que nos hemos acostumbrado a vivir. Se trata de un producto redondo en concepción, convocatoria y realización. Una versión nueva y fresca de la pieza, un desfile de talentos de la interpretación, una coreografía asombrosa, brillante fotografía y edición.
Es interesante la elección de la pieza de Márquez. El danzón, que Alondra de la Parra conoce íntimamente, es seguramente una de las piezas del repertorio mexicano contemporáneo más reconocibles. Una pieza que tal vez empieza a correr riesgos de sobreexposición. Pero en la interpretación de esta orquesta quimérica encuentra nuevo cuerpo. Nace del piano de la propia directora que da a los primeros acordes un acento particularmente melancólico. Una voz solitaria que pronto entra en diálogo con el saxofón de Paquito de Rivera para alcanzar una sensualidad única. No el clarinete de la versión original, sino un saxofón que le imprime otra energía: un aire jazzístico que lo acerca a Gershwin, y lo aleja de Moncayo. La notable fotografía, la edición perfecta dan a este encuentro de músicos, coreógrafos, diseñadores y técnicos una intimidad extraordinaria.
La Orquesta imposible solo habría sido posible en el 2020. Solo este año demencial liberó las agendas de los creadores, les dio tiempo para reunirse a distancia y artefactos para hacer bailar la música desde los rincones más apartados del planeta. Escucho la pieza que Alondra de la Parra dirigió sin batuta y percibo en él la otra cuerda del año. 2020 no debe ser solamente el año del virus. Por lo menos para los mexicanos tiene que ser también el año de las mujeres. Nos lo recuerda el danzón con sutileza y elegancia. El vestido de la bailarina Elisa Carrillo es una flor de jacaranda que recuerda las protestas de las mujeres en marzo. El grito de un domingo y el silencio de aquel lunes. La artista no necesita decir nada más. La cadencia del danzón envuelve y abraza. La melodía solitaria y melancólica de los compases iniciales encuentra pronto el jolgorio.
Todo es señal. Flecha hacia otro punto. Nada se agota en sí. La pintura de Vicente Rojo es una caligrafía recóndita, un alfabeto visual que no aspira a la palabra. Sea troquel o frase de formas, es insinuación de un lenguaje infinito, indescifrable. Ese caracol es una nota, esa tela una párrafo; el óleo es una cifra, la serigrafía un signo de puntuación. Almanaque, pentagrama, abecedario. “Una escritura que no busca ser leída,” dice bien Verónica Volkow.
La exposición que se presenta en el Museo Universitario Arte Contemporáneo observa el diálogo entre pintor y la escritura. Resalta, en primer lugar, el diseñador, el editor que ha marcado visualmente la cultura mexicana. Vicente Rojo ha sido, sin duda, el gran renovador del diseño gráfico en el país. El fundador de una escuela viva. Un libro, un cartel, la página de una revista no son solo dispositivos de texto: son piezas de arte. La cinta visual de la cultura de nuestro tiempo lleva su firma. Las portadas que diseñó para el Fondo de Cultura Económica, para Mortiz y para Era, la plantilla de La jornada, el diseño de Plural y de tantas otras revistas, son el tapiz de la cultura mexicana de las últimas décadas. Rojo tuvo la suerte de ser uno de los primeros lectores de Aura, de Cien años de soledad, de Las batallas en el desierto Las batallas en el desierto y de darles piel. La exposición del MUAC nos lo recuerda: hemos leído a través del ojo de Rojo.
Su trabajo editorial ha regado su gusto por el mundo. El cuidado de los libros es, a fin de cuentas, un acto de comunicación, de servicio. Su actividad plástica camina en sentido contrario—o, por lo menos, así lo ve él. Hermetismo en el lienzo, elocuencia del cartel. La pintura como el polo opuesto al diseño. “Son dos caminos que, aunque son paralelos, en realidad van en direcciones opuestas: la parte editorial, la proyecto hacia fuera de mí y la parte pictrórica cada vez más hacia adentro.” La meditación del pintor sigue siendo, sin embargo, diálogo. Arte epigramático. Con nudos y rizos le escribe una carta a Joseph Conrad. Un laberinto es su mensaje a Fritz Lang. Homenajes a la poesía, Arte que conversa con el arte. Todos sus cuadros son estelas de un idioma que aún no aprendemos. Códices de lo indefinible.
Sólo la memoria visual de un taxonomista podría alimentar la imaginación de quienes han pintado o descrito una zoología fantástica. Leones que vuelan, serpientes galopantes, toros con cabeza de hombre. Sólo un enamorado de las letras y sus formas podría fundar una tipografía fantástica. De ese diálogo entre la letra de sonido fijo y la letra alucinante ha brotado un prodigioso libro de letras imaginarias. Una a con tres barrigas, una jota con punto de eme.
Pensar es insistir. Cierta terquedad es indispensable para el andar el camino de la intuición a la idea. Es fascinante contemplar esta retrospectiva como el taller de un pensador que borda imágenes, que exprime la visión. Así las series de Vicente Rojo: tenaces exploraciones de una forma. Ejercicios caligráficos; mantras, horizontes que se abren en la repetición. Hormas de lo inagotable: una letra, las diagonales de sus lluvias, la flecha hacia un misterio, el triángulo de sus volcanes. En lo mismo hay siempre otra cosa. La letra te que recibe al visitante en el museo es el continente que habitó de mil formas: una demostración que el infinito reside en lo elemental.
Tal vez sea cierto que los intelectuales se han extinguido, pero están de moda. Hace un poco más de veinte años, un agente literario le advirtió a Russell Jacoby: si pones la palabra “intelectual” en la portada de tu libro, despídete de las ventas. Nadie compra un libro sobre intelectuales. Jacoby no le hizo caso al consejo y publicó Los últimos intelectuales
. Al libro le fue bien: se ha reeditado varias veces y se ha convertido en una especie de clásico. La autopsia que hacía del cadáver indicaba que la aburrición había sido la causa de la muerte. La monotonía de la vida universitaria produjo la asfixia. El ecosistema de cafés, revistas y conversaciones que lo alimentaban había desaparecido. Su lugar lo ocupó una fábrica de títulos académicos y revistas de claustro. Pierre Bourdieu encontraba otras huellas en el cuello del muerto. No era la universidad, sino la televisión la culpable del deceso. El intelectual nace de un público que lee. Necesitó del instrumento de la imprenta para formar una comunidad de lectores a la que se le puede exigir atención. El intelectual del que habla Bourdieu en su ensayo contra la televisión es capaz de definir el tema del que habla, el tono en el que escribe, la extensión de su alegato. Pero cuando es capturado en la pecera mediática, el pensador se convierte en otro profesional del entretenimiento. La televisión, decía Bourdieu, no puede ser transporte del pensamiento. Al delimitar el tema, al demandar concisión y velocidad, al empuñar constantemente la amenaza del reloj, la televisión impone superficialidad.
Roger Bartra ha publicado en el número más reciente de Letras libres una reflexión sobre la curiosa suerte de los intelectuales mexicanos en tiempos democráticos. Nunca como ahora ha habido en el país tantos espacios para hacerse leer, para hacerse oír, para hacerse ver. La caída del régimen autoritario ha provocado una expansión extraordinaria de los espacios intelectuales. Una variada corte ocupa esos territorios: “escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos.” No los identifica una exigencia común, sino un ánimo melancólico: el desprecio a la madre (democrática) que los parió. El opinionismo es ubicuo pero, sobre todo, quejumbroso. Lo que Jorge Castañeda llama “comentocracia” es un pozo que bombea amargura al país.
Bartra inserta esa dinámica en las coordenadas tradicionales de la política: el embrujo del poder se tragó en 2006 a buena parte de la intelectualidad mexicana. “La dificultad de entender la derrota, combinada con el descubrimiento de que los había deslumbrado el populismo rancio de un cacique, ha asumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política.” La clave de la amargura puede estar, sin embargo, en otro sitio. Quizá pueda ubicarse en la confluencia de amenazas que detectaban Jacoby y Bourdieu, cada quien por su rumbo: la burocratización del conocimiento y sus tributos a la industria del espectáculo. El lenguaje del opinionismo dominante acostumbra vestirse con credenciales de autoridad académica, pero suele olvidar sus rigores. Bastan un dato de aquí y una cita de allá, envueltos en la prosa del lugar común. La serenidad, la profundidad y la escritura, sacrificados por el reflejo del comentario rotundo. La comprensión queda sepultada en la perorata. El sermón moral y la receta tecnocrática machacan obsesivamente las contrahechuras mexicanas para subrayar al lustre del Santo Opinador. El opinionismo mexicano no es sólo amargo; también tiene mala letra.
He opinado.
“La tarea del ojo derecho es mirar al telescopio, mientras que el ojo izquierdo mira en el microscopio.” Leonora Carrington ubicaba en ese estrabismo el genio de su imaginación. Lo diminuto y lo remoto se transfiguran en esa hechicería donde la luna es el ombligo de nuestras rotaciones y el cielo el imán que seduce a todos los cuerpos. De ahí también su fantástica zoología. La extraordinaria exposición que celebraba los cien años de la artista que ahora puede verse en Monterrey, capturaba todas las expresiones de su creatividad. Los lienzos, las máscaras, los títeres, los murales, los bocetos, los relatos, las cartas. A Tere Arcq y Stefan van Raay debemos la curaduría de este acontecimiento. En uno de los muros de la exposición podía leerse una doble revelación de sus ensueños: “Si hay dioses, no los creo de forma humana, prefiero pensar los dioses en forma de cebras, gatos, pájaros. Un prejuicio mío. Pero si se mueve alguna divinidad adentro del animal humano, es el amor.”
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De Ida Vitale:
No respiran los pájaros:
por su canto respira el mundo.
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Las ilustraciones de Paul Sahre para el artículo publicado por el semanario del New York Times eran perfectas. Una botella con una etiqueta que anunciaba su vacío: Este frasco no contiene nada. Aplíquese diariamente hasta que los síntomas desaparezcan. Otro retrataba una medicina imaginaria: Placeborol. Refrigérese (o no). Las estampas acompañaban un artículo de Gary Greenberg sobre los placebos. ¿Y si el efecto placebo no es una farsa? El texto invita a tomar los chochos con seriedad. Sí: una pastilla de azúcar puede curar. O, por lo menos, ayudar a curar. Los descubrimientos recientes son una cachetada a los prejuicios de la modernidad: si un paciente se toma un vaso de agua con tres gotas de agua por prescripción de un médico al que respeta, tenderá a mejorar. Importa poco la sustancia. Cuenta la autoridad y la atención. Y si a una medicina se le cuelga un nombre rimbombante, tendrá un impacto mayor que si recibe un nombre ordinario.
Tal vez, sugiere, Greenberg, las tabletas inocuas activan una respuesta biológica al cuidado del otro; el celebro se enciende con la preocupación y el esmero de quien prescribe una pócima, desatando con ello una estela de reacciones fisiológicas. Si la mente es persuadida, el cuerpo sigue su pista. La mismísima escuela de medicina de Harvard ha creado un programa de estudios sobre los placebos. Su director sostiene que la curación de las enfermedades humanas no puede seguir siendo entendida como el uso mecánico de ciertas herramientas o el ciego suministro de sustancias. La relación entre el paciente y el médico (o el curandero, o el brujo) es determinante. Lo entendió bien Paul Valéry, un poeta, hace tiempo: los médicos usarán la ciencia pero no son científicos.
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Lo mejor que vi en pantalla en el 18 (además de Roma, por supuesto, que se cuece aparte) fueron series documentales destinadas a la televisión más que a las grandeas salas. La primera, Wild, Wild Country, registra la aventura del gurú Bhagwan Shree Rajneesh (a quien se le conoció después como OSHO) en un diminuto pueblo de Oregon para fundar una comunidad utópica. La historia no solamente confronta a los seguidores del gurú con los pobladores originarios. También muestra las fricciones interiores, los delirios de los fieles, la ilusión sincera y los terribles permisos que toda secta se concede. Pocos personajes tan fascinantes, tan magnéticos como los que aparecen en esta serie de los hermanos Maclain y Chapman Way producida por Netflix. También ahí puede verse la serie monumental de Ken Burns sobre la guerra de Vietnam. Un lamento en diez episodios y dieciocho horas que recoge testimonios de los dos extremos del conflicto: delirios del poder y lágrimas. Locura, autoengaño, mentira y duelo.
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A cincuenta años del año que cambiara la vida de Octavio Paz, aparece un sitio en internet que aspira a recoger todas las cosas pacianas. En zonaoctaviopaz.com pueden encontrarse cartas, fotos, poemas, ensayos, conversaciones, entrevistas. Lecturas del poeta: lo que él leyó y lo que en él se ha leído. Ahí podrá encontrarse una nota, por ejemplo, de Jorge Cuesta hablando de un joven de veinte años. Y su presagio: “Octavio Paz tiene un porvenir.”
Excelentes muestras para quienes buscan mas