(según Amnistía Internacional)
La bondad es el último tabú. Hemos conseguido traspasar las barreras más antiguas pero queda una muralla firme y hermética: la amabilidad. La generosidad es nuestro placer prohibido. A romper con ese tabú nos invitan el psiquiatra Adam Phillips
y la historiadora Barbara Taylor en un ensayito titulado simplemente Sobre la amabilidad
. Es difícil negar que la amabilidad es fuente de placer. Disfrutamos siendo amables, gozamos si alguien es amable con nosotros. Un gesto, una sonrisa, una atención, una palabra dulce: obsequios del afecto que pueden transformar felizmente nuestro día. Pero parece que la amabilidad es sospechosa: ¿qué quiere este tipo que nos ayuda? ¿Por qué nos sonríe el burócrata? ¿Qué intenciones tendrá quien se detiene en la calle para ayudarnos? Tendemos a imaginar algo torcido en la generosidad. Así, pensamos que la amabilidad es un anzuelo para ganar algo, una hipócrita ostentación moral, el ocultamiento de alguna debilidad.
Hemos llegado a pensar que la amabilidad nos conduce al fracaso, que nos exhibe tontos, que nos muestra débiles. Se nos ha colado en la piel el cuento del egoísmo congénito del hombre. Esa idea de que ser bueno con otros es un absurdo psicológico, una locura, casi un suicidio. Según ese cuento, los cromosomas nos definen como bestias competitivas que sólo se mueven por ambición personal. Desde la psiquiatría y la filosofía, los autores de este librito reivindican la amabilidad como virtud natural. Tan espontánea es entre nosotros como la agresión. Aunque Rousseau lo haya dicho, es cierto que entre nosotros hay una ternura natural que nos encargamos de ir cortando. El libro recorre primero la historia de la idea y después analiza su sitio en la psiquiatría. La primera parte es un recuento sintético, aunque poco novedoso, de la bondad en la historia de la filosofía: de la virtud de la compasión a la ética del egoísmo competitivo. La segunda es, por lo menos para mí, muy sugerente. Hay, sin duda, una coerción social para que demos muestras de amabilidad, pero también una gentileza innata que nadie enseña pero que todos sentimos. Por un lado, está la imposición social de sonreírle al otro, de ceder el asiento al que está cansado; el deber de ayudar a la viejita en la calle Pero por otra parte, la amabilidad implica un placer: un deseo, un impulso interior. Será que la amabilidad es exravagante, como ellos dicen. Comienza en los primeros días de la vida, como un soborno: es la ternura que aparece para comprar el cariño materno. Después, puede llegar a soltar su impulso manipulativo para ser simplemente, otro anhelo de contacto. En ese contacto está el peligro de ser amable: de ahí el temor y el estigma.
La hipótesis del libro es que la amabilidad es peligrosa porque muestra nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia del otro. La amabilidad nos coloca en lugar del otro y en algún terreno amenaza con disolvernos. Por eso nuestra cultura resguarda la personalidad con armaduras para ponernos a salvo de nuestra propia amabilidad . Como la sexualidad estrictamente reglamentada, la amabilidad se codifica y se reprime. Vale lo que nos recuerdan Phillips y Taylor: actos de amabilidad demuestran de la manera más clara posible, que somos animales dependientes y vulnerables; animales que no tienen mejor recurso para vivir que los demás.
Óscar Hahn
Ese árbol
tiene un violín adentro
No fue tallado aún pero está adentro
Espera el día de la resurrección
árbol adentro
Dijo el señor Stradivarius:
tengo que rescatar a ese violín
tengo que quitarle la corteza
y verlo respirar al aire libre
Tengo que oírlo cantar para mí
Ese violín
tiene un árbol adentro
tiene flores que escuchan la música callada
Tiene pájaros
Robert Hughes murió la semana pasada. Los diarios del mundo dieron cuenta del deceso de uno de los críticos de arte más importantes de las últimas décadas. El historiador australiano fue un hombre admirado y pero también temido por la inclemencia de sus juicios. Fue intransigente porque la materia de sus entusiasmos era, para él, asunto serio. Hablar del lenguaje del arte no era divagar sobre los decorados de la época. Muy por el contrario, era nombrar la aspiración humana de comunicación sensible. Hablar de cuadros y de edificios era para él un modo de interrogarse sobre la creatividad individual y la circunstancia histórica; comprender el vínculo entre el instante y lo perpetuo.
Creer que la noticia de su muerte pertenece solamente a las páginas culturales es aceptar el encierro que asfixia nuestra vida pública. Pensar la política como si ésta fuera un dominio hermético. Hughes fue un portentoso crítico cultural que, por la concentración de su mirada, por su erudición y por el vigor polémico de su estilo tiene mucho que decirle a la política. No, por supuesto, porque supiera la ruta para escapar de la crisis económica mundial o porque hubiera ideado un mecanismo de representación eficiente que renovara las instituciones del pluralismo. Nada de eso estaba en su brújula ni en su vocabulario. Pero ese exquisito biógrafo de ciudades, ese lector atentísimo de colores y formas era un hombre extraordinariamente dotado para palpar los achaques de nuestro tiempo. Valdría escuchar su inteligencia de escepticismo ácido, su ironía tan liberal como conservadora.
Robert Hughes amó el arte de los Estados Unidos. A la épica de la expresión norteamericana dedicó un libro monumental. Estaba convencido de que no se había reconocido la inmensa contribución de los norteamericanos al arte universal en el siglo XX. Al mismo tiempo, el australiano no escondía su desprecio por ese imperio decadente. “Una sociedad, dijo, obsesionada con todo tipo de terapias que desconfía de la política formal; que se muestra escéptica ante la autoridad y cede fácilmente a la superstición; cuyo lenguaje político está corroído por la falsa piedad y el eufemismo.” Hughes denunció con elocuencia el recurso al victimismo que se ha apoderado de la sociedad moderna. No vivimos una lucha por el poder sino una carrera por el sufrimiento inocente. El lamento se ha convertido en el centro del discurso público. La queja asigna poder automáticamente, aunque, dice Hughes, ese poder no vaya más allá del soborno emocional y la culpabilidad colectiva. La cultura de la queja, así tituló su ensayo de 1993, no aspira a soluciones: quiere terapia; no busca cura, anhela el consuelo. El arte y la política se empeñan en tratarnos como menores de edad.
El crítico no se ahorraba calificativos para describir la impostura artística. A los famosos que vendían sus ocurrencias por millones los trató como lo que eran: estafadores de ignorantes que no saben cómo gastar su fortuna. Con la misma furia atacó a los biempensantes, a la progresía que confiaba en transformar la realidad a través de una revolución… de palabras. Lo políticamente correcto, esa afición por la palabra inofensiva no le parecía una conquista justiciera sino la victoria de un nuevo puritanismo. Limpiar el lenguaje de cualquier contaminación racial o sexista. Purificar la cultura para remover cualquier presencia inapropiada. Reescribir los cuentos para niños y emprender una censura liberadora en bibliotecas y librerías. En el feminismo encontró una vertiente represiva que se empeñaba en ridiculizarse: hace poco tiempo, registra en su libro, consiguió que una reproducción de La maja desnuda se retirara de un salón de la Universidad de Pensilvania. La consideraban ofensiva. No se detuvo solamente en la crítica a esa izquierda: usó el mismo veneno para burlarse de la ignorancia y las supersticiones de la derecha norteamericana. A la corrección política de la izquierda correspondía una corrección patriótica de la derecha. Su pleito fue con la queja infértil que no se transforma en crítica, con la queja convertida en coartada de la pose.
No fue un demócrata en cuestiones artísticas pero, desde su elitismo, defendió una idea de lo público que es indispensable en una democracia. Escribió para televisión y produjo con la BBC series extraordinarias sobre el arte moderno. Conoció las posibilidades del medio, pero fue muy consciente de sus amenazas. Veía a la pantalla chica como un enemigo de la conversación pública. La televisión atrofia la capacidad para disfrutar un argumento complejo, para apreciar la importancia del detalle, para construir memoria. ¿Qué democracia puede alojar una cultura sin respeto por lo complejo, sin paciencia para el pormenor, sin idea de historia? La (mala) televisión inserta el libreto de la telenovela en el presente político: buenos contra malos; monstruos contra ángeles: absolutismo moral. En ese clima no hay democracia que funcione. Robert Hughes sabía que la polarización era adictiva y que es la quiebra del diálogo pluralista.
En una colaboración para la BBC, John Gray examina la relación entre la tiranía y el arte. Recuerda una línea del Tercer Hombre donde Orson Welles resalta los servicios del despotismo:
Durante treinta años, Italia tuvo guerras, terror, asesinatos, pero produjo a Miguel Ángel, a Leonardo, el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraterno, quinientos años de democracia y paz. ¿Qué produjeron? El reloj cucú.
La cultura, no necesita democracia ni paz, dice Gray pero requiere cierta libertad: una pluralidad de centros de influencia que con frecuencia se enfrentan. "Cuando los artistas y escritores dependen solamente del gobierno el resultado es el nepotismo y la mediocridad." Pero también es absurdo pensar que la vitalidad de una cultura puede depender solamente de las fuerzas del mercado. "Una cultura florece en la competencia y el antagonismo, no en la fantasía de la armonía social. Sin esos conflictos creativos, podríamos terminar sin nada más que con relojes cucú."
Alfred Brendel ha dejado los conciertos. Desde hace tiempo, el gran pianista no se pone traje de pingüino para tocar las grandes sonatas del repertorio clásico en las salas más famosas del mundo. Se ha concentrado en la literatura; ha publicado ensayos, libros de poesía
y dicta conferencias. Harold Pinter, al descubrirlo como poeta, dijo: “los mismos dedos creando un nuevo sonido.” Entre sus poemas aparece éste que me atrevo a traducir, a pesar de que ya ha brincado del alemán al inglés.
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitos¿y qué hay del huevo?
¿quién es el huevo?
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.
¡Carajo!Somos todo!
Gallo, gallina, pollo, huevo y zorro. Todo eso somos.
Apartado de las salas de conciertos, Brendel empieza a frecuentar ahora las salas de conferencias. Tiene ya programada una buena serie de charlas en universidades de Estados Unidos en donde hablará sobre el humor en la música clásica. El lunes lo pude escuchar hablando de este tema en una pequeña sala de la Universidad de Nueva York. Un Brendel descorbatado se sienta al piano intercalando la lectura de un ensayo admirablemente compuesto con ejemplos al teclado. A decir verdad, la idea no es nueva en Brendel. Ya había publicado un ensayo sobre el tema en un volumen que se recogió para homenaje de su gran amigo Isaiah Berlin. Vale recordar que, en los funerales del gran biógrafo de las ideas tocó precisamente Brendel el andantino de la sonata en La Mayor, de Schubert.
Brendel, quien respondió un cuestionario declarando que su ocupación era reír, se pregunta en su conferencia: ¿tiene que ser enteramente seria la música clásica? Por supuesto que no, contesta Brendel y examina, frente al piano, distintas piezas que mueven a la risa. ¿Por qué nos llaman a reir? ¿Qué hace que un lenguaje sin palabras resulte gracioso? El pianista convertido en conferenciante se ha adentrado como pocos a la estructura de las piezas que interpeta. Sabe bien que, si el auditorio no se ríe al final de tal pieza, la ha interpretado mal o la sala está durmiendo. Trae a la conversación cartas y estudios sobre las sonatas de Haydn y toca fragmentos de las variaciones Diabelli de Beethoven.
Alfred Brendel, admirador del dadaísmo, coleccionista de máscaras antiguas y de erratas en los diarios, cita en su conferencia a Jean Paul Richter, para quien el humor es lo “sublime en reversa.” El pianista subraya en la interpetación y en la gesticulación, las líneas que tienen un claro efecto cómico. Rasguños al orden perfecto de una pieza. Giros de ironía sobre la monumentalidad músical. Cambios que rompen las expectativas del oyente con un cambio súbito de tonalidad. Exageraciones que transforman la música en caricatura. Burlas sonoras. Fraseos que contrastan personajes musicales. Hay piezas que no pueden empezar a tocarse con el seño fruncido, como si se estuviera tocando al solemne de Chopin, dice. Y hay piezas que no merecen al final la corona del aplauso sino la recompensa de la carcajada.
A fines del año
pasado se publicó un libro maravilloso: el Manual
de las maravillas de Joseph Cornell, una edición facsimilar del almanaque
que el artista intervino a principios de los años 30. El libro puede verse como
se ven los collages de sus cajas, esas recámaras diminutas que encuentraron
magia en lo ordinario. En sus recipientes de vidrio y de madera, Cornell podía
guarecer la noche y sus lámparas, escribió Octavio Paz en un poema.
Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.
Canicas, botones, dedales, dados,
alfileres, timbres, cuentas de vidrio:
cuentos del tiempo.
Si la historia
hacía ruinas, el artista de las cajas transformaba las ruinas en creaciones. Joseph Cornell fue un genial zopilote de
reliquias. Su Manual de las maravillas
es la reinvención, la apropiación, la resurrección de un libro. La trasmutación
de un anuario baladí en una obra de arte. Seguramente perdido entre el polvo de
mil libros, Joseph Cornell adquirió un almanaque francés de agricultura
práctica en una librería de viejo de Nueva York por ahí de 1930. Era un libro
seco de información útil para quien quiere cultivar berenjenas o quiera
estudiar en la escuela de horticultura de Versalles. Cornell tomó el libro y
dibujó en sus páginas, transcribió sobre el texto fragmentos de poemas, insertó
imágenes, perforó hojas y jugó con las cortinas del papel.
Durante años, el
libro durmió en el sótano de la casa del artista en Queens, sin que, al
parecer, nadie lo hubiera visto. No hay testimonio que lo describa, que
registre la existencia de esta prodigiosa caja para hojear. Tal parece que el
artista nunca llegó a compartir su juguete. Tras la muerte de Cornell, el
curador Walter Hopps lo descubrió y lo depositó en el Smithsonian donde
permanecería oculto un par de décadas hasta que lo adquirió el Museo de Arte de
Filadelfia, la casa que alberga buena parte de la obra de Marcel Duchamp. Fue
precisamente en una exposición dedicada a mostrar el vínculo entre Duchamp y
Cornell que el libro se asomó a la luz. Se le exhibía entonces detras un
cristal que permitía al espectador asomarse solamente a una página. Se le
identificaba como “Libro objeto sin título (Manual
de agricultura práctica)”. Tras el vidrio se veía una hoja del libro con una imagen
de la Mona Lisa cargando perfumes y un sombrero. No se podía ver más. La alusión
al bigote de la Mona Lisa de Duchamp era evidente para subrayar la
correspondencia entre los artistas. Pero, encapsulada por los museógrafos, la
obra de Cornell no podía ser plenamente apreciada. Una obra de arte incrustada
en un libro, debía mostrarse como libro. Como
decía Paz al contemplar sus cajas, los collages
de Cornell se burlan de las leyes de la identidad; las cosas, los nombres se
aligeran. Así un libro que fue de agricultura se despoja de su orden, abandona
la seriedad cartesiana y se entrega a la evocación, al sueño de las asociaciones,
a los juegos del azar.
El libro del que
parte Cornell es un anuncio de una nueva era para la agricultura: la razón al
servicio de la productividad, la industria conquistando el campo. Tras la
intervención del artista, el libro es una burla a la razón tecnológica: el
aviso al lector que inserta al manual muestra a un músico que nos ve a los ojos,
acompañado de dos changos de circo y un gato que pinta al óleo. El libro se
transforma en teatro de sorpresas. Una fresa se convierte en sombrero, las
hojas son ventanas que conducen a otras ventanas que enmarcan un ojo. Tablas de
fertilizantes donde aparece un origami que envuelve el dibujo de una vaca. Modelos
de Vogue que se tienden en párrafos
que discurren sobre las bondades de los fertilizantes, mientras las Meninas se
columpian en la esquina de otra hoja.
El Manual
de las maravillas de Joseph Cornell muestra el juego de su arte. Homenajes
sonrientes.
Fernando Savater, aficionado a las breverías y a las microcosas, resalta ejercicios recientes de la gimnasia aforística.
¿Lo mejor del aforismo? Que a diferencia de la novela, el ensayo, el drama en tres actos y hasta la poesía, no admite ni la dilación ni el relleno, las dos trabajosas muletas del oficio literario.
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
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