Un portafolio de la artista iraníamericana puede verse aquí.
A cuatro años de la controversia por las caricaturas danesas, la Universidad de Yale publica un libro sobre ellas pero no se atreve a reproducirlas. Los lectores de Los cartones que sacudieron el mundo podrán adentrarse en la invesigación de Jytte Klausen que examina la orquestación de la protesta contra unas caricaturas que no podrán ver en el libro. Christopher Hitchens ha llamado la atención sobre la abdicación de la editorial. Valdría publicar de nuevo esta genial respuesta de Michael Shaw, caricaturista del New Yorker:
«Siempre ha habido modas en la crítica literaria pero lo que está de moda ahora es estar de moda, la desesperada búsqueda de algo sexy.» William Deresiewics en The Nation.
Tony Judt regresa a la Mente cautiva
, el extraordinario ensayo de Czeslaw Milosz publicado en 1953 que analiza la seducción intelectual del estalinismo. Cuando en los años setenta Judt usaba el libro en algún curso universitario, tenía que explicar la desilusión marxista; treinta años después se veía forzado a justificar la ilusión misma. Hoy resulta difícil entender la entrega a una fantasía intelectual como la utopía marxista. Pero Judt descubre otro tipo de captura que atrapa la inteligencia occidental: la hegemonía liberal, la fe en el mercado, el miedo al islam son los nuevos barrotes de la vieja cárcel descrita por Milosz. La prueba de la esclavitud ideológica, dice Judt, es la incapacidad de imaginar alternativas. Concluye con comillas de Milosz: la esclavitud intelectual es "el miedo a pensar por uno mismo."
Alfonso Reyes
Juega la Medicina sus pares y sus nones,
su águila o sol–su cara o cruz–y su ‘qué sé yo’;
y entre tantos atisbos y rectificaciones,
seguimos en las mismas del buen Rey que rabió.
Jeringas y lancetas, potajes e infusiones,
radiogramas, análisis, baños de H2O
Se hartan de proezas Sangredos y Purgones.
Las técnicas mejoran; pero el paciente, no.
Amenguan los reflejos, los nervios no responden,
las vísceras no cumplen lo que les incumbía.
Los efectos se aprecian y las causas se esconden.
Y es que no basta toda la ciencia de hoy en día
para esas inefables auras que corresponden
al paso de un fantasma por una biología
1940
Se publica en Página 12 una entrevista con Daniel Mordzinski, quien ya tiene como tercer apellido "Elfotógrafodelosscritores." La nota sirve para acercarnos a esta galería que contiene sus fotos.
Esta fotografía de Borges la tomó en 1978 pero tardó muchos años en hacerla pública. Así lo cuenta:
Pensaba que era una mala foto porque me molestaba esa mano que entraba en el frame. Lo bonito es que veinte años después, cuando me proponen hacer una exposición en Madrid hasta lo que en ese momento eran los primeros veinte años de mi trabajo, me piden que busque perlitas raras en mis archivos. De repente encontré una plancha contacto –porque antes hacíamos planchas contactos y marcábamos las fotos con un lápiz rojo– y esa foto no estaba marcada. El encanto de esta foto es justamente la mano. Por lo que antes no me gustaba, ahora me gusta. Esa mano me dice: “Hacia ahí, Dani”. Esa mano me indica que detrás del Aleph hay todo un atlas, un abecedario a completar. Me doy cuenta de que finalmente somos nosotros los que cambiamos y las fotos quedan.
Un enorme reto tenía Jaime Kuri para hacer una película sobre el trabajo de Brian Nissen. Brian tiene el morboso placer ver de películas sobre artistas y reírse de ellas. El género es una competencia de tonterías, de absurdos lugares comunes sobre el genio y la turbulenta vida de los artistas. Alguna funciona pero, en general, las películas sobre pintores son un desastre. Todas tienen su momento de climax: el instante en que la inspiración posee al pintor. El momento Eureka, le llama Nissen. La escena perfecta es la que recoge de la película de Pollock. En un momento sublime, la brocha del pintor gotea. El accidente le provoca una revelación. Transportado al territorio de la Creación, chorrea pintura sobre la tela. Su esposa entra al estudio. Impactada por el acontecimiento, le dice: ¡Lo hiciste, Jackson! ¡Has cambiado la historia del arte!
No hay ese instante Eureka en el documental de Kuri titulado “Evidencia de un acto poético”. Lo que el documental muestra es el trabajo y las ideas de Brian Nissen. Un recorrido que sigue el trazo de sus pinceles, la orografía de sus islas, las alas de sus bichos, los universos de sus mapas. Un sobrevuelo por sus ideas, sus retos, su imaginación. Dice William Hazlitt que “hay un placer en pintar que nadie más que un pintor puede conocer.” Hazlitt, el autor de ese ensayito genial sobre el placer de odiar, escribió un ensayo paralelo sobre el placer de pintar. Cuando te entregas a la tarea del pincel eres feliz, dice. Ahí no hay intriga, ni hipocresía: el pintor se somete gustoso al poder de la naturaleza con la sencillez de un niño y con la devoción de un entusiasta. La mente en calma y, al mismo tiempo, plena. Empleo simultáneo de ojos y manos. La belleza del documental está ahí: en la elocuencia con la que trasmite el placer de pintar, el placer de esculpir, el placer de crear.
El placer de pintar es múltiple. Penetra por todos lados, activa sensores en los dedos, en la piel, en la imaginación y en la cabeza. Está en las manos en contacto con el papel, la arcilla, la pintura, la cera, el bronce, la piedra, los lápices; en el adiestramiento de los pinceles. Todo arte implica una travesura erótica: imaginar y sentir. Un tacto inmediato, espontáneo, sensual. Sensaciones e imaginación. El placer del arte de Brian Nissen está también en su inteligencia, en su curiosidad de arqueólogo, de entomólogo, de jardinero y cartógrafo. El impulso estético es también un impulso por conocer. Conocer y trasmutar la morfología de los bichos, la orografía de la historia, las escamas de la naturaleza, los juegos del cuerpo. El guión del documental es exacto porque proviene de la precisión ensayística de Brian Nissen. El pintor no solamente pinta, se pregunta todo el tiempo por la naturaleza del acto creativo. En su libro Expuesto, editado en 2008 por El equilibrista, se constata la soltura literaria y la densidad intelectual de su trabajo.
Guillermo Sheridan detectaba una marca en los personajes de Brian Nissen: todos sonríen. Se entiende el gesto en las criaturas de su fantástico voluptuario, pero el gozo y el humor se asoman por todas partes. Quien lee sus códices no puede esconder la sonrisa, ese signo de la inteligencia que nos libera de la esclavitud de lo demostrable. Hay una atmósfera de bienestar en sus mariposas, en sus océanos, en sus islas. Juego y ceremonia, travesura y rito, el arte de Brian Nissen celebra la sabiduría de los gozos. La suya, una obra que piensa, que juega, que entiende y que sonríe siempre.
El hombre ha dedicado su inteligencia a dos propósitos, decía Bertrand Russell en un ensayo famoso. Por una parte, ha tratado de exprimr el mundo para su ventaja. Para ello ha inventado herramientas, ha diseñado estrategias para la conquista de otros y técnicas para el dominio de la naturaleza. Pero no es ese el único propósito de la razón. El hombre también la ha empleado para cuestionar esos deseos. Más allá de la utilidad, buscar sentido. La filosofía aparece así como una piedra en el zapato de la ambición. Es una pausa para dudar de las ilusiones compartidas. En su ensayo sobre la importancia de las humanidades, el intelectual italiano Nuccio Ordine evoca un pasaje de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Recuerda el diálogo que sostiene Marco Polo con Kublai Kan, en el que el explorador expone una idea de la salvación. “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos juntos Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.”
Esa es la tarea de la educación humanística: reconocer lo que escapa del infierno. Esa es la misión del profesor: más que trasmitir conocimiento, compartir el valor del conocimiento, de la duda y del diálogo. Esa ha sido la labor de Rodolfo Vázquez, el gran patrono de la filosofía del derecho en México y a quien el ITAM acaba de reconocer como Profesor Emérito. Autor de una obra extensa y rigurosa, Rodolfo Vázquez ha sido también un generoso editor y un incansable animador intelectual. Ha puesto en contacto a la academia mexicana con los grandes maestros de la disciplina, ha llevado a la imprenta obras clásicas y contemporáneas y ha animado incontables conversaciones y debates sobre los asuntos más quemantes de nuestro tiempo. Fundó Isonomía, una revista extraordinaria que sigue entregando puntualmente lo mejor de la producción académica en filosofía del derecho que se publica en nuestro idioma.
En el discurso que pronunció al recibir el emeritazgo, Rodolfo Vázquez subrayó tres hilos que han orientado su idea docente: la razón, la memoria y la indignación. Vale la pena detenerse en ellas. Por una parte, llama a defender una perspectiva laica. En un mundo que se entrega a los dogmatismos, sean estos políticos, religiosos o económicos, la universidad debe someter toda idea a prueba. El filósofo del derecho llama a no someterse jamás a las invocaciones de autoridad, las imposiciones de lo sagrado, o las comodidades de lo popular. Toda idea merece examen.
Una universidad no puede producir expertos desconectados de su tiempo. El rigor del razonamiento debe acompañarse de cierta humildad: reconocimieno de que la ciencia, por más perfecta que la imaginemos, nunca basta. Por ello Rodolfo Vázquez invoca los deberes de la memoria. Rastrear los caminos recorridos para saber de dónde venimos y cuál es el sitio que ocupamos. El diálogo del saber debe comenzar como una conversación con las circunstancias. Quien quiera transformar la realidad debe estar dispuesto a aprender de la realidad antes de atreverse a prescribirle recetas.
Disciplina intelectual y atención al entorno, también indignación, una forma de plantarse frente a lo inaceptable. Ningún universitario puede permanecer impávido frente a la perversión de nuestra vida pública, no puede ser indiferente frente a la desigualdad y la corrupción. Toda empresa educativa es, al final del día, aprendizaje de ciudadanía: la tarea de pensar, de pertenecer y de actuar.
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
A fines del año
pasado se publicó un libro maravilloso: el Manual
de las maravillas de Joseph Cornell, una edición facsimilar del almanaque
que el artista intervino a principios de los años 30. El libro puede verse como
se ven los collages de sus cajas, esas recámaras diminutas que encuentraron
magia en lo ordinario. En sus recipientes de vidrio y de madera, Cornell podía
guarecer la noche y sus lámparas, escribió Octavio Paz en un poema.
Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.
Canicas, botones, dedales, dados,
alfileres, timbres, cuentas de vidrio:
cuentos del tiempo.
Si la historia
hacía ruinas, el artista de las cajas transformaba las ruinas en creaciones. Joseph Cornell fue un genial zopilote de
reliquias. Su Manual de las maravillas
es la reinvención, la apropiación, la resurrección de un libro. La trasmutación
de un anuario baladí en una obra de arte. Seguramente perdido entre el polvo de
mil libros, Joseph Cornell adquirió un almanaque francés de agricultura
práctica en una librería de viejo de Nueva York por ahí de 1930. Era un libro
seco de información útil para quien quiere cultivar berenjenas o quiera
estudiar en la escuela de horticultura de Versalles. Cornell tomó el libro y
dibujó en sus páginas, transcribió sobre el texto fragmentos de poemas, insertó
imágenes, perforó hojas y jugó con las cortinas del papel.
Durante años, el
libro durmió en el sótano de la casa del artista en Queens, sin que, al
parecer, nadie lo hubiera visto. No hay testimonio que lo describa, que
registre la existencia de esta prodigiosa caja para hojear. Tal parece que el
artista nunca llegó a compartir su juguete. Tras la muerte de Cornell, el
curador Walter Hopps lo descubrió y lo depositó en el Smithsonian donde
permanecería oculto un par de décadas hasta que lo adquirió el Museo de Arte de
Filadelfia, la casa que alberga buena parte de la obra de Marcel Duchamp. Fue
precisamente en una exposición dedicada a mostrar el vínculo entre Duchamp y
Cornell que el libro se asomó a la luz. Se le exhibía entonces detras un
cristal que permitía al espectador asomarse solamente a una página. Se le
identificaba como “Libro objeto sin título (Manual
de agricultura práctica)”. Tras el vidrio se veía una hoja del libro con una imagen
de la Mona Lisa cargando perfumes y un sombrero. No se podía ver más. La alusión
al bigote de la Mona Lisa de Duchamp era evidente para subrayar la
correspondencia entre los artistas. Pero, encapsulada por los museógrafos, la
obra de Cornell no podía ser plenamente apreciada. Una obra de arte incrustada
en un libro, debía mostrarse como libro. Como
decía Paz al contemplar sus cajas, los collages
de Cornell se burlan de las leyes de la identidad; las cosas, los nombres se
aligeran. Así un libro que fue de agricultura se despoja de su orden, abandona
la seriedad cartesiana y se entrega a la evocación, al sueño de las asociaciones,
a los juegos del azar.
El libro del que
parte Cornell es un anuncio de una nueva era para la agricultura: la razón al
servicio de la productividad, la industria conquistando el campo. Tras la
intervención del artista, el libro es una burla a la razón tecnológica: el
aviso al lector que inserta al manual muestra a un músico que nos ve a los ojos,
acompañado de dos changos de circo y un gato que pinta al óleo. El libro se
transforma en teatro de sorpresas. Una fresa se convierte en sombrero, las
hojas son ventanas que conducen a otras ventanas que enmarcan un ojo. Tablas de
fertilizantes donde aparece un origami que envuelve el dibujo de una vaca. Modelos
de Vogue que se tienden en párrafos
que discurren sobre las bondades de los fertilizantes, mientras las Meninas se
columpian en la esquina de otra hoja.
El Manual
de las maravillas de Joseph Cornell muestra el juego de su arte. Homenajes
sonrientes.
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Tristes cuervos caminando sobre la arena.
Muy extraño, como las imagenes se impregnan de su propio contenido ocultandose bajo esa larga vestidura que es la orilla del mar.