Ahora que empiezan las campañas, resulta muy oportuno el podcast del Guardian sobre La sociedad del espectáculo de Guy Debord.
El espectáculo, dice en aquel libro famoso, no es una colección de imágenes, sino una relación social entre personas que es mediada por imágenes.
Aquí puede verse la adaptación fílmica que el propio Debord hizo de su libro:
Publicado en Plural en agosto de 1972.
«Al predicar la duda absoluta frente a las ideas recibidas, Fourier nos enseña a confiar en el cuerpo y en sus impulsos; al exaltar la desviación también absoluta, de todas las morales, nos muestra que el camino más corte entre dos seres es el de la atracción apasionada. Los ‘sueños’ de Fourier no son fantasías: son la crítica de la sensibilidad y la espontaneidad contra las camisas de fuerza de los sistemas y las abstracciones.» Octavio Paz: «La mesa y el lecho: Charles Fourier», en el Tomo X de sus Obras completas.
El poeta Charles Simic extraña los días en que su buzón recibía cotidianamente un montón de tarjetas postales. Recuerda las imágenes turísticas y extrañas que paseaban por el mundo hasta llegar a su destino. También recuerda con nostalgia lo que se escribía en ese espacio pequeñito: joyas de la elocuencia y la concisión.
Aquí escribí sobre El monstruo ama su laberinto, uno de sus cuadernos de notas.
“Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias.” Ida Vitale expone así su idea de la poesía en Léxico de afinidades, su caprichoso diccionario personal. No es tarea de la poesía ponerle casa el lenguaje. Su afán es soltar las palabras, dejarlas correr. Las palabras son un “halo sin centro.” Buscamos siempre algo y es la palabra, no la uña, quien escarba: “Abrir palabra por palabra el páramo, abrirnos y mirar la significante abertura.”·
Vitale, quien ha ganado en estos meses recientes el premio Alfonso Reyes y el Reina Sofía, ha mostrado la volátil precisión de la poesía:
Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Un breve error
las vuelve ornamentales.
Su indescriptible exactitud
nos borra.
Memoria, cuaderno de aforismos, poemario salpicado de prosa, el vocabulario que por primera vez publicara Vuelta en 1994 y que ahora puede leerse con el sello del Fondo de Cultura Económica, se rinde ante el dios del azar. Nada más arbitrario que enlazar ideas por la letra que las abre. Brincar del ajedrez al ajo. Merodeo, modelo, monólogo. Piedras, poesía, progreso. Afinidades misteriosas. No es casual, dice ella en un poema, lo que ocurre por azar. Es el trazo de la geometría celeste. Llamamos fortuna al fracaso de nuestra imaginación.
Ambulando entre animales y plantas, fantasmas y plazas, amistades y lecturas, el abecedario sugiere eso: la secreta afinidad de todas las criaturas. La preclara inocencia del alfabeto. Se trata, a fin de cuentas, de un testimonio del revoltivo que nos circunda. Los reinos se mezclan para fastidio de los catalogadores. El azar es un dios extraviado y no se esconde solamente en la catástrofe. A veces, escribe en su poema “Trampas”, se asoma en la alegría. Las líneas de Lucrecio que Vitale escoge como epígrafe de su diccionario son perfectas.
… como una barredura de cosas
esparcidas al azar
el bellísimo cosmos…
Afortunadamente, escribe Vitale, el mundo es difícilmente clasificable. La poesía aparece como el esfuerzo de un orden, así sea el más frágil. En “Reunión”, uno de sus poemas emblemáticos, la poesía aparece como un susurro, una leve disonancia:
Érase un bosque de palabras,
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue, un oral arcoíris
de posibles oh leves leves disonancias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con una voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más díríase,
el silencio.
En una carta a Alfred Douglas, Oscar Wilde identificaba la sabiduría profunda con una ignorancia esencial. El sabio entiende que el alma humana no puede ser descifrada. “El último misterio es uno mismo.” Se podrá medir el sol, calcular con precisión la distancia de la Tierra a la Luna, podrá dibujarse un mapa de la galaxia pero, al final del día está uno. ¿Quién podría medir la órbita de su propia alma,? Preguntaba Wilde. Tal parece que el misterio persiste. La identidad escapa las redes de la ciencia y sus asombrosos instrumentos de medición.
Están a nuestra disposición las placas de nuestra identidad genética pero estamos muy lejos de descifrar sus signos. Hay empresas que emplean una gota de sangre para rastrear nuestros ancestros e identificar la curiosa red de parentescos. Seguramente somos primos de algún narcotraficante y sobrinos de alguna monja portuguesa. Ha aparecido una industria genómica recreativa que, como si fuera una especie de astrología microscópica, nos ofrece una imagen de nosotros mismos, incluyendo las más exóticas propensiones de personalidad. El Proyecto de Genómica Personal es un proyecto del biólogo George Church que ha creado una base pública de datos con información de 100,000 voluntarios. Steven Pinker, el psicólogo evolutivo que se ha dedicado a explorar los laberintos del lenguaje es uno de esos voluntarios y ha narrado en la revista dominical del New York Times su experiencia. Advierte en primer lugar las limitaciones del experimento: una estampa de del genoma humano completo sería una tabla con seis billones de datos. El Proyecto del Genoma Personal registra apenas una porción minúscula de ese mosaico.
Una fascinación asalta al psicólogo. De la frialdad de los datos se asoman parentescos milenarios. Un cromosoma permite rastrear siglos y siglos de historia. Un judío ecuménico y secular como yo, dice Pinker, no puede dejar de sentirse en familia con una vieja tribu al saber que compartimos, sin querer, un achaque. Pero parece que el inmenso pajar de la información genética ofrece menos información sobre el individuo concreto que el informe del espejo. El arete de algún cromosoma puede decirme que tengo 35% de probabilidades de ser calvo: el espejo me dice que lo soy.
Pinker no tiene miedo de las implicaciones políticas o morales de estos escaneos. La curiosidad científica no tiene por qué ser catalogada como actividad peligrosa. La ciencia no reconoce preguntas impronunciables. La genética, por otro lado, no nos condena a vivir en una cárcel de barrotes diminutos. La ciencia de los cromosomas está muy lejos de cancelar los espacios de la libertad individual como fantasean algunos novelistas de ciencia ficción que vaticinan una sociedad de castas científicamente organizada. No hay duda de que lo que somos está definido en buena medida por la cazuela genética. Pero hay mucho en esa olla que no entendemos y mucho fuera de ella que nos marca. Se ha mostrado que un gen ayuda a los corredores de velocidad y otro a los corredores de resistencia. Pero el propio científico que descubrió esta conexión no cree que sea sensato buscar el gen para detectar a los deportistas dotados. Mejor sería poner a unos niños a correr y ver quién corre más rápido. La genómica no es la red que ha capturado los diminutos rizos que definen nuestra esencia. Si quieres saber si tienes riesgo de tener el colesterol alto, no busques tus cromosomas, házte una prueba de colesterol.
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
Jajajaja…me recuerda a la película «good bye Lenin».
Me parece que es el puente de las cadenas en budapest.
«Nos falló el truco» diría el mago, «Disculpe usted sr. Lenín, no volverá a pasar» y el público aplaudió…
Go West!
Go West!
La película a la que recuerda esta imagen es «La mirada de Ulises», de Theo Angelopoulos, que tiene una escena idéntica.