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William Safire, lexicógrafo de la política norteamericana, identifica en su artículo de hoy los efectos de la campaña del 2008 en el vocabulario. Una campaña política acuña palabras, inventa y recupera símbolos que llenan el espacio público con el eco de antiguas batallas.
El número de ayer del semanario del New York Times se dedica a la arquitectura. Entre otros artículos, aparece éste de Nicolai Ouroussouff sobre la invitación de Sarkozy a un grupo de arquitectos para transformar la capital francesa. Aquí, pueden verse imágenes de las propuestas.
José Emilio Pacheco
Homenaje a Netzahualcóyotl
I
No tenemos raíces en la tierra.
No estaremos en ella para siempre:
sólo un instante breve.
También se quiebra el jade
y rompe el oro
y hasta el plumaje de quetzal se desgarra.
No tendremos la vida para siempre:
sólo un instante breve.
II
En el libro del mundo Dios escribe
con flores a los hombres
y con cantos
les da luz y tinieblas.
Después los va borrando:
guerreros, príncipes,
con tinta negra los revierte a la sombra
No somos reyes:
somos figuras en un libro de estampas.
III
Dios no fincó su hogar en parte alguna.
Solo, en el fondo de su cielo hueco,
está Dios inventando la palabra.
¿Alguien lo vio en la tierra?
Aquí se hastía,
no es amigo de nadie.
Todos llegamos al lugar del misterio.
IV
De cuatro en cuatro nos iremos muriendo
aquí sobre la tierra.
Somos como pinturas que se borran,
flores secas, plumajes apagados.
Ahora entiendo este misterio, este enigma:
el poder y la gloria no son nada:
con el jade y el oro bajaremos
al lugar de los muertos.
De lo que ven mis ojos desde el trono
no quedará ni el polvo en esta tierra.
* A partir de las traducciones de Angel María Garibay
y Miguel León Portilla.
Goethe aspiró a la integración de la sensibilidad poética y científica. Vivir los símbolos del mundo y entender sus mecanismos. Editorial Siruela publicó hace algunos años un libro sobre Goethe y la ciencia que mostraba al escritor como un atento observador de la naturaleza. Una inteligencia respetuosa del experimento sin cerrarse al guiño de la revelación. La ciencia para Goethe, escribe Jeremy Naydler en la introducción a ese volumen, era una ensanchamiento de la conciencia. La ruta contraria al encogimiento de la especialización: enlazar todas las facultades humanas para “infundir vitalidad al acto de percepción”. Sintió un enorme orgullo por su teoría del color, estudió las piedras y las plantas; descubrió un hueso oculto en la mandíbula humana, fundó el campo de la morfología como la ciencia de las formas vivas. Su mayor contribución al campo de la ciencia, sigue Naydler, fue precisamente vitalizar nuestro vínculo con el mundo: percibir el planeta como nuestra casa. La astronomía, por eso, no le interesó nunca. Para observar la orbitación de los planetas era necesario auxiliarse de instrumentos, sujetarse a intermediarios. La ciencia que interesó a Goethe fue siempre la ciencia de lo sensible: oir, tocar, ver para comprender lo que nos circunda.
Al final de su vida, Goethe llegó a decir que los momentos más felices de su vida habían sido los que había entregado al estudio de las plantas. En Italia descubrió las delicias de la observación y del cultivo. Ahí se convenció de que había una unidad elemental que presidía la inmensa variedad vegetal. Ahí también ideó la existencia de una planta arquetípica: la Urpflanze. En efecto, la ciencia en Goethe no es incompatible con la imaginación sino, muy por el contrario, complementario a la inspiración poética. “Ciencia y poesía pueden unirse. La gente olvida que la ciencia se ha desarrollado de la poesía y no es capaz de advertir que un movimiento del péndulo puede benéficamente reunirlos de nuevo, para beneficio mutuo.”
De aquellas horas dichosas entregadas a la observación de hojas, flores, tallos y pistilos, de la paciencia con la que fue advirtiendo extensiones, ensanchamientos y brotes surgió su Metamorfosis de las plantas, un librito de 123 párrafos que, a juicio del historiador Robert J. Richards, sembró una revolución que transformaría la biología en el siglo XIX. El libro acaba de reaparecer en una preciosa edición del MIT, bajo el cuidado de Gordon L. Miller, quien también ha fotografiado las plantas de las que habla Goethe en su monografía.
La vida de las plantas puede aprenderse aquí es una incesante peripecia de complejidad: la contracción y expansión de un arquetipo. Botánica trascendental, biología idealista quizá. No sé hasta qué punto pueda realmente hablarse del autor del Fausto como un científico. Lo que queda de sus observaciones son, tal vez, frases memorables antes que teorías que han servido como plataforma de conocimiento. “Todo es hoja,” anotó en alguna página de su diario. Botánica trascendental, biología idealista, quizá. Pero no deja de ser un ojo fascinante, una lectura seductora de la naturaleza, una noción vivificante del conocimiento. Queda, desde luego, la invitación a pensar en una ciencia que se examina a sí misma. “Al observar es mejor ser plenamente conscientes de los objetos, y al pensar ser plenamente conscientes de nosotros mismos.” Se trata de una ciencia que nos invita a apreciar la belleza, que nos compromete con la naturaleza y la acción.
Carlos Reygadas ha saltado al ruedo de la actuación acompañado de su familia. Su esposa y sus dos hijos pequeños actúan como su esposa y sus hijos en la cinta que él escribió y dirigió. El protagonista de “Nuestro tiempo” es un creador que deja la ciudad para irse al campo. Todas estas coincidencias han llevado a muchos a imaginar más conexiones entre la cinta y la vida de Reygadas. Los componentes autobiográficos de esta película que acaba de estrenarse en México, son lo de menos. Lo que importa, dice él, es la materia fílmica, no el parentesco de los actores.
Reygadas es nuestro cineasta más incómodo, ha dicho Fernanda Solórzano. El más arriesgado, el más polémico. Tiene razón. Hace unos años una película suya fue recibida entre abucheos y premios. Sus películas están escritas en un lenguaje que escapa de las convenciones narrativas. El director no siente el deber de justificar cada escena, de explicar cada evento, de redondear psicológicamente a sus personajes. El mundo de Reygadas es como el otro: enigmático y borroso. Hasta en lo más familiar hay misterio. Y lo íntimo será quizá lo más incomprensible. La tarea del cineasta parece ser no la explicación sino la contemplación; no el entendimiento sino el asombro. No el cuento: el lienzo. Ir al cine para ver a una vaca, para ver las olas del mar, una caricia, una mirada, el cielo, la rabia, una sonrisa, las nubes. No tengo intenciones específicas, le dijo a Ernesto Diezmartínez. “Me basta con compartir presentando. Como los árboles que se presentan nada más, sin decirte cuándo reír o tener miedo. Hago continentes y dejo espacio al espectador par depositar en ellos su propio contenido. Dejarlos vacíos, incluso, si prefieren.”
El matrimonio que se deshace en “Nuestro tiempo” es apenas el hilo perceptible de la cinta. Un hilo que muestra los juegos del poder que se cuelan en las relaciones amorosas, las trampas del hábito, el estrangulamiento con palabras, la imposibilidad de sujetar la primera llama. Pero debajo de la espiral de separación, se asoma todo. En los largos planos de Reygadas está la ambición de abrazar el horizonte. Toda la experiencia de estar vivo, de existir bajo la lluvia, entre perros y tazas de café. Las divagaciones son tan importantes como la línea central de la película. El amor de un padre y sus muchas vanidades. El abismo que separa al patrón del ranchero. La pulsión que anhela apropiarse de lo amado. Y el abrazo del mundo, de la naturaleza.
Como en todas sus cintas, el quinto largometraje de Reygadas se pasma ante el inmenso poder del escenario. Es dudoso que los protagonistas sean, en realidad, los humanos que se enamoran y se pelean. Diminutos parecen siempre estos muñecos, frente a la inmensidad de lo sobrehumano. El cineasta nos invita a ver de otro modo el planeta que habitamos. Seguir sin prisa el trote de los animales, el meneo de los árboles, el goteo de la lluvia, la corpulencia de los cerros. Las secuencias que los admiran no son bisagras entre escenas. No son pestañeos que permiten cambiar de tiempo. Reygadas ha dicho que, en su retrato de montes y animales, en el registro sonoro de truenos y ladridos no hay pretensión alegórica. Me parece imposible dejar de pensarlas como pistas o, tal vez, como un argumento involuntario. En esas escenas se capta, creo yo, el supremo imperio de las pasiones, el inescapable ciclo de la vida. ¨
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
Robert Hughes ya había visto a la muerte. La vio sentada frente a un escritorio, como si fuera un banquero. Ningún gesto. Sólo la boca abierta, un túnel negro como el que pintaron los antiguos cristianos. El banquero esperaba que me dejara ir, que entrara a su garganta oscura, recuerda en sus memorias. La invitación me pareció abominable, me llenó de odio al no ser. No era miedo. Era, más bien una apasionada repulsión por la nada en que se convertiría. En ese momento me di cuenta de que no hay nada después de la vida: el único sentido de la vida es la vida afirmándose tercamente contra el vacío y la trivialidad. Esta vez el banquero no lo soltó. Robert Hughes es nada.
Fue porque fue crítico. Así lo dijo en el título shakespeareano de uno de sus libros. No pidas halagos, le dice Yago a Desdemona. Que nada soy si no soy crítico. La crítica no fue un oficio, una ocupación, una fuente de ingresos: fue la condición de su existencia, esa que con pasión resiste la nada y su vecino: lo trivial. “Adoro el espectáculo de la habilidad”, decía. Su vida fue el homenaje a la expresión artística y la ruda impugnación de los farsantes. Era, con orgullo, un elitista cultural. La desigualdad en las artes no hace daño a nadie. La democracia no tiene nada que hacer en esos dominios donde debe preferirse lo bueno a lo malo, la elocuencia al cuchicheo, la plenitud de la conciencia a la conciencia adormecida. La torpeza estética era para él una forma de tiranía manufacturada. El siglo XX dio pocos enemigos de ese despotismo tan briosos y elocuentes como Robert Hughes.
Su pasión no podía ser transigente. En sus crónicas publicadas en Time y en muchas otras revistas hay una deliciosa rudeza. Su reseña a las memorias de Julian Schnabel pertenece a las antología universal del veneno. “La vida no examinada, dijo Sócrates, no merece ser vivida. Las memorias de Julian Schnabel, tal y como son, nos recuerdan que lo opuesto también es cierto. Una vida no vivida no merece ser examinada.” Cuando preparó el documental sobre el arte del siglo XX para la BBC, celebraba un genio que se agotaba a golpe de subastas. En los últimos episodios de El impacto de lo nuevo se advierte su pesimismo sobre el futuro del arte y el efecto devastador del dinero. Poco de lo nuevo le interesó. A pesar de estar convencido de que en el arte no hay progreso, describió la decadencia. Al visitar al coleccionista Alberto Mugrabi y contemplar una escultura de Damien Hirst se preguntó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte—no todo, gracias a Dios, pero mucho—se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes.” Pero su admiración era también prodigiosa. Supo comunicar el embeleso estético, las capas de sentido que contiene una obra maestra, los desafíos que nos lanza el artista, las maravillas de la ciudad, el significado que el arte nunca impone pero que siempre insinúa.
Lo dice con espléndida elocuencia en El impacto de lo nuevo: el arte, el verdadero, busca siempre iluminar la totalidad de la experiencia humana, hacerla comprensible. Comunicarnos la gloria y la miseria de la vida sin acudir al argumento. Romper la brecha entre tú y todo lo que no eres tú. El camino del sentimiento al sentido. El arte de la crítica pertenece al mismo dominio. Como custodio de una ambición humana, su prosa aspiró a esa comunicación.