Stanley Fish escribe un artículo en el New York Times sobre el nuevo libro de Martha Nussbaum sobre el amor y la justicia. La justicia, dice Nussbaum, no puede construirse con ladrillos estrictamente institucionales: requiere cultivar sentimientos de reciprocidad. Correspondería al poder público sembrar esas emociones con el ejemplo, las ceremonias públicas, el arte.
Malcolm Thorndike Nicholson, por su parte, critica a Nussbaum en Prospect. Nussbaum ha creado una industria de reflexiones morales que emplea a los clásicos de la literatura no solamente para ilustrar su filosofía, sino para desarrollarla. El problema es que el recurso se convirtió en una fórmula y una excusa para dejar de pensar rigurosamente. La idea de una política de amor no deja de ser preocupante para una sensibilidad liberal.
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Aquí puede leerse una entrevista con Nussbaum sobre su libro.
Poema de Anna Ajmátova, música de John Tavener:
La musa
Cuando aguardo su llegada por las noches,
pareciera que la vida pende de un cabello.
¿Qué son los honores, la juventud, la libertad,
ante la dulce huésped con su flauta en la mano?
Y entra, me mira fijamente
y me quita la manta.
Le digo: “¿Fuiste tú la que le dictó a Dante
las páginas del Infierno?” Y responde: “Yo”
(Traducción de Belén Ojeda)
El gran poeta leonés Antonio Gamoneda ya tiene título para su nueva colección de poemas: Canción errónea. En un artículo de El país se entrecomilla esta pista: "La vida es un error lleno de cosas maravillosas -la amistad, el amor-, pero un error. Ir de la inexistencia a la inexistencia es un asunto raro, ¿no?" Pronto aparecerán también sus memorias de infancia. Por lo pronto, el diario anticipa un poema:
Amé. Es incomprensible como el temor de los árboles.
Ahora estoy extraviado en la luz pero yo sé que amé.
Yo vivía en un ser y su sangre se deslizaba por mis venas y
la música me envolvía y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?
Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían dulcemente. ¿Qué
fue existir entre cuerdas y olvidos?
¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio corazón?
Es extraño: solamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño:
Todavía el amor
habita en el olvido.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
Ante el “estancamiento de la imaginación política” de nuestro tiempo, Humberto Beck ha rescatado la profética inactualidad de Ivan Ilich en su libro más reciente. Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Ilich (Malpaso, 2017) es una de las piezas más sugerentes de reflexión crítica que se hayan publicado recientemente. Tal y como lo muestra Beck, en el pensamiento de Ilich hay una pista de modernidad que hemos cancelado desde hace siglos. Una modernidad que no se subordina a las herramientas, que no se somete a la prisa, que no atiza enemistades, que no se ahoga en la incomunicación. Esa modernidad que embona con las ilusiones liberales o socialistas. Más que a la utopía de la libertad individual o de la igualdad, los trazos de Ilich dibujan una utopía de la convivencia.
La presencia de la amistad es la célula madre de esa sociedad convivencial. “Para Ilich no había mayor don existencial que la presencia de un amigo,” dice Beck. Estaba convencido de que los vínculos mecánicos y las rutinas de la organización institucional imposibilitaban esos milagros del encuentro. Para Illich, más que desandar siglos, hay que volver a pensar el sentido de la convivencia, las posibilidades del afecto, el servicio de los instrumentos, el impacto de las instituciones, el efecto de nuestros deseos. El pasado no es el lugar al que hay que regresar. Es, más bien, un espejo que desafía nuestras certidumbres.
El enemigo del coche, de la escuela y del hospital estaba convencido de que hemos sido secuestrados por las herramientas. Poco a poco los instrumentos que fabricamos se convierten en fines y nosotros en títeres del artefacto. Rendimos culto a los utensilios que nos exclavizan. El camino, lejos de acercanos a la meta, nos aleja de ella. La medicina institucionalizada se ha convertido en la peor amenaza para la salud. A medida que diseñamos coches más veloces y hacemos más amplias las autopistas, entregamos más tiempo al traslado. Compramos un coche imaginando que el vehículo ampliará nuestra libertad cuando, en realidad, nos apriosiona. Nos hace trabajar para comprarlo y para alimentarlo cotidianamente con combustible. Nos encierra durante horas para trasladarnos de un lado a otro de la ciudad. Y la escuela, lejos de alentar el conocimiento, la curiosidad, el entendimiento, es un expendio de títulos que legitiman la exclusión. Un aberrante monopolio. ¿por qué consentimos que la escuela sea, en términos prácticos, requisito de pertenencia moral a la sociedad?
Javier Sicilia lo llamó con razón un “profeta de la desgracia.” Supo ver antes que nadie que nuestras instituciones son jaulas y que nuestros ideales engaños. En los expertos hemos depositado una fe incompatible con una sociedad abierta y fraterna. Nuestro tiempo, dice Ilich es del de las profesiones inhabilitantes. Nosotros tenemos problemas mientras los expertos dispensan las soluciones. A los técnicos corresponde decidir lo que es conveniente y a nosotros toca dar las gracias. A un abanico de técnicos hemos entregado cuidados que no deben transferirse nunca. La cultura no es propiedad de nadie.
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
Pensè por un instante que el propietario de esos zapatos tan a la moda era Elton John…