Se publica en el New York Times una nota interesante sobre una innovación política atractiva. En lugar de que el Estado promueva ciertas conductas con algún estímulo o desaliente otras con el castigo, lo que se intenta en varios lados es vincular el comportamiento socialmente deseable con el juego. Si se quiere estimular que la gente suba escaleras por su pie, en lugar de treparse a la escalera eléctrica, puede transformarse en un piano, como se ve en el video de abajo. Para fomentar ciertas conductas, puede invitarse a un sorteo. La lección es muy clara, dice Richard Thaler, si se quiere estimular la buena ciudadanía, habrá que hacer que la buena conducta sea divertida.
Orhan Pamuk celebra los museos pequeños en un artículo breve que publica el New York Times. Algo sabe de esto, después de levantar su propio museíto en Estambul. «Mis museos favoritos tienden a ser pequeños, del tipo de los que muestran la creatividad y la vida de individuos privados.» No es que Pamuk deteste el Louvre o el Museo Británico, es que en ellos siente la opresión del Estado. Los museos pequeños se esconden en callejuelas y no aparecen en las guías de turistas pero trasmiten una atmósfera personal y pueden comunicar la experiencia de haber vivido en otros tiempos.
Goethe aspiró a la integración de la sensibilidad poética y científica. Vivir los símbolos del mundo y entender sus mecanismos. Editorial Siruela publicó hace algunos años un libro sobre Goethe y la ciencia que mostraba al escritor como un atento observador de la naturaleza. Una inteligencia respetuosa del experimento sin cerrarse al guiño de la revelación. La ciencia para Goethe, escribe Jeremy Naydler en la introducción a ese volumen, era una ensanchamiento de la conciencia. La ruta contraria al encogimiento de la especialización: enlazar todas las facultades humanas para “infundir vitalidad al acto de percepción”. Sintió un enorme orgullo por su teoría del color, estudió las piedras y las plantas; descubrió un hueso oculto en la mandíbula humana, fundó el campo de la morfología como la ciencia de las formas vivas. Su mayor contribución al campo de la ciencia, sigue Naydler, fue precisamente vitalizar nuestro vínculo con el mundo: percibir el planeta como nuestra casa. La astronomía, por eso, no le interesó nunca. Para observar la orbitación de los planetas era necesario auxiliarse de instrumentos, sujetarse a intermediarios. La ciencia que interesó a Goethe fue siempre la ciencia de lo sensible: oir, tocar, ver para comprender lo que nos circunda.
Al final de su vida, Goethe llegó a decir que los momentos más felices de su vida habían sido los que había entregado al estudio de las plantas. En Italia descubrió las delicias de la observación y del cultivo. Ahí se convenció de que había una unidad elemental que presidía la inmensa variedad vegetal. Ahí también ideó la existencia de una planta arquetípica: la Urpflanze. En efecto, la ciencia en Goethe no es incompatible con la imaginación sino, muy por el contrario, complementario a la inspiración poética. “Ciencia y poesía pueden unirse. La gente olvida que la ciencia se ha desarrollado de la poesía y no es capaz de advertir que un movimiento del péndulo puede benéficamente reunirlos de nuevo, para beneficio mutuo.”
De aquellas horas dichosas entregadas a la observación de hojas, flores, tallos y pistilos, de la paciencia con la que fue advirtiendo extensiones, ensanchamientos y brotes surgió su Metamorfosis de las plantas, un librito de 123 párrafos que, a juicio del historiador Robert J. Richards, sembró una revolución que transformaría la biología en el siglo XIX. El libro acaba de reaparecer en una preciosa edición del MIT, bajo el cuidado de Gordon L. Miller, quien también ha fotografiado las plantas de las que habla Goethe en su monografía.
La vida de las plantas puede aprenderse aquí es una incesante peripecia de complejidad: la contracción y expansión de un arquetipo. Botánica trascendental, biología idealista quizá. No sé hasta qué punto pueda realmente hablarse del autor del Fausto como un científico. Lo que queda de sus observaciones son, tal vez, frases memorables antes que teorías que han servido como plataforma de conocimiento. “Todo es hoja,” anotó en alguna página de su diario. Botánica trascendental, biología idealista, quizá. Pero no deja de ser un ojo fascinante, una lectura seductora de la naturaleza, una noción vivificante del conocimiento. Queda, desde luego, la invitación a pensar en una ciencia que se examina a sí misma. “Al observar es mejor ser plenamente conscientes de los objetos, y al pensar ser plenamente conscientes de nosotros mismos.” Se trata de una ciencia que nos invita a apreciar la belleza, que nos compromete con la naturaleza y la acción.
Hace casi diez años Terry Eagleton publicó sus memorias. Quien las lea encontrará en ellas una extraña combinación de identidades y experiencias. Si se titula El portero es porque ha vivido siempre en el quicio de una puerta: católico en casa protestante, hijo de obreros cobijado por las instituciones de la élite, un marxista bien visto por los liberales. Siempre fiel al marxismo, a cuyo fundador dedicó una defensa reciente, Eagleton ha polemizado recientemente con los apóstoles del ateísmo que ven en toda creencia, fanatismo. La religión puede ser opio pero es, para seguir citando a Marx, el corazón de un mundo descorazonado. El crítico literario no puede admitir esa ecuación del ateísmo militante que identifica fe con el fanatismo y ciencia con tolerancia. Cuando Eagleton salió a arena pública para exhibir la ignorancia teológica de Richard Dawkins y reivindicar el sitio de la fe en la sociedad contemporánea, sorprendió muchos. No se esperaba que el crítico marxista empeñado en releer a los clásicos, tuviera tan buen oído para la meditación teológica. Con ese oído para el cuento literario y religioso se ha acercado también al tema del Mal.
Escribo la palabra con mayúscula porque Eagleton lo aborda como categoría teológica, no como simple nota moral. Tiene razón el filósofo AC Grayling al ubicar al crítico literario como un hombre atrapado en dos cajas de las que no ha querido o no ha podido salir: el marxismo y el catolicismo. Araña ambas baúles con ferocidad pero no escapa de ellos. En sus ensayos sobre el Mal, el católico recupera la idea del pecado original y ve al Mal como la pareja de Dios. Como Él, es causa de sí mismo; productor de la Nada frente al creador del cosmos. Para Eagleton, la perversidad, el simple afán de daño no equivale al Mal. El Mal no es, siquiera, la maldad suprema. El Mal expresa otra categoría: una condición del ser. El Mal es una compuerta hacia la Nada. No es un daño con sentido, un dolor con propósito, una desgracia interesada sino una voluntad de destrucción por la destrucción misma. El Mal es el gozo por la destrucción, el placer del aniquilamiento.
La ontología eagletoniana del Mal lo retrata como el supremo sinsentido. La liquidación en estado puro. El Mal no puede soltar los hilos de su afán: es una ingeniería obsesiva y controladora que no puede dejar nada suelto. Planeación perfecta que no admite azares. Por eso el Mal de Eagleton tiene mentalidad burocrática, mientras el bien adora la sorpresa y está enamorado de lo incompleto. De ahí que sugiera Eagleton que Stalin pudo ser un siniestro villano pero lo suyo no fue la producción de Mal. En sus crímenes hay una lógica, un propósito. Hitler, sin embargo, sí puede encarnar, a su entender, el Mal porque el holocausto no obedecía un plan militar concreto. ¿Cuál era la utilidad estratégica del exterminio? Por eso Eagleton ha señalado que los ataques del 11 de septiembre pueden haber sido una perversidad gigantesca, pero no fueron obras del Mal. Los suicidas que se estrellaron en las torres gemelas tenían un propósito concreto y tal vez fueron eficaces con su inmolación criminal.
La sublimación teológica del Mal es una restauración de Satán en este mundo desencantado pero apenas sirve para abordar el debate moral de nuestro tiempo. Aún el ejemplo que ofrece para demostrar su presencia histórica resulta poco convincente. El holocausto no tuvo sentido militar pero sí racial: la solución final era, obviamente, un remedio a la corrupción de la sangre. La excursión literaria y religiosa de Eagleton es rica, interesante y provocadora pero, a final de cuentas, inservible.
La historia parece sacada del periódico del día de hoy. En un régimen cerrado, un grupo de disidentes lanza mensajes que se extienden como un virus por la ciudad. Las burlas a los poderosos brincan de una casa a otra, formando una red de discrepantes que crece a diario. De pronto, la policía da el golpe y pone fin a la infección. Los burlones, tras las rejas para que nadie tenga acceso a los mensajes sediciosos. En realidad, se trata de una historia de mediados del siglo XVIII, en París. Los hechos los narra ese extraordinario detective de la historia francesa que es Robert Darnton. El historiador no es solamente un erudito que lo sabe todo de los tiempos revolucionarios, sino un especialista en los trasmisores de las ideas, sean libros, panfletos o pantallas.
En esta historia, más que impresos, Darnton registra versos que pasaban de boca en boca en la capital francesa, en 1749. En un país con poco acceso a la red (de publicaciones) los mensajes viajan, sobre todo, oralmente. Si se acompañan de música, mejor. El investigador hurga en archivos hasta escuchar con la imaginación a los cantantes que en las esquinas y en los callejones parisinos difundían la denuncia y se mofaban del régimen y sus personajes. Si se conservan ciertos rastros de esas coplas es, desde luego, por su ofensa. Por ser consideradas como un peligro político ingresaron a los archivos de la policía parisina. La música es utilizada como la correa que trasmite la rebeldía. Convertidos en canción, los versos insumisos son una travesura que va conectando inconformes. El gozo de cantar la insolencia bajo la cubierta de un sonsonete inofensivo se contagia con facilidad. La técnica de entonces era la misma que hoy oímos en programas como el Weso: sobre tonadas populares, los cantantes callejeros sobreponen versos sediciosos. Un palimpsesto sonoro, lo llama Darnton.
Poetry and the Police: Communication Networks in Eighteenth-Century Paris (Belknap Press, 2010) recupera un número reducido de poemas cantados en la calle. Darnton encuentra vestigios de la letra, las órdenes para la captura de los cantantes, los interrogatorios, las confesiones y delaciones de los reos. Reconstruye así el episodio conocido como el “Affaire de los catorce,” por ser ése el número de los convictos. En las canciones, se observa la saña contra Madame Pompadou pero ni la corte ni el rey se salvan del embate musical. El monarca es pintado en uno de los poemas como monstruo de rabia negra y en otro es retratado como un impotente:
Pues bien, burguesía temeraria
Dices que has podido dar satisfacción
al rey
Y que él ha satisfecho tus esperanzas
Bien sabemos que esa noche
el rey quiso dar prueba de su ternura
pero no pudo.
Darnton se desplaza con destreza admirable por los archivos del siglo XVIII, ofreciéndonos un jugoso cuento policiaco en el que catorce hombres caen en manos de la policía, pero nunca puede darse con el autor de los versos peligrosos. La reconstrucción del episodio llega, incluso a su resurrección musical. En internet puede escucharse una recreación de las canciones, de acuerdo a las pistas que Darnton ha podido ir integrando. El cabaret electrónico puede escucharse aquí. Desde luego, no podemos escuchar las canciones como las habrán oído a escondidas, hace más de 250 años, pero al escucharlas se advierte la fuerza de esos hilos de comunicación. Ahí está el argumento central de Darnton: internet no inventó la comunicación humana; Facebook no es el origen de las redes sociales. Si a la monarquía le enfurecían las burlas cantadas es porque se percataba de algo que los poderosos todavía no sabían cómo tratar: la opinión pública.