Rufino Tamayo, 1979.
Fotografía de Susan Meiselas vista aquí
Robert Kaplan sale en defensa del dictador virtuoso. Kaplan, autor de un libro reciente sobre la geopolítica del Oceano Índico, pide que no se confunda a un genocida como Gadafi con un dictador ilustrado como el sultán de Omán. Un dictador virtuoso es un gobernante que, a pesar de no haber sido electo a través del voto ni estar sometido a los controles de un régimen constitucional, goza de legitimidad social, tiene una visión de Estado y es capaz de conducir el cambio a través de las instituciones. A pesar de que no esté de moda decirlo, hay dictadores benéficos, dice Kaplan.
En la edición de diciembre de Vanity Fair se publican las fotografías que Salgado tomó de los indios awá, en el Amazonas.
Acá pueden verse más fotos de la expedición.
Tomaz Salamun
¡Oh tú, que haces posible el puro gozo!
El sufrimiento y el abandono, la siembra callada,
el mudo envenenamiento del jugo y las células.
Que me traicionas y ajustas las correas. ¡Más! ¡Más!
Que exprimes con cruel dulzura la muerte de mí.
Un ladrón es mi Grial.
Que te olvidas de mí.
Que has roto mi sangre apenas
te entré.
¡Monstruo idéntico!
Nada sabes de pérdidas.
En quien la única huella de placer sobre tu
cuero se dispara en aquella millonésima
fracción de segundo en que tomas
el cash.
Sólo en aquel momento te estremeces.
Que con la mirada quemas y reduces a cenizas.
Que tienes la fragancia del heno.
¿Qué esperas, férreo príncipe? Mi
Saturno ya está partiendo.
¡Aprieta!
¡Incrústate en la embriguez y mira!
Todo oscila: el mar, la luna, Li Tai Po.
¡No mires hacia atrás, amado mío!
Junto a quien he vivido la más terrible
entrega.
¡No mires hacia atrás, te digo!
Eres uno y único.
Sólo tu nieve es cristal y muro.
*
Traducción de Pablo Fajdiga
Supongamos que Nueva York es una ciudad es el segundo documental que Martin Scorsese hace de su amiga Fran Lebowitz. El primero no le bastó. Lo filmó hace diez años para HBO y, tan pronto lo terminó, quiso continuar la conversación en otra película. A ella le parecía absurdo protagonizar dos documentales sin más asunto que sus opiniones. Por fortuna accedió después de un tiempo. El documental que se proyecta en Netflix es un paseo por los muchos tiempos de Nueva York; una secuencia de juicios devastadores sobre la cultura contemporánea; un repaso de la vida de una escritora que hace años que no escribe. Es, sobre todo, un testimonio maravilloso de amistad.
El retrato son siete lienzos de cariño. No es un homenaje a una figura pública sino la celebración de una amistad. Scorsese muestra a Lebowitz en su elemento: quejándose de la ciudad que ama. Ser neoyorquino, dice, es quejarse de Nueva York. No importa cuánto tiempo hayas vivido aquí, en el momento en que empiezas a protestar porque te quitaron la tintorería de la esquina, ya eres neoyorquino. Ser neoyorquino es lamentar que la ciudad que amaste está desapareciendo. Una dulce nostalgia acompaña estos capítulos sobre las calles, la estación de tren, el arte, los barrios, la fiestas. Lebowitz sonríe con cierta altanería porque siente que es el último habitante de una ciudad que ya no es vista. Nueva York ha quedado desierto a las miradas. No hay ojo que se aparte del iphone para ver la banqueta y el zoológico humano en el metro.
La queja puede ser un arte. Lebowitz ha descubierto que escribir es una lata, un oficio que requiere una concentración y una disciplina que no le da la gana y que, para la sentencia rotunda y devastadora, es mejor la espontaneidad del diálogo en un teatro. En el documental pueden recogerse decenas de perlas contra los turistas, los puritanos, los burócratas y los escritores tan enamorados de la escritura que escriben fatal. Lebowitz muestra las delicias del wit. La palabra la traducimos mal como ingenio. Es eso, pero es mucho más. Es precisión, agilidad, gracia. No es pura creatividad, sino una forma de lucidez filosa y divertida. Esa es la maravilla del documental que se extiende por más de tres horas: captura la chispa de la inteligencia viva.
Decía que la película es también un autorretrato de la amistad. Una historia de complicidad afectiva. No recuerdan cuándo se conocieron. Pero la amistad, algo tan raro como el amor, los ha acompañado durante décadas. Solían recibir el año nuevo en el salón de proyecciones de Scorsese, viendo alguna película vieja. A veces, dos. Una antes de las campanadas y otra después. Este año no pudieron hacerlo. Solo pudieron hablarse por teléfono. La carcajada de Scorsese brinca con un gozo gigantesco cuando su amiga suelta alguno de sus juicios fulminantes. Después de años de convivir con Fran, Marty ríe con la sorpresa de volver a escuchar la inteligencia y la libertad de quien adora.
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
A lo largo de este año desquiciado han surgido un buen número de expresiones culturales. Desde el encierro, teatro en casa, recitales por vía remota, lecturas y presentaciones trasmitidas por facebook, una catarata de diarios, diálogos a distancia. Está, por ejemplo, esa serie de cortos de netflix que se llama “Hecho en casa”, que es francamente menor. Tiene gracia, si acaso, el corto de Sorrentino en el que juega con figuritas del papa y de la reina de Inglaterra y es brillante el corto del chileno Pablo Larraín. Pero la serie es notable porque revela la precariedad de las condiciones y las limitaciones de la imaginación. Por el momento, nada memorable.
Tal vez por eso resalta la Orquesta imposible de Alondra de la Parra que se dio a conocer hace una semana. No es un concierto caserito proyectado por los mosaicos de zoom, sino una producción impecable. La orquesta que toca el Danzón número 2 de Arturo Márquez no se escuda en la bondad de las intenciones y las incomodidades del confinamiento para esconder improvisación y esas fallas de señal con las que nos hemos acostumbrado a vivir. Se trata de un producto redondo en concepción, convocatoria y realización. Una versión nueva y fresca de la pieza, un desfile de talentos de la interpretación, una coreografía asombrosa, brillante fotografía y edición.
Es interesante la elección de la pieza de Márquez. El danzón, que Alondra de la Parra conoce íntimamente, es seguramente una de las piezas del repertorio mexicano contemporáneo más reconocibles. Una pieza que tal vez empieza a correr riesgos de sobreexposición. Pero en la interpretación de esta orquesta quimérica encuentra nuevo cuerpo. Nace del piano de la propia directora que da a los primeros acordes un acento particularmente melancólico. Una voz solitaria que pronto entra en diálogo con el saxofón de Paquito de Rivera para alcanzar una sensualidad única. No el clarinete de la versión original, sino un saxofón que le imprime otra energía: un aire jazzístico que lo acerca a Gershwin, y lo aleja de Moncayo. La notable fotografía, la edición perfecta dan a este encuentro de músicos, coreógrafos, diseñadores y técnicos una intimidad extraordinaria.
La Orquesta imposible solo habría sido posible en el 2020. Solo este año demencial liberó las agendas de los creadores, les dio tiempo para reunirse a distancia y artefactos para hacer bailar la música desde los rincones más apartados del planeta. Escucho la pieza que Alondra de la Parra dirigió sin batuta y percibo en él la otra cuerda del año. 2020 no debe ser solamente el año del virus. Por lo menos para los mexicanos tiene que ser también el año de las mujeres. Nos lo recuerda el danzón con sutileza y elegancia. El vestido de la bailarina Elisa Carrillo es una flor de jacaranda que recuerda las protestas de las mujeres en marzo. El grito de un domingo y el silencio de aquel lunes. La artista no necesita decir nada más. La cadencia del danzón envuelve y abraza. La melodía solitaria y melancólica de los compases iniciales encuentra pronto el jolgorio.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.