El concurso al peor spot político se hace real. El blog abre un espacio para votar por el peor anuncio político al arranque de las campañas. He recibido muchos comentarios sobre el ejercicio y sobre los spots. Para algunos, la competencia es mala idea. La han visto como una forma de denigración de la política, una frivolización lametable de la crítica, una asqueante difusión de lo irrelevante. Puede ser. A otros les ha resultado interesante. Yo tiendo a pensar que es, como sugería un visitante al blog, un autorretrato veloz de la clase política mexicana. Durante esta semana el blog tendrá en la parte superior derecha una opción para votar por el peor spot político. Están invitados a participar.
En uno de sus ensayos sobre la ciencia y el arte de ver, el patólogo Francisco González Crussí comenta la existencia de un templo en Mesopotamia dedicado al ojo. En lo que hoy es el noreste de Siria, se levantó, hace miles de años, un santuario de la mirada. A los pies de una construcción de la que quedan sólo ruinas, fueron descubiertas miles de estatuillas que registran el poder de la vista. Las pequeñas esculturas son abstracciones del cuerpo humano que tienen ojos por cabeza. Torsos que culminan en dos elipses vigilantes. Sobre el cuello, dos ojos bien despiertos. Estos mirones no tienen nariz ni boca. No tienen brazos ni orejas ni cachetes. Les bastan los ojos que nos ven. ¿Dioses de la visión? ¿Amuletos para la agudeza? ¿Ofrendas a una deidad que nos regala las formas y los colores?
Lo que resguardan los párpados no son receptores inocentes del paisaje exterior. Así imaginamos, seguramente, a nuestros ojos: la más confiable ventana a la realidad, los órganos puros de la percepción: pantallas que recogen el baño de la luz.
El artículo completo puede leerse en nexos de octubre.
Susan Sontag escribió que el pintor construye y el fotógrafo revela. Sin embargo, desde que existe la fotografía la imagen se ha manipulado. Una exposición en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York explora la alteración artística–y política–de las imágenes fotográficas antes de la era digital.
Cuarto con ojo, de Maurice Tabard, 1930
El catálogo puede comprarse aquí.
¿Qué hacen los amantes mientras duermen? El fotógrafo Paul Schneggenburger responde con estas imágenes.
Vistas aquí.
Cuando Oliver Sacks supo que tenía el cáncer que habría de matarlo, sintió la urgencia de escribir. Aprovechar los últimos momentos de la vida para dejar constancia de sus descubrimientos, de sus ideas, de sus recuerdos y, sobre todo, de su gratitud. Un pódcast de Radio Lab registra esta batalla de la escritura contra el tiempo, con una intimidad inigualable. Bill Hayes, su pareja, tomó la grabadora y empezó a capturar sus palabras y sus murmullos. Gracias a ella se le puede escuchar hablando y riendo. Preparándose para el hospital, recuperándose de las golpizas del tratamiento, disfrutando los breves pero intensos episodios de recuperación. En el pódcast podemos escucharlo mientras escribe. Se puede oír la tinta deslizándose sobre el papel, su voz empezando una línea y ensayando palabras para un parrafo hasta encontrar la perfecta. El sonido de las hojas que se acumulan y la cadencia de una frase que encuentra melodía.
Puede escucharse en la emisión su lectura del conmovedor ensayo que el New York Times publicó un par de semanas antes de su muerte. El neurólogo recordaba ahí la reacción de su madre al enterarse que era homosexual. Al leer lo que acaba de escribir, la voz del viejo se quiebra al recordar al muchacho de 18 que escucha a su madre decirle: “Eres una abominación. ¡Cómo quisiera que no hubieras nacido.”
De ese último impulso de escritura proviene el ensayito que acaba de publicar el New Yorker . Se trata de una nota pesimista ante el futuro. Al doctor no le preocupaba el cambio del clima, el terrorismo, los odios de la política. Le preocupaba la cajita que tenemos todo el tiempo en la mano y de la que no podemos separarnos un instante. La caja de luces y sonidos que nos sirve para comunicarnos pero que en realidad nos encapsula y nos aparta del mundo. Escribía contra la caja que nos ha secuestrado: el Iphone. No toleraba esos juguetes que esclavizan. Bill Hayes cuenta que el departamento de Sacks era la isla de otro tiempo. No había computadora ni wifi. Le parecía claro que, para escribir, nada mejor se había inventado después de la pluma fuente.
En el artículo que publica el semanario habla del horror que sentía al ver ríos de personas mirando sus teléfonos e indiferentes a lo que pasaba afuera de las pantallas. Parejas que no se miran, padres que ignoran a sus hijos para ser fieles al incesante bombardeo de banalidad. Si el futuro le preocupaba era precisamente por el efecto embrutecedor de esa adicción tecnológica. Lo que temo, decía Sacks, es que el estímulo perpetuo de estos juguetes nos aparte irremediablemente. Que olvidemos nuestro sitio en el tiempo, que despreciemos el contacto con los otros, con la naturaleza, con la cultura. El neurólogo intuía una gravísima enfermedad colectiva: el ser humano convertido en un simple receptor de sensaciones efímeras. Se trataba a su juicio de una gigantesca catástrofe neurológica. Seremos el imbécil que sólo reacciona a los foquitos de un juguete.
Todo se desmorona, el centro no puede sostenerse
La bruta anarquía se ha desatado sobre el mundo
suelta está la marea de la sangre, y por doquier
se asfixia el ritual de la inocencia;
los mejores carecen de convicción y los peores
están inflados de apasionada intensidad.
Hace casi cien años William Butler Yeats escribió ese poema. De pronto apareció por todos lados como una especie de profecía de nuestros tiempos. Una descripción de la irracionalidad adueñándose de la historia. Otra lectura parece darle a la primera línea el documental que se titula precisamente “El centro no puede sostenerse.” No es la razón, sino la vida misma la que se desmigaja en este retrato de la escritora Joan Didion, que dentro de unas semanas cumplirá 83 años.
Netflix trasmite este documental dirigido cariñosamente por su sobrino, Griffin Dunne. Al evocar la primera línea del poema de Yeats hace un guiño a Didion quien había tomado la última frase del mismo poema para el título de uno de sus libros de ensayo. Más que una biografía, el documental nos ofrece estampas de una personalidad de acero y de hilo. Frágil y fuertísima. El relato de la cinta no es particularmente claro. La narración es fragmentaria, a veces críptica. Los conocedores de su obra sienten cierta frustración con el documental porque no captura su genio literario. Quien, como yo, no esté familiarizado con sus trabajos, recibirá una irresitible invitación a sus textos. Pero el retrato no cuenta la sociología del reportaje, no el registro del periodismo que toma el pulso a una era. Lo que importa es el retrato del duelo. El modo en que la escritura se convierte en salvavidas. “Nos contamos historias para vivir.” Nos las contamos para sobrevivir. Lo puso con estas palabras en El año del pensamiento mágico:
“He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo.”
En unos meses, Joan Didion perdió a su marido y a su hija. El centro de la cinta son esas pérdidas. No lo que se conquista en la vida sino lo que la vida arrebata. Ser habitado por la ausencia. Los cientos de reportajes que publicó Didion, sus novelas, sus crónicas más polémicas parecen ser el preparativo para el dolor más hondo. Escribir para tocar la desolación y para escapar de ella. Filtrar el duelo con un paño de palabras. Didion escribió de su pérdida con la atención y la distancia de un reportero de guerra. Los ojos cubiertos frecuentemente por lentes negros, el foco de la cinta son las manos de la escritora. Con el esqueto ya visible esculpe las palabras antes de pronunciarlas.
Al final de la cinta, puede observarse la ceremonia en la que el Presidente Obama le entrega la medalla de las artes. Un segundo después la vemos de espaldas en su departamento, leyendo de su cuaderno de notas: ve lo suficiente y escríbelo, se dice. Y una instrucción: “Recuerda lo que significa ser yo. De eso se trata siempre.”
El poeta venezolano Eugenio Montejo escribió un poema recogido en su Fábula del escriba (Pretextos, 2006) donde lamentaba la vida de los pájaros en la ciudad. Pobres aves: asfalto, vidrio, cables alteraban su paisaje natural. Julio Trujillo escribió una réplica. Mutan los pájaros en las ciudades y se adaptan prodigiosamente. Esas palomas cuyo color ya no podemos identificar, son ratas aladas que se alimentan de las ruinas que producimos, tercamente.
Se adapta bien el pájaro y es cínico:
¿no te das cuenta que tu mano cursi,
de la que come sin rubor,
fue adiestrada por él discretamente?
Toda metrópoli, además, se desmorona:
es un festín de migas.
Un pájaro es un bicho,
todos somos,
tenemos lo que hay
–y seguimos volando.
En esas líneas puede encontrarse la clave de las crónicas que Julio Trujillo escribió semanalmente en el diario La razón paseando la ciudad de México. Somos, como esos pájaros, mutantes alimentados de las migajas que produce la aglomeración. El título del libro, Atajos y rodeos (Cal y Arena, 2015), viene de un poema que Bernardo de Balbuena le escribió, desde muy lejos, a la ciudad. El atajo de uno es el rodeo de otro, dice Julio Trujillo adivinando en el viejo poema el atasco de nuestras calles. Lo leo distinto. El atajo es el camino del que lleva prisa, el rodeo es el camino de quien no quiere arribar. Tomamos el atajo más feos o el más peligroso para llegar lo antes posible. Damos rodeos porque disfrutamos perdernos, porque el camino a veces es preferible a la reunión. La ruta y el paseo. Las dos aventuras están en estas crónicas pero prevalece, por supuesto, el gozo del paseante.
El recorrido de estas notas empieza con una pista cualquiera. Puede ser la pregrinación a una cantina o la búsqueda de una mojarra para la tarea de Santiago; puede ser la conversación del taxi, una nota en el diario de la mañana o la tala de un árbol. El cronista observa, escucha, indaga, medita. ¿Qué es un tope? “El punto cero de la civilización. Son embriones de muros, y nada hay más indignante que esos límites concretos levantados ante el fracaso de la política, es decir, de la conversación.”
No le han faltado cronistas a la ciudad de México. Dialogando con una tradición venerable, el cuaderno tiene una frescura peculiar. Es el asombro del poeta lo que distingue este libro de sus muchos predecesores. Lejos de la sociología urbana, el cazador de instantáneas sabe que la ciudad encarna en una torta, en un árbol masacrado, en las guerras del claxon. Estas notas, llenas de información, inteligencia y buen humor, son una celebración creíble de la ciudad. Escritura siempre gozosa. Alfonso Reyes terminó tosiendo con el polvo de aquella ciudad transparente. ¿qué le hicieron a mi alto valle metafísico?, preguntó en su palinodia. Eduardo Lizalde replicó al homenaje de Balbuena con un lamento:
Vengamos mal y tarde,
tenochcas
la afrenta de nuestros destructores.
Julio Trujillo no suelta ahí la pluma para documentar, como tantos otros, nuestra irremediable catástrofe. Es posible que la ciudad merezca todos los insultos y sin embargo, acá andamos: “aquí seguimos nosotros, pájaros de la urbe, volando bajo pero descubriendo rincones respirables, verdes que no han muerto, árboles que no han desaparecido.”
Entre los libros que se acomodan en las estanterías de novedades, se levanta una estela imponente: el nuevo libro de Enrique Florescano. La obra se publica en una edición magnífica que apenas deja cargarse. Por ambición, más que por volumen, es una obra descomunal, una investigación que corre en sentido contrario a las menudencias de la historia académica y la banalidad de cierta historia de divulgación. Un trabajo propio de varias instituciones, emprendido durante años por un solo hombre. No es que se trate de la obra de un genio solitario, sino la extraordinaria integración de saberes que ha logrado un atentísimo historiador a través del tiempo.
“De tarde en tarde, en lo infinito del tiempo y en medio de la enorme indiferencia del mundo, algunos hombres reunidos en sociedad dan origen a algo que los sobrepasa: a una civilización. Son los creadores de culturas. Y los indios de Anáhuac, al pie de sus volcanes, a orillas de sus lagunas, pueden ser contados entre esos hombres.” Estas líneas de Jacques Soustelle cierran el voluminoso trabajo de Enrique Florescano. De alguna manera, marcan el tono de la obra: Mesoamérica, más allá de su evidente diversidad, aparece como una unidad cultural. Los orígenes del poder en Mesoamérica, es una historia del arte político mesoamericano. Un arte que por supuesto, desborda lo que entendemos por arte y una política que trasciende igualmente los linderos modernos de lo político.
Esta exploración del arte político en Mesoamérica coloca la idea del poder en el centro. Está en el núcleo del título y en la médula de cada párrafo. Pero, ¿de qué poder habla el historiador? No se trata, por supuesto, del poder hecho tecnología en la modernidad occidental. Se trata del poder profundo, el poder que inyecta sentido al mundo; el poder que genera, para los hombres, cosmos. Las transformaciones históricas que con tanto cuidado examina Florescano en su trabajo no pertenecen a ese reino autónomo de lo gubernativo que en Occidente despunta en el Renacimiento. No acentúan en exclusiva la jerarquía imperativa del Estado y de su cabeza, el príncipe. Lo político es retratado en este extenso mural como un misterioso y complejo sentido de orden que va mucho más allá del decreto y la ley. Implica fuerza, violencia y sometimiento. Pero no sólo eso. Sea porque en algún tiempo encarnó en la noción de virtud cívica o principesca; sea porque fue procesada después como fuerza mecánica, la política ha quedado reducida al imperio de unos sobre otros. El relato de Florescano tiene el enorme valor de recordarnos el tamaño de esa estrechez moderna: el poder no es solamente sumisión: es, antes que eso, el sitio de la coexistencia.
El viaje que Florescano hace por los siglos anteriores a la llegada de los españoles, representa, ante todo, el esfuerzo por descifrar el contenido simbólico de la política. En la estructura urbana de las ciudades mesoamericanas, en sus estelas y murales, en figuras y tumbas abundan narraciones, alegorías, recuerdos, leyendas y metáforas que interpretan el mundo y que, sobre todo, los vuelven un compuesto coherente, integrado, armónico. Plantas y planetas; volcanes y guerras; gobiernos, hombres y bestias hilados en el mito. La actividad simbólica, ha dicho Michael Walzer, le permite a la política lograr su objetivo central: unificar; hacer, de lo diverso, uno. Los símbolos del poder en Mesoamérica, no son decorado de los palacios: son marcos del pensar y, por ello, contornos de la acción colectiva. Los símbolos rodean las ideas y definen lo inconcebible. Así, el Estado mesoamericano, una hazaña de la centralización, la potencia fiscal, la organización económica, la demarcación territorial, la organicidad demográfica es también una joya de la arquitectura simbólica.