Gracias a Ana Schwarz.
José Antonio Aguilar escribe en Nexos un artículo interesante sobre el liberalismo de Mario Vargas Llosa. Aplicando el método que desarrolla en su libro La geometría y el mito que acaba de publicar con el sello del Fondo de Cultura Económica, compara la perspectiva de un romántico como Octavio Paz con la mirada de un hombre que ha renunciado al sueño de la comunión. "La suya, dice Aguilar Rivera, es una concepción modesta de lo que el liberalismo puede y debe hacer en el mundo." Mientras Paz lamenta la árida precisión de la geometría liberal, Vargas Llosa celebra la modestia de la tolerancia:
Vargas Llosa en cierto sentido es un romántico más radical. Lo es porque para él el individuo, y su mundo interno, tienen absoluta primacía. El individuo, “ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad”. Lo es, también, porque cree que la libertad “se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus expectativas sin interferencias injustas”. Las personas tienen preguntas existenciales, no las sociedades. Buscan respuestas en su fuero interno, no de manera colectiva. Cuando la búsqueda del origen se convierte en una empresa compartida degenera en nacionalismo u otras cosas peores. En Vargas Llosa la geometría no ha emasculado al arte; simplemente ha encontrado su lugar.
Michael Walzer escribe un artículo hoy sobre las protestas en Israel. Se trata, a su juicio, de una movilización esperanzadora. La primera protesta contra un "régimen neoliberal exitoso." No hay crisis, no hay inflación, el desempleo es bajo, hay inversión, la economía crece. Pero, "al mismo tiempo, el daño de las políticas neoliberales a la solidaridad, al bienestar y el mantenimiento del sector público es visible en todo el país." (…) "El lema de esta rebelión podría ser: Es la microeconomía, estúpido."
Czeslaw Milosz cumple cien años. Adam Michnik lo recuerda en un espléndido artículo que traduce el ABC.
Milosz representó una leyenda para varias generaciones, incluida la mía. Su poesía era como el fruto prohibido: nos sabía a gloria, pues acceder a ella requería grandes esfuerzos. Sus versos formaban una especie de código secreto de comunicación entre los polacos insumisos.Nos reconocíamos a través de citas de Milosz: al que estuviera familiarizado con su poesía podías llevártelo contigo a tomar una cerveza sin temer nada.
Michnik resalta que a Milosz la política le aburría–más aún: le repugnaba. Y sin embargo, no podía huir de ella. Huir de la política era volverse su cómplice:
Madre, no es verdad que en el género humano
no existan los salvados ni los condenados.
¿Quién puede llegar a decir, soy justo,
Cuando de la cobardía crece la indiferencia,
De la indiferencia, el silencio sobre el crimen,
Del silencio, sólo la muerte y acusaciones?
El arquitecto renacentista Leon Battista Alberti vio la ciudad como una casa y a la casa como una ciudad. La única diferencia entre ellas era la escala: la ciudad era una casa enorme, la casa, una ciudad pequeñita. La ciudad y la casa, cada una con su espacio para lo público y lo íntimo, para el alimento y la distracción, para la fiesta y el silencio. Parques y jardines, restoranes y comedores, bodegas y cajones, calles y pasillos. Nuestro vocabulario apenas distingue los ámbitos. Pero la correspondencia entre estos aposentos va más allá de las medidas. No hay casa que no esculpa, de algún modo, la ciudad. No hay ciudad que no perfore, por algún hueco, la casa. Por eso la arquitectura, siendo resguardo de intimidad, es, de las artes, la más pública. Nadie lo entendió mejor entre nosotros, que Teodoro González de León.
La casa se abre a la ciudad en su arquitectura. Lo privado se oxigena de lo público. No hay forma de pensar o de hacer arquitectura que no sea pensar y hacer ciudad. Hasta la habitación para el más solitario residente, traza en su fachada los contornos del pueblo. Nuestra ciudad tendrá la puntuación de González de León hasta el fin de sus tiempos. Sus casas, sus torres, sus museos, sus teatros son brújula y remanso. Un paréntesis de orden en el caos.
Teodoro González de León no dejó de experimentar jamás. Sus pesados volúmenes hieráticos se izaron para adquirir transparencia. Su línea conoció la curva. Lo que nunca dejó de incorporar a sus proyectos fue el vacío. Como el músico trabaja con silencios, el arquitecto exalta el vacío. En el vacío de sus patios está contenido su genio. Ahí se expresa, en primer lugar, la vitalidad de una tradición. La incorporación creativa de las más antiguas referencias. No es retórica, es su lenguaje. Imposible dejar de reconocer en sus composiciones esa huella del pasado colonial o prehispánico. Imposible desconocer el atrevimiento de sus reinvenciones. Él, desde luego, habría rechazado este carácter evocativo. No buscaba celebrar la tradición, vivía en él, como vivía la tradición en los colores de Tamayo. En esas plazas está también su apuesta de sentido: el patio reina. Ahí está la hospitalidad que integra, comunica, ventila, armoniza. En el patio puede reconocerse también su apuesta cívica. El patio es la horizontalidad que permite el encuentro y rompe jerarquías. Son la plaza y el patio los espacios que ofrecen en lo público y en lo privado, sitio para el encuentro. Afirmar estos espacios de encuentro en tiempos de codicia inmobiliaria, defender la alegoría en la guerra de los voraces es una de las más elocuentes apuestas de convivencia que se han plantado en el país.
Pensar en sus edificios más emblemáticos nos conduce directamente a la contemplación de lo no edificado. En sus patios se expresa su esperanza de que la arquitectura se impregne de azar y facilite las hermandades: comunicación entre personas y encuentro con el arte. Si algo le entusiasmaba de proyecto del Manacar que dejó inconcluso era que el mural de Carlos Mérida que se había rescatado, se vería desde la calle. La recuperación del Auditorio Nacional da la bienvenida a la ciudad. El teatro se baña en las aguas de su avenida más hermosa. La piedra da la bienvenida a la intemperie. La arquitectura pensada como la bahía de la ciudad. Con el binomio de la plaza exterior y el patio interior juega en muchos proyectos. Está los trazos generosos de sus mejores trabajos: en el Infonavit y en El Colegio de México, en el Museo Tamayo y en el MUAC. Hacia fuera, los brazos extendidos, hacia dentro, la mano abierta.
Hace unos días murió
Ronald Dworkin, uno de los filósofos del derecho más importantes de nuestro
tiempo. Se negó a aceptar dos convenciones contemporáneas. La primera, que el
territorio de la ley estaba separado de la moral por una frontera clara e impermeable.
La segunda, que los valores de la vida reñían y que habría que optar por el
menos malo. A lo largo de su abundantisima producccián académica, Dworkin
argumentó por la reincorporación del derecho a la reflexión moral y por la
unidad de los valores. Por eso adoptó, como Isaiah Berlin, la expresión de
Arquíloco sobre el zorro y el erizo. El zorro sabe muchas cosas; el erizo sólo
una… pero grande. Pero, a diferencia de Berlin, Dworkin se vio como un
puercoespín prendido de una idea elemental.
Dworkin fue un
académico que examinó con rigor los conceptos fundamentales del derecho y la
política. Participó también en numerosos debates públicos. Su interlocutor
principal fue la Corte Suprema de los Estados Unidos. Nadie como él siguió la
vida del tribunal en los últimos cuarenta años. Dworkin denunció la
conformación derechista de la Corte, examinó y criticó severamente sus
decisiones en artículos que escapaban el circuito de los abogados. En las
decisiones del último tribunal—más que en las leyes del Congreso o las
decisiones presidenciales– se iba dibujando la silueta de otro país, un país
que Dworkin le gustaba cada día menos. Se concentró en los “casos difíciles”,
asuntos complejos para los cuales la ley no ofrecía una pista suficiente. Era
ahí donde se probaba su lectura “moral” de la constitución, una lectura que
dejaba de buscar las intenciones de sus redactores originales, para enlazarse
con los principios de un liberalismo igualitario. De ahí exploró las grandes
controversias morales de nuestro tiempo: el aborto y la eutanasia, los límites
a la libertad de expresión, las acciones afirmativas.
Pero el filósofo del
derecho no se detuvo ahí, en la indagación de la ley y sus permisos.
Alimentándose de la más antigua tradición filosófica, se preguntó también sobre
la naturaleza de la felicidad y no solamente por la configuración de la
justicia. En Justicia para erizos, el
libro que resumió sus preocupaciones y argumentos se aventura a dibujar una
estampa de lo que llama la “vida buena”, la vida bien vivida. Dworkin hacía una
peculiar separación entre la ética y la moral. La ética examinaba la manera en
que cada uno debía vivir; la moral bordaba la forma en que debíamos convivir. Mientras la moral era el
dominio que trazaba las reglas para tratar a los demás, la ética nos imponía el
deber de tratarnos bien, de respetarnos, de exigirnos. También tenemos derechos
frente a nuestro impulso autoabusivo.
En su proyecto de
justicia no se oculta—ni con un manto de ignorancia—la manera en que cada quien
se trata a sí mismo, lo que hace de su vida. Las más ambiciosas teorías de la
justicia se empeñan en mostrar los deberes del poder público, los contornos de
la libertad, las plataformas de la equidad o las básculas de imparcialidad,
pero suelen olvidar un punto: cómo nos tratamos. La decencia, esa virtud de la
que habla con tanta elocuencia Avishai Margalit, debe empezar en nosotros: nos
debemos tratar como personas, nunca como recipientes que almacenan cosas u
órganos que procesan sensaciones. La forma en que nos tratamos no es menos
importante que la forma en que tratamos a los demás. Un hombre generoso, un
ciudadano respetuoso de las leyes que paga puntualmente sus impuestos, puede torturarse
la existencia y desperdiciar su vida.
Separándose del
impulso primario de la sobrevivencia (Hobbes) o del placer (Hume) Dworkin
dibuja una estampa de la vida que merece ser vivida. Se refiere a una vida de
la que podamos enorgullecernos. La vida entonces deja de ser un derecho para
convertirse en una responsabilidad compleja, desafiante. Tenemos la
responsabilidad de crearnos una vida que no sea simplemente agradable, sino que
sea bien vivida. Una naranja de la que se exprima todo el jugo. Alguien que vive
una vida aburrida y convencional, quien no cultiva y disfruta amistades
cercanas, quien no enfrenta desafios, quien no obtiene logros y que sólo hace
tiempo para llegar a la tumba no supo vivir. Falló en su responsabilidad de
vivir.
El filósofo se acerca
así al romántico que pinta la vida como una obra de arte. Arte que no existe
por el cuadro, la sinfonìa o el soneto sino por el proceso de crearlo, el
camino para encontrar la expresión personalisima. Vivir una buena vida, dice a
fin de cuentas, es encontrarle un sentido a la casualidad biológica.
“El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado.” La frase aparece en una carta de Octavio Paz escrita en Nueva Delhi y fechada en mayo de 1967. Aparece tras la lectura de una carta de Tomás Segovia, apesadumbrado por la asfixiante tolvanera mexicana. Estamos condenados al polvo o al monolito; el desmoronamiento o la efigie. La correspondencia de Paz refleja el empeño de escapar de esa fatalidad. En el flujo epistolar resalta una efusión de inteligencia que no puede ser embalsamada. Vitalidad que resiste el yeso y derrota a la migaja. La publicación es, además, oportuna. No le sientan bien a Paz, ni a ningún escritor, los homenajes de Estado. La celebración, como el aleteo de las parvadas o el murmullo de los aplausos, procura concordancias y confirmaciones. Las solemnidades ahuyentan el afán crítico. Por eso, al recordar la primera década sin Paz, la publicación de estas cartas es el navajazo de quien resiste la momificación.
El Paz que persigue a Segovia desde Nueva Delhi, Ithaca o Boston es un escritor que escribe a veces con prisa, a veces con mala letra o de mal humor. En ocasiones es un redactor de telegramas, un editor severísimo o un ensayista que esboza ensayos. De pronto se muestra feliz, de pronto acatarrado y en ocasiones, agrio. Oficia de lector, de crítico, de gestor, de amigo. Del pelo al pie, un hombre que escribe. Un escritor que respira con pluma en mano. No dudo que en la lista del mercado habría expuesto su oficio. Hay que escribir, dice Paz. Escribir, escribir. Hay que hacerlo, “mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar”. Lo único que nos queda es dejar testimonio del “mundo infame y mezquino” que vivimos.
La primera carta que Paz le envía a Segovia está fechada el 1º de marzo del 57. Le agradece el comentario de El arco y la lira que publicó en la Revista mexicana de literatura. En aquel texto, Segovia examinaba las ideas estéticas y literarias del poeta mexicano, pero enfatizaba la fibra de su escritura y se hermanaba a su fervor. En Paz veía una vehemencia que nos despierta. Pasión crítica que encuentra destellos extraordinarios en estas cartas. Inmersiones en la orfandad que mucho revelan de la personalidad de Paz. ¿Será que todos somos huérfanos? “Yo lo sé, lo sé desde hace mucho, que un día sin que ella o yo nos diéramos cuenta, me convertí en el padre de mi madre. ¡Qué absurdo lo de Edipo! Luché contra mi padre pero no por mi madre sino porque, por razones largas de contar, mi padre advirtió oscuramente que yo me convertía poco a poco en su padre—y él se rebeló como se había rebelado antes contra su padre, contra mi abuelo. Desde antes de que muriese mi padre—y murió cuando yo tenía 21 años—supe que yo tenía que asumir el ser el padre de mis padres. Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias; yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original.”
Las cartas a Segovia son asomos a la intimidad del poeta, demostración de sus múltiples esmeros intelectuales, atisbo de sus pleitos. El primero, el más in tenso, el más profundo, el más constante es, desde luego, su amorosa pugna con México. La carta del 10 de enero de 1975, escrita desde Boston sintetiza su enojo con el país asfixiante. “Hasta en España—con todo y Franco, los curas y la Guardia Civil—la vida es más respirable que en México. En España padecen una dictadura, pero nosotros nos padecemos a nosotros.” Al finalizar el gobierno de Echeverría el poeta no encontraba colgadero para el optimismo. “Temo que México sea un país condenado.” Lo único que quedaba era escribir. Su desaliento era profundo pero no terminante. Poco tiempo después comenzaba a escribir la biografía de una monja del siglo XVII.
Llegué a los diarios del conde Harry Kessler (Journey into the Abyss. The Diaries of Count Harry Kessler 1880-1918, Alfred A. Knopf, 2011) por la recomendación entusiasta de Alex Ross en el New Yorker. Se trata del voluminoso registro de un “diplomático imposiblemente refinado que vivió de 1868 a 1937 sin que transcurriera para él un solo día inelegante.” Una mañana cae en el estudio de Monet, cena alguna noche con Degas, le presta dinero a Rilke, discute sobre diseño aeronáutico con el conde Zeppelin, le da a Hugo von Hofmannsthal y a Richard Strauss la idea de “El caballero de la rosa”, acude al estreno de “La consagración de la primavera” y se regresa en el taxi con Cocteau y con Nijinsky, viaja en barco con Rodin. Amigo de la hermana de Nietzsche, la visitó cuando cuidaba al hermano demente. En la mirada del filósofo perdido veía una lealtad conmovedora y un inútil anhelo intelectual: un enorme y noble perro. Cuando Nietzsche murió, Kessler ayudó en los funerales. Después de las ceremonias, apartó la sábana que lo cubría en su ataúd. “Los ojos profundamente hundidos se habían abierto de nuevo.”
Ese personaje que W. H. Auden consideró “uno de los hombres más cosmopolitas que jamás haya vivido” en el planeta visitó México en un par de ocasiones. En sus diarios se recogen sus impresiones sobre las ciudades, la naturaleza, la vida, el arte, la política en el México de finales del siglo XIX. Ahí da cuenta del día en que vio al general Porfirio Díaz, elegante e imponente en una ceremonia en Puebla. Su espanto por la suciedad de Veracruz, su admiración por el Popocatépetl y la luz del valle de México, la poca atracción que sentía por las mexicanas. Pero el visitante no podía desprenderse de su retina estética. No era un sociólogo que retratara costumbres, ni un naturista que clasificara plantas y bichos: era un esteta que sólo podía entender la vida en clave artística. Nabokov llegó a decir que Kessler trataba a las obras de arte como si fueran sus hermanas: seres vivos pertenecientes a su especie. En las páginas que dedica a sus días mexicanos, el país le parece un fascinante laboratorio de cultura.
Al comentar la sorprendente cantidad de iglesias que encontraba en cada pueblo mexicano, no se espantaba con las muestras de fanatismo, tampoco le conmovía la devoción: advertía en los creyentes mexicanos una chispa estética peculiar: el impulso expresivo del católico. Al ver el rostro de los hombres y las mujeres que llenaban los templos, Kessler encontraba la expresión de Rembrandt. “El católico se gasta todo su entusiasmo ético en un instante en la iglesia”. En cambio, el protestante distribuyen su fe a lo largo del día. Mientras el protestante hace de la religión la base moral de su existencia, para el católico es un impulso artístico. Más que consuelo espiritual, los católicos mexicanos le parecen almas en busca de consuelo estético.
La ciudad de México es vista por el melómano como una "sinfonía de color y polvo." No es ciego a la pobreza, pero lo que registra no es la penuria económica, sino la belleza que la resiste. La pobreza mexicana no es sobrevivencia biológica. Aún en la miseria, en el hambre aparece un apetito por lo antiutilitario, un afán de lujo: joyas y telas exquisitas en las chozas más pobres de México. Alivios estéticos a la pobreza. Hasta los utensilios ordinarios tienen en México formas encantadoras. La vida de los indios podrá parecer económicamente miserable pero es estéticamente fecunda. El mestizaje es para Kessler una fusión de empeños culturales: el de los pueblos originales y el de los españoles. De haberse hundido Europa, Mesoamérica habría dado los artistas, los filósofos, los místicos que justifican la existencia del género humano. Los españoles, por su parte, establecieron una colonia artística en la que nunca pensaron los ingleses. Dos apetitos de expresión forman a México.
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