Visto en kottke.
Se publica un nuevo volumen de las obras de F. A. Hayek. Se trata de una compilación de textos del economista sobre John Stuart Mill y, en particular, sobre su relación con quien sería su esposa, Harriet Taylor. Cass R, Sunstein comenta la publicación que vincula dos personajes centrales de la tradición liberal que son, al mismo tiempo y por muchos motivos, temperamentos opuestos. Tiene razón Sunstein al advertir la incapacidad de ver en la relación amorosa un verdadero experimento de vida que se aleja de la dictadura del vecindario. Hayek cree que Taylor empuja a Mill a un peligroso racionalismo. En realidad lo aleja del tradicionalismo.
Adam Michnik publica un ensayo interesante sobre 1989. El admirable periodista polaco reconstruye las sorpresas de esos meses y la ambivalencia del mundo que crearon. La aparición de la libertad instaló de nuevo el ansia de seguridad. Si, como decía Timothy Garton Ash, los obreros desmontaron el comunismo en Polonia, fueron también las primeras víctimas de su conquista. En tiempos de incertidumbre, el autoritarismo aparece como esperanza. Michnik dibuja los peligros de Europa a veinte años del fin del imperio soviético. Por una parte se extiende el cinismo de la escuela berlusconiana, por la otra, ronda la tentación autoritaria.
Adam Zagajewski
Intenta celebrar el mundo mutilado.
Recuerda los largos días de junio
y las fresas silvestres, las gotas de vino rosé.
Las ortigas, que con esmero cubrían
las fincas abandonadas de los exiliados.
Tienes que celebrar el mundo mutilado.
Miraba los yates y los barcos lujosos;
uno de ellos tenía un largo viaje por hacer,
a otros les aguardaba sólo un vacío salado.
Viste a refugiados con rumbo a ninguna parte,
oíste a verdugos que cantaban con gozo.
Deberías celebrar el mundo mutilado
Recuerda los momentos cuando estábais juntos
en una habitación blanca y se movió la cortina.
Vuelve en pensamientos al concierto, al estallar la música.
En otoño cogías bellotas en el parque y las hojas
se arremolinaban en las cicatrices de la tierra.
Celebra el mundo mutilado,
y la pluma gris que un tordo ha perdido,
y la luz delicada que yerra y desaparece
y regresa.
Este poema fue publicado en el New Yorker una semana después del crimen del 11 de septiembre. Lo había escrito tiempo antes. Acantliado lo tradujo al español en versión de X. Farré.
No puedo escapar de una escena. Laura Guerrero acaba de inscribirse a un concurso de belleza y llega a una fiesta. Después de unos minutos, entra al baño para descubrir que unos hombres se descuelgan del techo de un bar improvisado. Como arañas que descienden de su hilo, los asaltantes reciben los rifles que les entregan desde lo alto. Vienen a matar y pronto se encuentran con Laura. El jefe de los matones la ve, le perdona la vida pero la atrapa definitivamente en su red. A partir de ese momento no hay escapatoria: la red del crimen lo cubre todo.
Miss Bala, la cinta de Gerardo Naranjo que se estrena este viernes, es una película que retrata la desgracia mexicana de este tiempo. La casa que habitamos ha dejado de ser nuestra, la vida que vivimos ya no es en realidad propia. Bajo el imperio del miedo nada puede ser confiable. Somos el ratón con el que juega el gato del crimen: la apariencia de libertad es la cuerda que permite su diversión. Cuando pensamos escapar, en realidad nos arrojamos a la boca hambrienta. Pero no se crea que ésta es otra película de denuncia, otra película de compromiso que se deleita en el lugar común, en la estridencia de la simplificación. Miss Bala es una gran película en términos estrictamente cinematográficos. Saturados por la crueldad cotidiana, la cinta sobresale porque su honestidad no está reñida con la elegancia. No es necesario restregarnos la violencia: lo que hace falta para nombrar nuestro tiempo es tocar las emociones vitales que la rutina adormece. Para capturar la angustia no hace falta arrojar cubetas de sangre: tocar la respiración del miedo es suficiente.
El extraordinario guión es poderoso por todo lo que no dice, por todo lo que calla, por todo lo que sabe innecesario decir. El poder de la película está en esa comunicación que escapa al discurso, esa trasmisión de imágenes o, tal vez, olores que provocan la fraternidad profunda y auténtica del arte. La fotografía es esencialmente evocativa: ve y nos muestra la angosta cueva de la violencia para cerrar también los párpados o alejarse de lo que no necesitamos ver para sentir. Dos actuaciones admirables sostienen la película. Stephanie Sigman carga prácticamente todas las escenas pronunciando unas cuantas frases pero hablando todo el tiempo con el cuerpo. Trepado a su mirada, montado en sus espalda, adherido a sus moretones, el auditorio vive una pesadilla interminable. La ilusión más ingenua le despierta una sonrisa, el pánico más profundo revienta en el tambor del pecho. Noé Hernández es un villano único porque no es tragado por ningún estereotipo. No usa camisa Polo, no lleva cadenas de oro ni lentes oscuros. Es despiadado pero no cruel. Representa el mal porque encarna también lo humano. Aterra porque podríamos conocerlo, porque podríamos ser él.
La hazaña artística de esta película es haber logrado la serenidad narrativa en medio del desbordamiento de violencia y sangre. Película de nuestra angustia, Miss Bala registra el grito pero no nos grita. Es una denuncia de nuestra barbarie, pero no pretende ser un cuento con moraleja edificante. Es uno de los mejores retratos emocionales del México de hoy.
A los doctores de mi padre, con gratitud
En 1931, Alfonso Reyes escribió un mensaje a su médico ideal. Era un informe de los tropiezos de su salud y, al mismo tiempo, una descripción de ese doctor ideal. No le pedía infalibilidad, lo que buscaba en su médico era sabiduría y diálogo. El doctor en el que podría confiar era el estudioso que estaba al tanto de las novedades la ciencia, y que pudiera gozar la alegría de nombrar con precisión un síntoma. Habría de ser, también, un profesional dispuesto a colaborar con el enfermo. Mi médico, decía Reyes, ha de resignarse a “trabajar conmigo, a explicarme lo que se propone hacer conmigo y lo que piensa de mí, a asociarme a su investigación.” No aceptaba ser tratado como depósito de órganos dolientes. “El médico que no cuente con mi inteligencia está vencido de antemano: el que quiera curarme sin contar con mi comprensión que renuncie. Lo que no acepte mi mente, difícilmente entrará en mi biología.”
Reyes se consideraba un “buen enfermo,” un enfermo “de tinta débil.” Atento a los mensajes de cada órgano, buen ayudante de los médicos, disciplinado para el trago de las pociones, y, sobre todo, con poco ánimo para la queja. Un paciente paciente. Creía que, cuando el mal llegaba a su cuerpo, atenuaba sus agravios habituales. Estudiando el efecto que en él tenía la enfermedad, proponía a los estudiantes de medicina una clasificación de temperamentos. Por una parte, existían temperamentos espesos donde la enfermedad echa raíces y es frondosa, imponiendo el dolor en todos los tejidos del cuerpo. Por la otra, temperamentos delgados que reciben la enfermedad apenas como un parásito leve que flota sobre el cuerpo. Si mis enfermedades no han sido todas benignas, han sido, por lo menos, bien educadas, decía. La cortesía de Reyes se imponía hasta en sus dolencias.
Algunos escuchaban sus detallados relatos de enfermedad como si fueran regodeos en el dolor. No era miedo ni sufrimiento lo que expresaba: era la necesidad de registrar todo el arco de su experiencia con palabras, era el afán por nombrar la secuela de los virus, el banquete de las bacterias. Era también una forma de registrar el impuesto del tiempo sobre la vida. Reyes percibía la “lenta, insensible corrosión que cada segundo operaba en el ser.” Lo que hoy es una capa de polvo en las venas, mañana será un barniz, y al fin, el tapón de la asfixia. El primer dato que debía registrar su historia clínica era su peculiar metabolismo literario. Ignacio Chávez, habría que advertirlo, veía menos colaboración en el paciente parlanchín. Nunca sé cómo se siente porque, cuando le pregunto, me responde con pasajes de Góngora.
En el relato de sus infartos, Alfonso Reyes sigue la lección de Montaigne: el sabio sabe extraer las lecciones de la mortalidad. Solo la sombra de la muerte abre la puerta de lo crucial. La amenaza despeja nuestra visión del mundo, dice: las cosas encuentran una nitidez que los vapores de la salud empañan. Ante el peligro del fin, el ojo se limpia y puede ver lo que permanecía oculto. Y así observa quienes han sido los guardianes de su vida: el cinismo y el estoicismo; “pero sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre hombres.” La enfermedad pulió los imanes morales de su vida: verdad y dignidad. “Un mínimo de verdad: cinismo; un máximo de decencia: estoicismo. Con eso basta.” Una lección adicional sacaba Reyes al saber que vivía con el corazón como un jarrito rajado. No se le ofrecía la filosofía helénica sino una visión: mientras convalecía soñó que llegaba al cielo y veía a San Pedro abriendo el libro de registros. En el momento, un ángel le dijo: este pobre hombre tiene una obra a medio escribir. Apenado con la suerte del escritor, el viejo se dispuso a prorrogar el permiso de turismo en la tierra. Por eso, decía Reyes, no termino un libro sin comenzar el siguiente.
Ha aparecido una nueva edición de La tierra baldía, de TS Eliot. No es una nueva traducción, no es una versión anotada, no es un libro de lujo y bonita tipografía, no es un facsímil. Es una aplicación para el Ipad que hace unos pocos días se hizo pública. La app envuelve el poema con una serie de materiales que lo iluminan. Hay un video en el que Fiona Shaw lo lee en una casona de Dublín. La sobria dramatización subraya los diálogos que hay esta cumbre de la literatura del siglo XX, los muchos acentos que contiene. La tierra baldía es un poema cargado de voces, un compendio de sonidos, idiomas, canciones. Esta versión electrónica vivifica todos estos registros. Se puede escuchar, desde luego, con la voz de Eliot o, más bien, con dos voces de Eliot. La primera viene de la garganta de un hombre de 45 años, la otra se oye con el acento de un hombre a punto de cumplir 60. Otros también prestan voz para recorrer sus líneas: Alec Guiness, Ted Hughes, Viggo Mortensen. Con facilidad se puede cambiar de lector: una línea leída por el autor y la siguiente por Hughes. Puede verse el manuscrito original con las correcciones de mano de Eliot. Pueden leerse las notas del autor y del editor explicando el denso mundo de evocaciones que contiene. El gran poeta Seamus Heaney habla también de su encuentro con la poesía de Eliot y lee fragmentos del poema. Especialistas y poetas comparten las razones de su admiración.
La aplicación muestra el rumbo de las futuras publicaciones electrónicas. Conozco las ventajas de los libros electrónicos, pero me siguen pareciendo frías versiones del papel con tinta. Por eso el kindle, tan bien pensado para contener letras y frases sin lastimar la vista, es sólo eso: un depósito de texto. El Ipad despliega párrafos pero abre muchas otras ventanas. El escrito es sólo uno de sus huéspedes. También se alojan ahí imágenes fijas o en movimiento y sonidos que pueden responder a las peticiones del dedo. El libro electrónico no será simplemente un nuevo envase para el contenido de antes: será un nuevo medio para una nueva forma de expresión. Una integración de letras, imágenes y sonidos que seguramente se parecerá más a un videojuego que al pergamino empastado. No desplazará al libro de siempre: a ese libro con peso y olor que atesoramos. Convivirá con él distinguiéndose con claridad de su ancestro. El libro del futuro encontrará su cuerpo.
Asomarse a la extraordinaria edición que Faber & Faber junto con el desarrollador de tecnología Touch Press han hecho de La tierra baldía, es advertir una inmensa potencia comunicativa del instrumento. Reeditar a nuestros clásicos con estos medios, por ejemplo, sería una forma de reanimarlos, de invitarlos de nuevo a la conversación. Pensemos, por ejemplo en esa civilización que fue la escritura de Octavio Paz: sus riquísimos diálogos con las artes plásticas, sus encuentros con todas las literaturas, su contacto con el pasado, sus diálogos con los grandes creadores de su tiempo. Pensemos en presencia en la poesía, en la pintura, en la arquitectura. Si es necesaria una nueva edición de Los privilegios de la vista, debe ser como versión electrónica que incluya el texto, y una amplia galería de imágenes y videos que ilustren cada observación. Si se quiere difundir Piedra de sol, debería seguirse el ejemplo reciente: texto y lecturas, comentarios, imágenes, ecos en la música y en las artes plásticas. El libro electrónico—o como se llegue a llamar—por supuesto, no solamente modificará el trabajo del editor. Se escribirá distinto.
El presidente sugiere que leamos la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Me parece buena idea. Aunque en estos días se hablen pestes de ese ensayito, es una sugerencia que aplaudo. Por supuesto que es un texto que ha envejecido mal. Es posible que sea el peor texto de Reyes pero, aún si lo es, es infinitamente mejor que los textos con los que nos atragantamos cotidianamente. Nunca será mal momento para encontrarse con Reyes, así sea a través de la lectura de su lista del mandado.
Para promover el encuentro con este manual, el gobierno ha dispuesto su publicación con un tiraje extraordinario. La edición gubernamental no podría ser más fea y, sobre todo, más contraria al espíritu del texto y de su autor. Nada tan distante a la suave prosa de Reyes que la estética postiza del heroísmo. Fieles a la iconografía del oficialismo, los diseñadores de la edición ilustran las lecciones del regiomontano con estampitas de héroes. Sor Juana aparece, pero se le representa como una efigie marcial, un soldado que, desde Nepantla, intuía y anhelaba la cuarta y definitiva transformación de la patria.
Sería absurdo pensar que esas cuartillas puedan ser hoy una guía práctica de conducta. Mucho más absurdo, aún ridículo, el creer que pueda servir de base para algo tan aberrante como la “Constitución moral” del nuevo régimen. Muchos han hablado, y con buenas razones, de su arcaísmo, de su ñoñez, de sus prejuicios y de sus vacíos. Hay ejemplos de todo eso en ese texto que ha corrido con la peor de las suertes editoriales. Javier Garciadiego ha mostrado puntualmente esas desventuras en el prólogo a la Cartilla que pronto publicará El Colegio Nacional. Hay quien lo ve mocho, hay quienes lo encuentran machista y pudibundo. Yo creo que, a pesar de todas estas manchas y todos esos huecos, puede leerse con provecho como una invitación a pensar el bien, la dignidad, la convivencia y el aprecio del entorno. Para ello, habría que darle la bienvenida, antes que nada, a su tono. Es Reyes el autor de estas lecciones: ahí está su cordialidad, esa erudición sin alardes que hace suyos todos los siglos y todas las tradiciones.
Si el régimen quiere politizar este texto como insumo para uno de sus proyectos más insensatos, lo cierto es que Reyes es una vacuna contra el odio y sus simplismos, contra la idea de la política como perpetuación de la guerra. Ya decía el autor de la Visión de Anáhuac en una conmovedora carta a Martín Luis Guzmán que odiaba de la política esa tendencia a insistir en un solo aspecto de la realidad, fingiendo ignorar todo lo demás. Reyes, nuestro Montaigne, mira el pecho y la espalda de las cosas. “Tomar partido, decía en algún momento, es lo peor que podemos hacer.” Con todas sus telarañas, la cartilla es contemporánea porque defiende eso que pedía el historiador Tony Judt en sus últimos escritos: recuperar la dignidad del vocabulario moral. Sí: habrá que sumar y restar, habrá que examinar eficiencias y economías. Pero este mundo no puede cerrar los ojos al bien, la justicia, la equidad o la belleza.
Quien lea esta cartilla encontrará una defensa de la alegría y una burla de la solemnidad. Comprenderá que la tradición es vitalidad y no servidumbre a lo antiguo. Aprenderá también a distinguir la emoción patriótica de la manipulación nacionalista. Sabrá que hay que ser modestos frente a las sorpresas del azar para no caer en la soberbia. No es un viejo regañón el que advierte que el mal se asoma cuando enturbiamos un depósito de agua, cuando arrancamos la rama de un árbol, cuando lastimamos a un animal, cuando rompemos una piedra por la emoción que nos causa el poder de destruir. No es un nostálgico de los tiempos idos quien nos invita a conocer el nombre de las plantas para poder celebrarlas. El cuidado del entorno no es más que cariño por la casa que todos compartimos. La Cartilla nos recuerda que las ideas pueden ir y venir, lo que importa es la conversación.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
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