Instalación de Michelangelo Pistoletto
El New York Times organiza una discusión sobre la degeneración oligárquica de la política norteamericana. Se ha documentado con precisión que, cuando la mayoría de los ciudadanos se enfrenta a los más ricos, pierde. Hay que redemocratizar la política norteamericana, dice Theda Skocpol.
En su moleskine, Yvan Thays recoge esta preciosa fotografía que Daniel Mordzinski tomó de Rossi y su esposa a principios del año. Cuenta el fotógrafo: "El gran Alejandro Rossi retratado junto a su mujer en enero de este año, durante el viaje que hice para terminar el libro que publicó Gallimard con los maravillosos textos de Gastón García. A pesar de su avanzada enfermedad, le dije con pudor que quería visitarlo y, mientras me tomaba una Coca Light, miraba su sonrisa y comprendí que él quería que hiciera esas fotos de despedida. Lo percibí como un homenaje y un regalo."
En el blog de letraslibres se recogen varias piezas de y sobre Rossi. De ahí, varios retratos: de Juan Villoro, de Eugenio Montejo, de Enrique Krauze y de Jorge Herralde. También entrevistas. Una de Ricardo Cayuela y Álvaro Enrigue y otra de Álvaro Matus. Por acantilado puede llegarse a otras piezas interesantes, como esta entrevista con Enzia Verduchi que concluye con este intercambio:
-Para terminar, ¿qué piensa del whisky?
¡Caramba, al fin me hace usted una pregunta que me puedo responder inequívocamente! El whisky, señora, es la mejor bebida del mundo. Es una medicina disfrazada de bebida alcohólica. Posee maravillosas virtudes terapéuticas. Pregúntele usted a cualquier médico. Baja la presión, es vasodilatador y mil cosas más. Eso desde una visión mezquinamente fisiológica. Desde una más espiritual le hablaría en particular de los primeros dos whiskys, cuando se produce esa leve distancia con la realidad. Estamos en perfecto control, pero los objetos se han alejado unos metros y los contemplamos con nítidez de dibujante. Ya no exigen decisiones, respuestas, actitudes, sino que, repito, los contemplamos. Un momento maravilloso. ¿Sabe usted a qué se parece? A quitarse una camisa sucia y lavarse las manos. Lamentablemente somos víctimas de nuestra biología, de nuestra resistencia, de nuestro hígado y, en mi caso —me ampara una larga experiencia para afirmarlo—, advierto que el tercer whisky empieza a modificar la situación y da paso a un tono polémico y guerrero. Hasta el segundo soy una persona que puede pasar por serena y hasta agradable. Me encanta tomarlo solo y alcanzar esos instantes de paz y de objetividad. Sí, quitarse la camisa sucia de las horas torcidas y mojarse las manos con unas gotas de agua de colonia 4711, la auténtica, por supuesto. Ahí me introduzco en los terrenos de la felicidad. Mi consejo es comenzar a beber en México, a partir de las ocho de la noche. Mi abuelo materno, gran aficionado al whisky, notable especialista, solía aconsejarme: “Nunca bebas whisky antes de las siete de la noche”.
La oración fúnebre pronunciada por Adolfo Castañón en Bellas Artes puede leerse aquí. Enrique Krauze evoca al universitario, Bruno H. Piché recuerda la entrevista que le hizo junto con Ángel Jaramillo; Christopher Domínguez habla de los encantos de su conversación y Federico Reyes Heroles de sus dudas. En la página de El Colegio Nacional hay distintos documentos, empezando por "Cartas credenciales."
Ramón Xirau se apropió de una línea del Cántico de Jorge Guillén:
Soy, más: estoy, respiro.
Cuatro palabras, cada una de ellas hilada a la otra con un signo. Xirau las sentía suyas: la nuez de su pensamiento. Por eso regresaba una y otra vez a ellas. Nuestro idioma nos ofrece un privilegio que no tienen todas las lenguas para apreciar la condición humana. Ser no es estar. Más que ser en el mundo, estamos en él. Serán las piedras, nosotros solo estamos. “El soy, dice Xirau, es una asfixia; el estoy es respiración.”
Xirau escribiría poesía en catalán y la filosofía en español pero tenía bien claro que las dos hermanas iban en busca de lo mismo. Poesía y filosofía eran dos formas de habitar el mundo, dos caminos hacia el asombro de lo sagrado. Su manual de historia de filosofía, más que una historia, es una invitación a filosofar. La filosofía, “encuentro con la verdad” era, para él, “una cuestión de vida.” Más que eso: “una cuestión de supervivencia más allá de la vida.” Dice bien Julio Hubard que Xirau no exponía el pensamiento de los filósofos sino que pensaba con ellos, desde ellos, quizá. “Cuando se dilata con Hegel, es un hegeliano; cuando con Platón, platónico.” El maestro no trasmite pensamiento, lo hospeda. La poesía, la más intuitiva de las hermanas, la que brota sin aviso era para Xirau la hermana mayor. La poesía iba siempre un brinco adelante porque la captación poética entreveía sin reflexión el sentido profundo de la existencia. Después vendría el reposo de la reflexión. La poesía palpa el sentido del tiempo, es decir, de la muerte. Vivir es ir muriendo, decía de la mano de Pere March, un poeta valenciano medieval:
En cuanto se nace se empieza a morir
y muriendo, se crece y creciendo, se muere de continuo,
que ni un momento se deja de hacer vía
ni para comer, ni yacer, ni dormir.
A este crecer muriendo dedicó ensayos luminosos. Nuestro tiempo no es el presente sino la presencia. Durante su estancia en el mundo, el hombre contempla, comprende, siente. Estar presente es entrar en contacto con las maravillas del mundo: nombrarlas. Fugaz es la caricia del mundo. “Tiempo continuadamente nuestro, en nuestra estancia en el mundo, la presencia es constantemente un ahora, atento al mundo, atento a los demás, atento al Otro, a los dioses, a la divinidad.” Sus poemas están llenos de música, de aire, de naranjas y de ríos, es decir, de pájaros.
Xirau es puente, dijo Octavio Paz. Una tabla para cruzar la brecha de las generaciones, de los continentes, de las lenguas, de los saberes. Poesía y filosofía eran rutas para el encuentro con el mundo, lo humano y lo sagrado. Ciudades y ríos, árboles y viajes, cuadros y música aparecen constantemente en su poesía. “Conocer es, al mismo tiempo, percibir, sentir, nacer con el mundo, con los otros, con el otro. ¿No decía Claudel—preguntaba Xirau—que el conocimiento es co-naissance?” Conocer es conacer.
Me pasa el río que pasa
y yo soy este río
si la ventana abierta
hace contagio de ojos y de aguas.
Gentileza de reyes, alma de los negocios, la puntualidad ha sido elogiada como la virtud elemental, la fórmula básica del respeto, el ingrediente indispensable de la cordialidad. La puntualidad, decía Adam Smith, pone la palabra a prueba. Por eso el escocés admiraba a los holandeses: la formalidad de su trato se reflejaba en su compromiso con el reloj. Puntualidad y honestidad eran casi sinónimos. Eran, además, la moneda necesaria de la sociabilidad mercantil: llegar a tiempo era cumplir el primer contrato. El apetito de ganancia y la necesidad de colaborar se abrazaban en la cita puntual. Por eso al economista le parecían despreciables los políticos: no destacan por su puntualidad, ni por su probidad. Lo primero era, naturalmente, indicio suficiente de lo segundo.
Leszek Kolakowski no compartía esa adoración por el tiempo disciplinario. El filósofo que defendió la inconsistencia, encontró en la impuntualidad una guía moral. Podría decirse que el impuntual es el soberbio que sólo respeta su propio tiempo. Más
aún, que su ofensa, más que una simple descortesía, es un crimen. El impuntual es el ladrón de lo más valioso que tenemos, lo único que nunca podremos recuperar: el tiempo. En 1961 el pensador publicó en Polonia un ensayo juguetón titulado precisamente “Elogio de la impuntualidad.” En la nueva antología de sus ensayos que ha seleccionado y traducido al inglés su hija Agnieszka, aparece por primera vez en idioma que entiendo. Tal vez valga apuntar su argumento para no volver a echarle la culpa al tráfico por llegar 40 minutos después a la comida. Llegué a la hora de los postres pero dame las gracias por la profunda lección moral que te he regalado.
La impuntualidad bendice al individuo y a la sociedad. Naturalmente, si todas las personas fueran impuntuales todo el tiempo, la convivencia sería difícil, pero la impuntualidad esporádica puede ser muy benéfica. En primer lugar, la impuntualidad nos invita a pensar lógicamente y a reconocer las implicaciones de nuestra complexión psicológica. Si nuestras expectativas sobre el comportamiento futuro de la gente fueran cumplidas siempre, llegaríamos a una conclusión de infalibilidad. Si acordarmos que nos veríamos a las 6:00, nos veremos a las 6:00. Kolakowski imagina como una pesadilla el que el dentista nos recibiera siempre a tiempo, el que las bodas empezaran a la hora de la invitación, que todos los amigos llegaran a la fiesta a la hora acordada. El absolutismo de la puntualidad iría debilitando nuestras protecciones contra la decepción. La puntualidad absoluta sería una peligrosa burbuja de perfección que nos impediría madurar. El habitante del planeta de la puntualidad indefectible es intelectualmente indolente y moralmente vulnerable. La impuntualidad es la primera vacuna contra el desencanto.
Ahí está el segundo obsequio del impuntual. Quien llega tarde nos muestra que la conexión entre nuestra consciencia y nuestro comportamiento es compleja. Kolakowski no fustiga al moroso, no lo increpa con lecciones sobre el respeto al tiempo de los otros y el insulto del plantar a alguien por horas. El fiósofo admite que el otro, probablemente, quiso llegar a la hora y no lo logró. Distracción, imprevisión, pereza, mala suerte: muchas pueden ser las razones de la tardanza. A veces, ni siquiera nosotros comprendemos por qué llegamos tarde. Ahí está la lección de la impuntualidad: en ella aparecen, en forma molesta y ofensiva, la libertad y el azar. Somos impuntuales porque no somos manecillas de un reloj suizo.
Ver The Act of Killing ha sido la exprienca cinematográfica más perturbadora de mi vida. No recuerdo ninguna película tan violenta a los ojos, al estómago. Que sea un documental le imprime una carga casi insoportable a la vivencia. Siempre es un alivio saber que los de la pantalla son actores; que sus vidas no son las de sus personajes; que la historia, así esté basada en un hecho real, se toma sus licencias. Al envolverla en el caramelo de la mentira, podemos tragarnos una píldora de verdad. Pero cuando la pastilla se nos entrega sin el jarabe de la ficción, puede resultar intragable. Por eso The Act of Killing es una película que no puede recomendarse.
The Act of Killing cuenta la historia de una política de exterminio. En los años sesenta medio millón de indonesios fueron asesinados por pandillas al servicio del gobierno. Grupos paramilitares empeñados en perseguir y matar a los enemigos del régimen militar. Se trataba de exterminar a los comunistas—pero cualquiera podía ser acusado de ser comunista. Joshua Oppenheimer, el director, empezó trabajando con sobrevivientes de esa campaña criminal. El primer proyecto de la cinta documentaría el miedo de vivir rodeado por las pandillas que asesinaron a sus padres o abuelos; el pánico de vivir bajo una política que se enorgullece de la aniquilación de los suyos. El director enfrentó obstáculos de inmediato. Los militares hostigaron a los productores y a la gente que se mostraba dispuesta a participar en el documental. Fue entonces que la idea cambió: en lugar de filmar a los sobrevivientes, habría que filmar a los asesinos. Oppenheimer no solamente se libró del acoso de los militares sino que, para su sorpresa, encontró que los pandilleron desfilaban orgullosos para compartir los pormenores de sus crímenes. Después de todo, las pandillas seguían siendo sustento político del régimen y los asesinos recibían trato de héroes. Ese es el golpe que la película nos da: el genocidio orgulloso, el crimen reiterado y satisfecho, la ostentación del verdugo.
El pararelo para Oppenheimer era evidente. Conversar en Indonesia con los pandilleros que hace décadas mataron a cientos de miles era para él una experiencia similar a conversar con los nazis, cuarenta años después del Holocausto…si los nazis hubieran ganado la guerra. Los pandilleros no solamente estuvieron dispuestos a contar la atrocidad sino a actuarla. De ahí el título de la película: actuar el asesinato. Tan lejana es la culpa que se ofrecen a escenificar sus crímenes. Los pandilleros se imaginan como salvadores de la patria, actúan en grotescos musicales, fantasean con la idea de que los muertos les agradecen el crimen. El documental nos confronta violentamente con los trucos de la conciencia. Arropado por un sistema que los elogia, los criminales caminan tranquilos y duermen en paz. Uno de ellos muestra al director el sitio donde murieron cientos. Recuerda el olor de la sangre, le enseña la manera en que podía matar a sus víctimas y, de inmediato, se pone a bailar. Una inverosímil trivialización del asesinato.
El documental producido por Werner Herzog y Errol Morris es, en algún sentido, una reinvención del género. No intenta capturar neutralmente la realidad: interviene para ofrecer una plataforma a las ficciones que los criminales se inventan para tolerarse. La maldad se alimenta de la fantasía. Pero en la película se insinúa un pero. Si la imaginación puede ser tan poderosa como para asfixiar la conciencia, puede también implantar empatía.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
¡Qué gran foto!