Ahora que ha cumplido ochenta años, Mikhail Gorbachov encuentra más gente en Londres que en Moscú dispuesta a celebrárselo. Rachel Halliburton conversa con él para New Statesman. Hablan de Cameron, de Obama, de Putin. También hablan de su esfuerzo por abandonar la política. Gorbachov cree que la crueldad de la política mató a su mujer. Una expresión suya queda de la entrevista: "No hay reformista feliz."
Timothy Garton Ash escribe contra el proyecto de la Ministra del Interior de Gran Bretaña para instaurar la censura previa que evite la difusión del discurso de odio. El odio es una emoción que no puede ser prohibida. Castigar el odio sería tan aberrante como imponer la obligación de amar.
Para terminar, me gustaría inspirarme en Edmund Burke y decir unas palabras en favor del odio. Intentar convertir en delito una emoción es un empeño tan tonto e inútil como intentar derrotarla en una guerra (la “guerra contra el terrorismo”). Además, como destacó el gran pensador conservador británico, sentir algo de odio es sano. “Nunca sabrán amar cuando deberían amar”, escribió, “quienes no saben sentir odio cuando deberían sentirlo”. Odio la ideología islamista violenta que envenenó la mente de ese joven. Odio el fascismo. Odio todos los tipos de opresión. Odio la estupidez. Odio las ideas chapuceras. Y en nombre de todos esos odios, aconsejo no dejarnos arrastrar por reflejos automáticos ni caer en la reacción superficial, corta de miras, obcecada y contraproducente de decir “hay que hacer algo”, como esos ministros del Interior que, de tanto defender nuestras libertades, acaban por mermarlas.
El historiador anima un debate sobre la libertad de expresión en esta página.
Nexos preparó una carpeta de textos en celebración del centenario de Albert Camus. El dossier incluye su intercambio epistolar con Louis Guilloux (y el prólogo que escribió para sus novelas); un artículo de Roberto Breña sobre el pensamiento de Camus y la «hegemonía liberal»; un texto de Arturo Gómez Lamadrid sobre su relación con Argelia. Antonio Saborit escribe sobre el novelista y Hugo Hirart sobre el dramaturgo.
Tusquets ha publicado un libro titulado La felicidad y lo absurdo que incluye colaboraciones de Vivian Abenshushan, Luigi Amara, Roger Bartra, Elsa Cross, Javier Sicilia, Carlos Pereda, Mauricio Tenorio, Carlos Pereda, Tedi López-Mills y Jaime Labastida. El ángel de Reforma recoge la colaboración de Roger Bartra.
Laberinto, el suplemento cultural de Milenio, dedicó su número anterior al centenario. El cultural hizo lo propio, con artículos de Michel Onfray, Rafael Chirbes, Javier Villán. También publica una selección de aforismos inéditos y una nota sobre el Camus favorito de Muñoz Molina, Savater y otros.
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Camus en el blog:
– Gopnik, Camus y el arte editorial
– Inédito de Camus
– Camus sobre Dostoievski y el nihilismo
– Camus: Reflexiones sobre la guillotina
– Camus a 50 años de su muerte
– Vivir sin dios y sin razón
“Más que nunca tenemos urgente necesidad de un poeta como Lucrecio”, escribió George Steiner al final de En el castillo de Barba Azul. Las humanidades, decía, no solamente han sido arrogantes. También han sido tontas. Se han creído con el derecho de olvidar el genio de la física y el álgebra. Han encerrado las matemáticas y la astronomía en un frasco al que no han de tocar la poesía ni la épica. Esa es la grandeza de Lucrecio: trazar la epopeya del alma y los planetas. Explicar el enjambre de átomos que es el universo. Los espejos y los amores; las invisibles partículas que nos gobiernan, la harina que nos rebela. Porque estamos hechos de moléculas, esas invisibles semillas del ser, compartimos cuerpo con las piedras, las algas, los árboles y las estrellas. Pepitas elementales diminutas e infinitas.
La épica científica de Lucrecio no es mecánica simple. El mecanismo de los átomos es alterado por desviaciones de la rutina, variaciones, leves mudanzas que pueden transformar galaxias. La naturaleza se aburre en la repetición y busca incesantemente el viraje. Los dioses no sujetan a sus criaturas, las han dejado sueltas. De ahí viene la noción de clinamen: nada surge de la nada; todo se separa un poco de su origen. El polvo nos conforma y nos circunda, nos da cuerpo y brisa. Ahí, en esa interacción de las minúsculas semillas del ser, se funda la libertad del mundo.
La bendición de Lucrecio invoca Julio Trujillo en su nuevo libro de poemas. El epígrafe que abre El acelerador de partículas (Almadía, 2017) confiesa una filiación intelectual y poética. Un beso no es un milagro pero lo es. Así lo registra Julio Trujillo en el poema que da título al libro:
pensé también que nuestro beso ahí,
en ese instante,
era como un impacto de partículas
que hubieran circulado muchos años,
y tal vez muchos siglos,
en el imperio de la vastedad.
…
Y entonces esos labios en los míos,
en esa vuelta velocísima del mundo,
en esa ciega circunvolución,
llegaron,
toparon con un átomo que igual
giraba locamente acelerado.
Duró un instante apenas,
una idea que se construye conforme se fuga.
Una épica del instante, una orografía de las migajas. No hay átomo que descanse en estos poemas: las sombras se expanden, el poeta hierve, el pelícano cae a plomo, las fotos hablan. Cada segundo es una lucha contra el destino. El tiempo, dice Trujillo, es un pintor de prodigios. Si el mundo es un baile de imanes, habrá que enamorarse de ese hierro que nos guía.
y ser un haz
un chorro de partículas que estalla
en la invisible pirotecnia del acontecer.
Dejar de ser para ser todo un poco,
los panes y los peces,
la hélice entre el águila y el sol.
El físico proclama la liberación de sus moléculas. Choque de electrones insumisos. Ser fiel a su auténtica servidumbre, como escribe en “Memorandum” un poema condenado a ser memorizado: “¿Cómo ocurrió que poco a poco se me olvidó desorbitar mis ojos?” Somos astillas sueltas desde el Big Bang.
Tras la muerte de su libretista Richard Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss buscó a Stefan Zweig, el autor más leído de Europa. Acordaron colaborar en una ópera basada en una pieza de Ben Jonson. A esa colaboración se refiere, en primer término, el título de la obra de Ronald Harwood que ha traducido Sergio Vela y que, bajo su dirección, se presenta en Coyoacán. El compositor más admirado y el escritor más popular, trabajando juntos en una ópera. Pero no es solamente esa colaboración la que aborda la obra de Harwood. Es también, y sobre todo, una reflexión sobre la maldición de la política. ¿Cómo puede sobrevivir el arte bajo la dictadura más atroz? ¿Cuáles son las exigencias del decoro, cuáles son los permisos de la creación?
Zweig concluye el libreto en mal momento. Cuando pone punto final, Hitler ha ascendido al poder. Decretará muy pronto la prohibición de toda obra firmada por un judío. La política del nazismo rompe esa burbuja de entendimiento creativo entre Strauss y Zweig. El músico y el escritor, por razones radicalmente distintas son abatidos por una dictadura que hace imposible la sobrevivencia de la dignidad. Richard Strauss es, inicialmente, un consentido del régimen, un hombre a quien se le encarga el consejo musical del Reich. Siendo judío, Zweig, no necesitaba juicio para ser condenado. Su existencia había sido proscrita por el caudillo.
El diálogo entre ellos captura los terribles dilemas del artista en el siglo XX. En las cartas recreadas dramáticamente por Harwood, se efrentan dos temperamentos, dos estrategias, dos tragedias. Por una parte, el creador que confia en el arte como un refugio, como una explícita renuncia al compromiso. Vivir en el arte como si fuera otra patria. Lo único que quiero es componer, dice Strauss. Esa es mi vida. Todo lo demás es accesorio. Por la otra parte, el intelectual que asume explícitamente una responsabilidad frente al presente y que es incapaz, por ello, de ignorar la atrocidad.
El totalitarismo puso al arte ante la pavorosa disyuntiva de la indignidad y el sacrificio. Componer odas al tirano o disponerse a ser aplastado por él. Servilismo o martirio. El gran mérito del dramaturgo y de esta impecable puesta en escena, es apreciar la complejidad moral de cualquier elección en este contexto. Debes darte cuenta de la realidad, le dice Zweig a su amigo. La música es mi única realidad, le contesta. El gran biógrafo vienés aparece, desde luego, como el héroe lúcido e íntegro que anticipó, desde temprano, lo que vendría. Pero también puede uno apreciar las razones del artista apolítico, que anhela mantenerse al margen de la historia y que cede intimidado por las amenazas a su familia. Strauss y Zweig intentan, cada quien a su modo, ser fieles al arte.
El escritor terminará con su vida en el exilio; el músico sobrevivirá secuestrado. Los amigos ilustran la maraña de nuestras decisiones morales. Las extrañas avenidas del temple. Zweig habla como el realista que entiende las horribles crudezas de la política pero resulta, al final del día, el defensor más exigente del ideal. Su severísmo sentido de realidad no apaga sino enciende los valores. Strauss, en el otro extremo, puede ser visto como un pragmático, como un hombre dispuesto a pactar con quien sea, un cínico, tal vez. Si he trabajado para otros gobierno, ¿por qué no habría de hacerlo con el nuevo? Pero ese pragmatismo alimenta la más costosa ingenuidad. La amistad de estos dos artistas en tiempos oprobiosos retrata al noble realista y al ingenuo calculador. Dos tragedias en una colaboración.
Dice David Byrne en su nuevo libro que todo
empezó con un ruido, con un sonido: la palabra. Al parecer la ciencia
contradice nuevamente a la fe: todo empezó en silencio. El Big Bang fue, en
realidad, un Brief Shhh. Ni un rechinido se habrá escuchado en el origen del
tiempo y el espacio porque no había sitio para que el ruido se propagara. En el
principio fue el silencio. Después, las reverberaciones del polvo los soles y
los planetas habrán sonado, pero el
primer instante fue mudo. La consecuencia de que el sonido naciera tras del
espacio, se acomodaría mejor a las ideas que Byrne desarrolla en su libro: la
música depende del contexto en el que se compone, se interpreta, se reproduce, se
escucha. La música depende de su empaque tecnológico y arquitectónico. La
iglesia en que compuso Bach sus oratorios fue también instrumento y partitura
del genio.
Cómo
funciona la música es el título del libro publicado
este año por la editora McSweeney’s, de San Francisco. Es, en buena medida, el
libro de memorias de un músico pero, lejos de ser una colección de infidencias,
es la muy legible aventura por el planeta de los sonidos. Combinando
experiencias, reflexiones y lecturas explora los orígenes de la música, la
mecánica de la creación, el impacto de la técnica, los efectos neuronales de la
armonía, el nuevo negocio de la música. Exuberante, condimentado con
ilustraciones y anécdotas, gratamente desordenado, el libro de Byrne se propone
bajar al compositor romántico del pedestal. Para él la composición no es la
expresión de un sentimiento incubado en el alma del genio para quedar inmortalizado
en una sinfonía.
El contexto es el mensaje, dice, parafraseando
a McLuhan. El cuento tradicional de la creatividad comienza con la mirada
extraviada del compositor a punto de parir la Obra. Los ángeles y los demonios
combaten en su interior para encontrar la melodía que calca los tormentos de su
espíritu. De pronto, la emoción se vierte en el papel. La creatividad funciona
exactamente al revés dice, Byrne. Si podemos expresar musicalmente nuestras
emociones es porque las insertamos en las formas que nos ofrece el contexto.
Como los pájaros, instintivamente adaptamos el canto para ser oídos en la selva,
en el bosque, en la ciudad. La creatividad no es producto de la generación
espontánea sino de la adaptación.
Se asume un vínculo directo entre la vida y la
canción, como si la canción fuera el recipiente de la experiencia emocional. La
gente piensa que, cuando compongo una canción, cuenta Byrne es porque siento
una urgencia por expresar algo que me pasa, algo que siento. Que si alguien
elige interpretar una canción es porque esa melodía se conecta con una
experiencia personal: ¡Absurdo!, dice. La composición no expresa la emoción, la
provoca. “Hacer música es como construir una máquina cuya función es sacar a la
luz emociones en el intérprete y en quien escucha.” Por eso el argumento
central del libro es que no hacemos música, la música nos hace.
No era muy distinto lo que decía Ortega y
Gasset en sus apuntes musicales: cuando oímos la música de Beethoven, gozamos
concentrados hacia adentro. “No nos interesa la música por sí misma, sino su
repercusión mecánica en nosotros, la irisada polvareda sentimental que el son
pasajero levanta en nuestro interior con su talón fugitivo. En cierto modo,
pues, gozamos, no de la música sino de nosotros mismos.” La música se vuelve
resorte que pone en movimiento nuestras emociones. “Oímos la romanza en fa,
pero escuchamos el íntimo canto nuestro.”
Extraña costumbre la de los poetas que toman notas de todo. En tiempos del Ipad siguen buscando cuadernos de buen papel, sacándole punta al lápiz o entintando su pluma. El fetichismo del cuaderno. Su hábito es compulsivo, como morderse las uñas. ¿Por qué escribir en una libreta lo que surca su cabeza? Porque no se puede confiar en la memoria, dice el poeta Charles Simic. La idea más profunda de cada poema, agrega, es que menos es más. Por eso los poetas son los anotadores ideales. Leyendo a los poetas me convenzo de que la mayoría de los ensayos, los cuentos o las novelas mejorarían si se redujeran a un manojo de oraciones. En la libreta que tituló El monstruo ama a su laberinto, (Ausable Press, 2008) anota cosas como éstas:
“He dedicado mi vida a hacer una pequeña verdad hecha de una infinidad de errores.”
"El poeta ve lo que el filósofo piensa."
“La estupidez es el condimento secreto que los historiadores tienen problemas para identificar en esta sopa que seguimos sorbiendo.”
“Soy miembro de esa minoría que se rehúsa a ser parte de una minoría oficialmente reconocida.”
“Religión: transformar el misterio del Ser en una figura que nos recuerda a nuestro abuelo sentado en la bacinica.”
"Poema corto: sé breve y dinos todo."
"Finalmente una guerra justa. Todos los muertos inocentes deben considerarse suertudos."
"La Gestapo y la KGB también creían que lo personal era político. La virtud por decreto era su otra creencia."
"La eternidad es el insomnio del Tiempo. ¿Alguien dijo eso o es una idea mía?"
"Nueva York es un sitio demasiado complicado para un solo dios y un solo diablo."
"La ambición de la teoría literaria de hoy parece ser encontrar el modo de leer literatura sin imaginación."
“Para los amantes, hasta el nombre de pila es poesía.”
"Una teoría del universo: el Todo es mudo, las partes gritan de dolor o a carcajadas."
"Adoro el dicho de Mina Loy: ningún hombre con una vida sexual satisfactoria se convirtió en censor moral."
"El nacionalismo es el amor al olor de nuestra mierda común."
"Una película de horror para vegetarianos: Salchichas grasientas cayendo del cielo a su sopita de verduras."
"Deidades momentáneas, así es como los griegos–creo–concebían a las palabras."
"La poesía y la filosofía producen lectores lentos y solitarios."
"Mi queja del surrealismo: adora la imaginación por vía intelectual."
"Enterrador: la verdad es oscura bajo tus uñas."
"La belleza de un momento fugaz es eterna."
“Quisiera mostrarle a los lectores que las cosas más familiares que los rodean son ininteligibles.”
“Entre la verdad de lo que se oye y la verdad de lo que se ve, prefiero la silenciosa verdad de lo visto.”
“Crear algo que no existe pero que, tras haber sido creado, parezca como si hubiera existido siempre.”
“Nota a los historiadores del futuro. No lean el New York Times. Lean a los poetas.”