Colaboradores de The New Statesman seleccionan sus libros de 2013.
Colaboradores de The New Statesman seleccionan sus libros de 2013.
Niall Ferguson
, el extraordinario historiador inglés, conocedor como nadie del ascenso y la caída de los imperios, escribe un ensayo inquietante en Foreign Policy como pórtico su edición sobre "El eje del disturbio"–¿traduzco bien? Si Bush habló del "Eje del mal", Obama deberá considerar la formación de otro vértice de desafíos. Escribe Ferguson:
La mala noticia para el sucesor de Bush, Barack Obama, es que ahora encara un eje más extenso y potencialmente más dañino: un eje del disturbio. Este eje tiene, por lo menos nueve miembros y seguramente más. Lo que los une no es tanto la perversidad de sus intenciones sino su inestabilidad, que la crisis financiera global agrava. Desgraciadamente, esa misma crisis dificulta aún más que los Estados Unidos respondan a esta "grave y creciente peligro."
México aparece en un lugar destacado dentro de este Eje. Sam Quinones describe en la revista la aparición de una narcoinsurgencia en el país.
Después de reseñar la película sobre Hannah Arendt, Mark Lilla comenta el nuevo documental de Claude Lanzmann: «El último de los injustos.» La cinta se concentra en la vida del rabino Benjamin Murmelstein y su relación con los nazis. Gershom Scholem le escribió a Hannah Arendt que Murmelstein debía ser colgado por los judíos. Lanzmann, director de Shoah dijo de él, tras una semana de entrevistas: «aprendí a quererlo. El hombre no miente.» Aquí puede verse el adelanto:
Seamus Heaney
Las primeras palabras se contaminaron.
Como agua de río por la mañana
Que fluye entre la suciedad
De noticias y primeras planas.
Yo sólo abrevo en el significado
De las honduras del cerebro,
Donde abrevan las aves y las hierbas y las piedras.
Que todo fluya en ascenso
Rumbo a los cuatro elementos,
Rumbo al agua y la tierra y el fuego y el aire.
(Traducción de Pura López Colomé, en El nivel, publicado por Trilce Ediciones)
El New York Review of Books publica notas del cuaderno de invierno de Charles Simic. Traduzco de ahí:
«Lo que más amo de la naturaleza es cuán indiferente es a nosotros los humanos y al sufrimiento humano. Mientras nosotros estamos aquí con nuestras pequeñas o grandes tragedias, sopla el viento, las hojas susurran en los arboles, las flores se abren y mueren. Hay un enorme consuelo en esa indiferencia» dice la poeta Valzhyna Mort en una entrevista en New Letters. Estoy de acuerdo.
Confieso que siempre estoy garabateando algo en secreto. Una vez mi mujer me sorprendió mordisqueando la punta de un lápiz y me dijo: «Espero que no estés escribiendo esas tonterías que llamas poesía…» «No, amor,» le contesté, «estoy haciendo los balances de la chequera; a punto de escribirte una notita de amor.»
«No tengo nada que ocultar», no se han cansado de repetir los ciudadanos de muchos estados policiacos durante el último siglo. Ahora escuchamos que muchos norteamericanos dicen lo mismo. ¿Cómo es posible ser libre y no tener privacía?, no entra en sus cabezas.
La suya es una triste, triste historia de amor que provoca risa en todos los que la escuchan.
Todo poeta tiene su propia manera de lamentar el paso del tiempo. Esa puede ser la solución al misterio de por qué a tanta gente le atrae la poesía.
No hay compositor clásico que supere el éxito comercial de Henryk Górecki. Su Tercera sinfonía ha vendido millones de copias y ha ilustrado un buen número de películas. Alex Ross escribe en el Newyorker sobre su trabajo y sobre la aparición de una esperada secuela. Górecki murió antes de estrenar su Cuarta pero la dejó prácticamente lista. Se estrenó en enero. Una inquietante despedida, la llama Ross. Una obra que merecería el mismo éxito que su Tercera Sinfonía … pero que no lo tendrá.
No puedo escapar de una escena. Laura Guerrero acaba de inscribirse a un concurso de belleza y llega a una fiesta. Después de unos minutos, entra al baño para descubrir que unos hombres se descuelgan del techo de un bar improvisado. Como arañas que descienden de su hilo, los asaltantes reciben los rifles que les entregan desde lo alto. Vienen a matar y pronto se encuentran con Laura. El jefe de los matones la ve, le perdona la vida pero la atrapa definitivamente en su red. A partir de ese momento no hay escapatoria: la red del crimen lo cubre todo.
Miss Bala, la cinta de Gerardo Naranjo que se estrena este viernes, es una película que retrata la desgracia mexicana de este tiempo. La casa que habitamos ha dejado de ser nuestra, la vida que vivimos ya no es en realidad propia. Bajo el imperio del miedo nada puede ser confiable. Somos el ratón con el que juega el gato del crimen: la apariencia de libertad es la cuerda que permite su diversión. Cuando pensamos escapar, en realidad nos arrojamos a la boca hambrienta. Pero no se crea que ésta es otra película de denuncia, otra película de compromiso que se deleita en el lugar común, en la estridencia de la simplificación. Miss Bala es una gran película en términos estrictamente cinematográficos. Saturados por la crueldad cotidiana, la cinta sobresale porque su honestidad no está reñida con la elegancia. No es necesario restregarnos la violencia: lo que hace falta para nombrar nuestro tiempo es tocar las emociones vitales que la rutina adormece. Para capturar la angustia no hace falta arrojar cubetas de sangre: tocar la respiración del miedo es suficiente.
El extraordinario guión es poderoso por todo lo que no dice, por todo lo que calla, por todo lo que sabe innecesario decir. El poder de la película está en esa comunicación que escapa al discurso, esa trasmisión de imágenes o, tal vez, olores que provocan la fraternidad profunda y auténtica del arte. La fotografía es esencialmente evocativa: ve y nos muestra la angosta cueva de la violencia para cerrar también los párpados o alejarse de lo que no necesitamos ver para sentir. Dos actuaciones admirables sostienen la película. Stephanie Sigman carga prácticamente todas las escenas pronunciando unas cuantas frases pero hablando todo el tiempo con el cuerpo. Trepado a su mirada, montado en sus espalda, adherido a sus moretones, el auditorio vive una pesadilla interminable. La ilusión más ingenua le despierta una sonrisa, el pánico más profundo revienta en el tambor del pecho. Noé Hernández es un villano único porque no es tragado por ningún estereotipo. No usa camisa Polo, no lleva cadenas de oro ni lentes oscuros. Es despiadado pero no cruel. Representa el mal porque encarna también lo humano. Aterra porque podríamos conocerlo, porque podríamos ser él.
La hazaña artística de esta película es haber logrado la serenidad narrativa en medio del desbordamiento de violencia y sangre. Película de nuestra angustia, Miss Bala registra el grito pero no nos grita. Es una denuncia de nuestra barbarie, pero no pretende ser un cuento con moraleja edificante. Es uno de los mejores retratos emocionales del México de hoy.
No es extraño salir del cine con preguntas. Vamos a cenar tras la función para tratar de responderlas y resolver los misterios de la trama. El árbol de la vida, la nueva película de Terrence Malick, no nos siembra esas preguntas que se resuelven con una mirada atenta, descifrando las claves que aparecen en un diálogo o en una imagen. El árbol de la vida no es simplemente una narración compleja, es un testimonio del misterio. La película se columpia entre lo diminuto y lo descomunal, va del pie de un recién nacido al anillo de las galaxias, del fuego original al rascacielos. El dolor de la muerte dispara el flashback más deslumbrante y nos remonta a un tiempo anterior a las células. Un cuento pequeñito de melancolía familiar se trenza a la marcha de los dinosaurios. No faltan espectadores que, ante estos disparates, abandonan la sala.
El árbol de la vida podría ser una película muda: un despliegue de imágenes bellísimas, un manojo de instantes sublimes retratados por Emmanuel Lubezki. Podría ser también un concierto estrujante con piezas de Tavener, Bach, Mahler, Gorecky, Smetana, Preisner, Berlioz. Música y plegaria que cautivan a través del oído. Tal vez El árbol de la vida sean los recuerdos y el sueño de un hombre. La memoria de su niñez, sus primeros pasos; el juego y la tentación del peligro; el descubrimiento de la suavidad y la aspereza del mundo. Una niñez que se abre camino entre el calor de su madre y la rigidez del padre. Ella ríe, cuida, juega, se desprende de su peso y baila en el aire. Él se cree en el deber de enseñar rigor, dureza, golpes. Ella despierta a sus hijos con risa, él les arrebata violentamente el cobijo. Ella es un ángel; él nunca encuentra la paz—más que en la música a la que en mal momento dio la espalda. Los personajes apenas se hablan. Las palabras en la cinta son susurros, invocaciones, rumores. Los protagonistas le hablan a Dios quien, por supuesto, permanece callado. Al mundo no se le entiende pero se le escucha, se le ve, se le toca. Sobre todo éso: se le toca, se le acaricia. Desfilan las manos como los órganos sabios de la percepción. Acarician el agua, el aire, la piel, el pasto, las cortinas. Tocan… y entienden.
La tragedia cae sobre la familia. El hermano menor del protagonista muere. Un telegrama lo comunica en la primera escena de la película. ¿Se suicidó? Poco nos dice el breve libreto de de este traductor de Heidegger pero la tormenta de reclamos y culpas que sigue torturando al hermano mayor insinúa la muerte voluntaria. El dolor encuentra marco en la inmensidad de lo astronómico y de lo microscópico. Los átomos y las nebulosas no escuchan el grito de una madre. La naturaleza, sin embargo, no es indiferente y nos cobija desde el gran estallido. El consuelo llega porque todos los tiempos de la emoción humana son presente. Porque el adulto puede confortar al niño que fue, porque el muerto no desaparece del recuerdo, porque hay perdón. El tiempo no desecha: todos los pasados son sincrónicos. La película es una parábola sobre el asombro, es decir, sobre la humildad. Venimos a amar a cada una de las hojas, a cada hilo de luz, dice ese ángel que es la madre. Venimos a maravillarnos.
Ayaan Hirsi Ali ha escrito un nuevo libro: Nomad: From Islam to America: A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, ensayos autobiográficos y alegatos liberales. El New York Times publica hoy una entrevista con ella.
Sartre, Glucksmann, Aron
André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.”
Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vientam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunimo, llegó a decir Lenin—sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Gluckmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.
¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre!” Mientras Lacan cambia “terrorífico” por “formidable,” Hölderlin elige “monstruoso.” Glucksmann quizá diría “estúpido.” Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.
No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde.” Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir cuidades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.”
Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.