Francis Fukuyama
publica una interesante reflexión sobre la guerra contra el narcotráfico llamando a una profundización de la Iniciativa Mérida.
The Economist también comenta el libro de Ben Lewis sobre los chistes bajo el comunismo
. Hace una buena recomendación: el lector debe brincarse las reflexiones dizque teóricas del autor y concentrarse en los chistes.
Czeslaw Milosz cumple cien años. Adam Michnik lo recuerda en un espléndido artículo que traduce el ABC.
Milosz representó una leyenda para varias generaciones, incluida la mía. Su poesía era como el fruto prohibido: nos sabía a gloria, pues acceder a ella requería grandes esfuerzos. Sus versos formaban una especie de código secreto de comunicación entre los polacos insumisos.Nos reconocíamos a través de citas de Milosz: al que estuviera familiarizado con su poesía podías llevártelo contigo a tomar una cerveza sin temer nada.
Michnik resalta que a Milosz la política le aburría–más aún: le repugnaba. Y sin embargo, no podía huir de ella. Huir de la política era volverse su cómplice:
Madre, no es verdad que en el género humano
no existan los salvados ni los condenados.
¿Quién puede llegar a decir, soy justo,
Cuando de la cobardía crece la indiferencia,
De la indiferencia, el silencio sobre el crimen,
Del silencio, sólo la muerte y acusaciones?
En un ensayo de 1921, T. S. Eliot nombró la marca esencial en el arte de William Blake: honestidad. Una honestidad, agregaba de inmediato, que resultaba aterradora en un tiempo demasiado miedoso para ser honesto. Contra su franqueza conspiraba el mundo entero. La poesía de Blake es desagradable como lo es la gran poesía, decía Eliot: a través de un admirable proceso de simplificación exhibe la enfermedad esencial y también la vitalidad del alma humana. Acceder a sus revelaciones no es, sin embargo, cosa sencilla. Fiel a su llamado, concibió una mitología personalísima y compleja. Recientemente se ha publicado una guía valiosa para pasear en ese universo de símbolos. Se trata de El amanecer de la eternidad. El mundo imaginativo de William Blake, de Leo Damrosch editado este año por la Universidad de Yale. El título viene de un poema que Blake nunca publicó y que logra condensar su ambición artística y filosófica:
Ver el mundo en un grano de arena,
Y el Cielo en una flor silvestre,
Abarcar el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.
Quien sujeta una alegría
Destruye la alada vida;
Quien besa al júbilo en su vuelo
Vive en el amanecer de la eternidad.
Damrosch siguió meticulosamente los pasos de Tocqueville por los Estados Unidos y ha retratado, en brillantes biografías, a Rousseau y a Swift. Este libro sobre Blake no es propiamente una biografía. Es un manual de lectura. El visionario que enlaza la poesía y la acuarela con la filosofía nos invita a abrir nuesta imaginación al “trueno del pensamiento y a las llamas del deseo feroz.” Pasearse en esa tormenta es una aventura peligrosa. Por eso es tan útil la orientación de Damrosch. Su intención es hacer, más que un libro sobre Blake, un libro con Blake. El ejercicio de colaboración supone una mirada tan atenta a sus imágenes como a sus letras. Trazo y frase de una sabiduría visual. El crítico sigue los sueños, las visiones, los delirios del genio. Mitos de inocencia y aprendizaje, de las pasiones y la razón, de Dios y la revolución, de la naturaleza y la ciudad.
Como bien dijo Bataille, Blake será, ante todo, el supremo cantor a la alegría de los sentidos. La sensualidad reina por encima de la razón; los deleites sobre las culpas. “Quien desea y no actúa procrea pestes.” Por eso nos llama a reconciliarnos con el infierno. Aterradora honestidad: acoger el impulso, la desmesura, la pasión. Blake ve a Dios en la altivez del pavorreal, en la lujuria del chivo, en la cólera del león, en la desnudez de la mujer. Es una fe contra cualquier sacerdocio. “Igual que la oruga elige las hojas más agraciadas para depositar sus huevos, así el sacerdote dejará caer su maldición en los goces más hermosos.” Restituir a las deidades que animaban todos los ojetos del mundo. Aquellos dioses con formas de montañas, de ríos, de árboles y nubes que los templos expulsaron para imponer su código de pecados. Tal vez lo que pide Blake es muy sencillo: beber cerveza en la iglesia.
Se ha hablado mucho en estos días de la antigua catedral bizantina de Estambul. El templo se construyó en 537 y durante casi mil años fue la iglesia cristiana más grande mundo. En 1453, cuando la ciudad fue ocupada por el imperio otomano, se convirtió en mezquita. Entonces se levantaron los minaretes que enmarcan la estructura. Y se ocultaron los símbolos cristianos de las cúpulas y paredes. Permaneció como mezquita hasta 1934, año en que Kemal Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, decidió convertirlo en museo. Los mosaicos ortodoxos reaparecieron al lado de la caligrafía musulmana en símbolo de una nacionalidad abierta que recoge todas las capas de su propio pasado.
Hace unos días, el gobierno de Erdogan decidió clausurar el museo para convertir nuevamente al templo de la sagrada sabiduría en mezquita. La controversia ha sido intensa. Para el novelista turco Orhan Pamuk, la decisión del gobierno representa un atentado a la república secular fundada por Ataturk. Un golpe simbólico pero mortal al basamento laico de la democracia. Ece Temelkuran, la periodista que publicó hace un año su instructivo de siete lecciones para perder un país, reaccionó con la misma indignación: la medida es una forma extrema de rehacer el paisaje de la historia, de la ciudad, de la república para servir al relato de la identidad. Por lo pronto, puede decirse que la reapertura de la mezquita ha logrado la ansiada polarización. Los simpatizantes del presidente turco la entienden como una recuperación de la dignidad; sus críticos como una especie de expulsión del espacio público.
Ha sido a propósito de esta polémica que el New York Times dio a conocer hace unos días un proyecto científico y artístico que me parece fascinante. Basserra Pentcheva, profesora de estudios clásicos de la Universidad de Stanford, se ha dedicado desde hace años al estudio de Hagia Sophia y ha explorado, sobre todo, las dimensiones sensoriales que estimulaba ese templo. La joya de la arquitectura bizantina es una imagen de lo divino que se vivía a través de la luz y las sombras; del canto y sus ecos. La iglesia puede escucharse como un gigantesco instrumento por donde se advierte la presencia de Dios. El coro, dice la clasicista, llenaba el interior acuáticamente: ondas que se propagan, rebotan y disipan entre domos, columnas y paredes. El gran tesoro de Santa Sofía, su sabiduría más profunda, sugiere Pentcheva es ser vasija de una sonoridad mística.
Con un grupo de ingenieros y programadores, la historiadora se ha esmerado en reconstruir la arqueología acústica del lugar. Más que acomodar las piedras de un templo milenario, restituir los temblores del sonido, rescatar el timbre de las voces en juego con el templo. Para recuperar esos ecos, los técnicos poncharon un globo en el lugar en donde habría estado el coro y midieron con precisión los rumores que desencadenó el estallido. De esa manera, el equipo técnico pudo capturar la vivacidad sonora de ese gigantesco cántaro de mármol y oro y levantar una réplica de esa arquitectura que se escucha. Haciendo uso de ese modelo acústico, el grupo vocal Capella Romana que se especializa en los cantos bizantinos grabó un disco de las voces perdidas de Hagia Sophia, a miles de kilómetros de Estambul. El resultado es sobrecogedor. La “aurealización” sumerge al cuerpo de quien escucha en un mar de reverberaciones. Es esa la experiencia de la divinidad que surge de Santa Sofía, dice Pentcheva: voz que resuena y que envuelve, como agua.
Como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras, el libro parece un invento insuperable. Lo dijo Umberto Eco y lo suscribe Irene Vallejo en su maravilloso libro sobre la invención de los libros en el mundo antiguo. El libro no se necesita enchufar, no se le acaba la pila, lo podemos llevar con nosotros, no se borra, no nos pide actualizaciones para poderlo leer. Pero el libro no es solamente un admirable dispositivo tecnológico, es también un objeto del deseo.
El infinito en un junco, es la novela de los guardianes. Una narración extraordinaria que relata la hazaña de la preservación de la cultura. Con erudición amistosa, con ritmo y gracia, Vallejo cuenta una de las grandes aventuras de la humanidad. El ensayo ha merecido todos los premios posibles, ha sido un sorprendente éxito de ventas y ha recibido los elogios más entusiastas. Vargas Llosa lo llama, ni más ni menos, una “obra maestra.” Alberto Manguel celebra este conmovedor homenaje al libro que está escrito como una fábula. No hay exageración. El cuento de Vallejo merece toda la aclamación que ha recibido. Es libro admirable por su erudición y su soltura, por la naturalidad y el amor con los que se desplaza por el mundo clásico para conectar con el presente. Son admirables la investigación que hay detrás del libro y la frescura con la que se reconstruye la biografía de un invento.
Más que la historia de la creación literaria, El infinito es la historia de su transmisión y cuidado. Si la especie no se inventa cada día es porque nos cobija la memoria y la imaginación de los siglos; porque ha habido estadistas y piratas, monjas y traductores, artesanos, técnicos y empresarios que han preservado esos artefactos que preservan la llama de la palabra. La invención de los libros, dice la filóloga, “ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder.” Gracias a ellos respira la especie humana. Por ellos se preservan las maravillas de su genio y también los horrores de su delirio.
Todo habrá empezado en algún río de Egipto, hace unos cinco mil años. “El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática.” Retener ese soplo había sido una ambición de siglos. Detener la evaporación de las palabras y los números para dejarlas fijas, para heredarlas. Se experimentó la escritura en el lodo, en el metal, en la piedra. El gran salto fue el hallazgo de un paño blando. Una tela flexible y viva que podía eternizar los dibujos de la tinta. Frente a sus pesados antecedentes, rígidos e inertes, el rollo de papiro era ligero y flexible: un invento hecho para el viaje y la aventura.
Leemos las inscripciones en la fibra de las plantas o en el cuero de los animales. Escribir sobre nuestra piel. El cuerpo es una hoja en blanco que recibe la marca del tiempo. Las arrugas que cosechamos con los años son la escritura de nuestra vida. Irene Vallejo no registra solamente la épica del libro, ese cuento milenario de ambiciones y conquistas, de incendios, robos y escondites. También identifica la vida de los libros como joyas de intimidad. Hedonismo en estado puro: rozar, oler, acariciar un libro. Deleitarse con el goce sensual de un arte palpable. Erótica de la transmisión.
Dijo Pascal en alguna línea de sus Pensamientos que todas nuestras desgracias derivan nuestra incapacidad de aislamiento. Nadie puede vivir tranquilo, sentado en un cuarto. Xavier de Maistre escribió una brillante refutación en su Viaje alrededor de mi cuarto. Una aventura entre cuatro paredes escrita por el hermano menor del conde Joseph de Maistre el terrible reaccionario al que Isaiah Berlin vio como precursor del fascismo. Xavier, quien había tomado parte en un duelo prohibido, purgaba un arresto domiciliario de 42 días. “Me han prohibido ir y venir en una ciudad, pero me han dejado el universo entero; la inmensidad y la eternidad están a mis órdenes.”
La crónica de esa cuarentena narra la reclusa aventura que avispa la imaginación. Una crónica de gratitud y de asombro. No hace falta gastar un peso para el turismo que nos lleva de un mueble al otro. No se expone uno a los ladrones de la carretera ni corre peligro de caer en en precipicios. El viaje del aristócrata no se ata a la disciplina del itinerario. No me gustan esas personas que constriñen la vida a sus planes: hoy escribiré dos cartas, visitaré a este amigo, dedicaré tres horas al jardín. Los placeres se esparcen por la vida y sería absurdo, dice, no entregarse a sus seducciones. Cuando aparecen, hay que suspender de inmediato la tarea y abandonarse a sus regalos. “Nada, creo, más atractivo que seguir el rastro de las ideas, cual cazador que persigue a la presa sin atender ruta fija.” Los pasos del confinado son como la ruta absurda de la mosca: de la mesa me dirijo al cuadro que está en la esquina. De ahí camino hasta la puerta, pero de pronto, como si auténticamente fuera una sorpresa, me encuentro un sillón en el camino. No lo dudo y me dejo caer.
Lo importante en cualquier crónica del viaje es el detalle. Hay que describirlo todo y adentrarse en las minucias. De Maistre describe los cuadros que mira, los amores que recuerda, las amistades que perdió. Recorre las novelas de su biblioteca, acaricia a su perra, medita y se pierde en digresiones. Pero también consigna en esta travesía entre cuatro paredes la experiencia de la nada, el peso de la aburrición. Hecho de viñetas y divagaciones breves, el librito incluye también capítulos vacíos. Páginas atravesadas solamente por puntos suspensivos. ¿Qué pasó entre las 6 de la tarde y las 8? Misterios del reloj descompuesto.
El cuarto le ofrece lectura al preso, pero también le motiva con el olvido de las letras. Ese doble placer ofrecen los libros: aprenderlos y olvidarlos. De Maistre lee y escribe, pero goza también con la chimenea que enciende y contempla. “Así las horas transcurren y caen silenciosas en la eternidad, sin dejar entrever sus tristes presagios.” El encierro altera el tiempo y hechiza todas las cosas. Las impregna de otro sentido. No son ya objetos de uso, sino de contemplación. Las cortinas juegan con los rayos del sol, las sombras de los árboles se fragmentan dibujando formas esplendorosas. La cama se convierte en el templo de la imaginación: un mueble delicioso que permite olvidarnos durante la mitad de la vida, las amarguras de la otra mitad. Una recomendación nos ofrece el recluso: las sábanas deben ser rosas y blancas porque son colores consagrados a la felicidad y al placer.
Encadenado a su propia caverna, De Maistre dialoga con Platón e imagina a dos animales combatiendo en el encierro. La bestia prepara el desayuno: tuesta el pan, prepara “espléndidamente” el café y se lo toma. El otro pinta, fantasea, medita. Y concluye, al recuperar la libertad, que la calle, la plaza y el mercado son la verdadera cárcel. Con tristeza lamenta que, al dejar su encierro, volverá a quedar sujeto “al yugo de los negocios.”