Tina Brown habla con Philip Roth sobre la muerte de la novela. Paul Auster responde.
Tina Brown habla con Philip Roth sobre la muerte de la novela. Paul Auster responde.
En penúltimos días encuentro esta nota de Ernesto Hernández Busto sobre el anticastristmo de Vladimir Nabokov, "natural desprendimiento de su odio al bolchevismo que le había arrebatado familia, tierra e idioma." Al ver que la revista francesa L'Arc que habría de dedicarle un número monográfico había publicado un número sobre Cuba, pidió la inserción de la siguiente nota:
No tengo por costumbre manifestar mi credo político. No obstante, ciertas simpatías por Castro que creo haber detectado en el número de L’Arc dedicado a Cuba me obligan a hacer en este número una breve declaración de principios. Me importa un bledo la política en cuanto tal. Desprecio toda fuerza que ataque la libertad de pensamiento. Estoy en contra de toda dictadura, de izquierdas o derechas, terrestre o celestial, blanca, gris o negra, rosa, roja o púrpura, Iván el Terrible o Hitler, Lenin, Stalin o Jruschov, Trujillo o Castro. Sólo acepto a los gobiernos que permiten que el individuo diga lo que le gusta.
Me asombra la emergencia de la autoridad. Esa es la consecuencia política de la crisis sanitaria: el peligro ha desenterrado la autoridad y la ha puesto en el centro del país. No estoy hablando simplemente de la reaparición de un gobierno que es capaz de mandar. Para quienes hablaban de un Estado fallido, los días recientes dan muestra de que en México existe un núcleo de poder que puede lograr eficacia en momentos de alto riesgo. En efecto, el gobierno federal y algunos locales lograron imponer reglas severas y muy costosas. Lo hicieron con velocidad extraordinaria, poniendo en sintonía a grupos que han sido enemigos. Proyectaron un mensaje claro, consistente y continuo; modificaron en un instante la conducta de millones de personas. No puede pasarse por alto la evidencia: el gobierno tuvo la agilidad, la capacidad y los recursos para enfrentar la emergencia sanitaria.
Pero de lo que quiero hablar no es de eso, sino de la fuente de esa reordenación política y sus posibles secuelas. El lenguaje de los preceptos sanitarios no embona en la conversación democrática. Su dispositivo de legitimación es otro. El tono es distinto, el argumento se construye de otra manera, el mensaje viene de otro lado. Creo identificar la novedad: se trata de la reaparición de una voz premoderna que se ha vuelto terriblemente actual: la voz de la autoridad. Autoridad es poder que no emplea la fuerza. Un poder que no intimida amenazando con un castigo. El influjo de la autoridad, su capacidad para determinar la conducta de otros proviene del sujeto que la emite. La figura de autoridad puede modificar la conducta de otros porque encarna valores apreciados por la colectividad: es la voz de Dios, de la experiencia, de la tradición o de la ciencia. Como enviado de lo incuestionable, Su palabra vale más que la nuestra. Nuestra voz es, apenas, voz de la calle, opinión o impulso; miopía, ignorancia. Quien encarna la autoridad, por el contrario, se eleva para mostrarnos el camino. No necesita amenazas: su figura muestra la ruta. (Una interesante reflexión sobre el concepto aparece en un ensayo de Hannah Arendt recogido en Between Past and Future ).
Si la autoridad de la que hablo no apela a las armas para hacerse seguir, tampoco se rebaja a la discusión con los mortales. Cualquier debate descansa en un presupuesto igualitario: los participantes están dotados de razón y conocimientos. No puede celebrarse una discusión si se cree que uno tiene el monopolio de la verdad y ejerce control exclusivo del argumento. Si es debate, la competencia por la persuasión arranca en la igualdad de los participantes. La autoridad, por el contrario, parte del principio opuesto: la autoridad sabe, la gente no. Por la voz de la autoridad habla la verdad. Puede fundarse en un libro sagrado, en la experiencia de un anciano, en la bondad de un santo o en el saber de un científico. El caso es que la relación con la figura de autoridad es, por definición, antidemocrática: se basa en la confianza que el súbdito tiene en la sabiduría e integridad moral de su superior. Por ello su voz ha de acatarse sin chistar, sin pedir más argumento que una prueba de que, efectivamente, esa voz proviene de boca autorizada.
La autoridad no se rebaja a discutir al tú por tú con sus inferiores. Su palabra es, en sí misma, orden inapelable. Lo es porque no es mandato caprichoso sino aviso enclavado en la verdad. De ahí que la autoridad sea el intento más viejo de suprimir el capricho. Para expulsar la arbitrariedad de las relaciones humanas había que encontrar a quien portara el saber y la justicia.
La democracia liberal ha descreído de esa búsqueda y ha combatido el principio de autoridad. De la idea del poder como resultado del consenso, es decir, de una igualdad originaria, proviene el golpe mortal a esa figura. El poder no deriva de una encarnación omnipotente sino de una representación con restricciones. De ahí que toda orden debe fundarse en reglas y curtirse en argumentos. Inadmisible sería que un primer ministro impusiera legislación porque el libro sagrado así lo determina. Inaceptable que el presidente dictara decretos porque la Ciencia lo obliga.
Pero la emergencia trastoca ese arreglo. La Ciencia legisla presurosamente; cancela la discusión y decreta un régimen excepcional. El poder público se asume como conducto de otra voz. En el trono de la autoridad inapelable se instala el epidemiólogo, el experto en salud pública, la oficina universal de la salud. La autoridad no pierde el tiempo argumentando. La crisis no tolera dilaciones. Nuestros protectores conocen las amenazas, diagnostican la fuente de los contagios y prescriben la receta draconiana. El enfermo acata dócilmente la instrucción del médico. Atónito ante los diplomas del consultorio, la bata blanca que viste al doctor, el aplomo de certeza que proyecta, el paciente se dispone a entregarle el brazo para la amputación salvadora. Ese paciente es el planeta asustado.
John Gray comenta el libro de Sylvia Nasar sobre los grandes economistas de la historia para hablar de la econolatría. La economía parece ser la disciplina que con mayor orgullo se dispone a comprometerse con la irrealidad, dice. Al expulsar a la historia de su disciplina, muy pocos economistas han tenido algo valioso que decir para encarar los problemas que han creado.
Aquí pueden verse otras entradas sobre John Gray en el blog.
Del blog de Aurelio Asiain tomo estas rimas de Ireneo Paz y la nota que las acompaña:
Señor, las elecciones del domingo
fueron un solemnísimo fandango,
pues el pueblo mostrándose zanguango
la vez quinientas mil sirvió de mingo.
Ni dar siquiera pretendió un respingo
al notar que lo echaban en el fango:
¡preso de tus sayones en el mango
no llegó a hacer papel ni de relingo!
Por eso, santo, ante tus plantas vengo
y un proyecto “de chapa” te propongo
que te pruebe el cariño que te tengo:
declara que la patria vale un hongo,
declara que el país es Tianguistengo
y sácanos ¡pardiez! hasta el mondongo.
* * *
Tu prensa que te alaba por la sopa
hace en diversos tonos que se sepa
que tu candidatura ya se trepa
sobre todas las otras viento en popa.
Y aunque con las mentiras hace tropa
y por eso en sus cálculos discrepa,
ya no encuentra camisa que le quepa,
y ancha se está poniendo como estopa.
Mas hoy tu gente que al erario chupa
ve que no queda ya ni una zurrapa,
y eso, glorioso santo, la preocupa….
Si los quieres hartar hasta la chapa
haz un esfuerzo solo, grita ¡upa!
Y das un brinco y te declaras Papa.
Ireneo Paz (1836-1924)
*
Hace doce años, cuando editaba la revista (paréntesis), Napoleón Rodríguez me regaló una copia del tercer tomo de Cardos y violetas, la “colección de poesías, dramas y sonetos festivos” de Ireneo Paz (1836-1924). Leí de un tirón y con enorme regocijo las casi cuatrocientas páginas afiladas —una fiesta verbal de rimas y lances rítmicos, aliteraciones, juegos de palabras, apodos más o menos transparentes, ironías que el tiempo ha oscurecido, sarcasmos indelebles—, recogí unos cuantos en las páginas de aquella revista y me hice la ilusión de que, habiéndose reeditado hacía poco Algunas campañas (El Colegio Nacional / Fondo de Cultura Económica, 1996) con un postfacio conmovedor en que Octavio Paz señala con justicia que los sonetos de su abuelo “se cuentan entre lo mejor de la poesía satírica del siglo XIX”, algún editor tendría pronto la buena idea de lanzar una edición moderna de los tres tomos —el primero o el segundo recoge los poemas filosóficos y eróticos del autor, alabados en su tiempo—, pero me quedé con las ganas. Hace un momento descubrí que ese mismo tercer tomo se puede descargar o leer en línea en Google Books, de donde bajé la copia que he subido a Issuue Internet Archive, en donde se lee mejor y de donde se puede descargar en múltiples formatos (pero no insertar aquí).
Se nos dice una y otra vez que los días del libro están contados. Que las bibliotecas serán, tarde o temprano, depósitos de cosas inservibles, que sólo leeremos ya en pantallas. Que la letra ya no descansará en papeles sino que brincará en foquitos diminutos para formar letras y palabras. Sólo la nostalgia, nos dicen, explica el apego a la tinta y el papel, el gusto por el movimiento de las hojas y el lomo de los libros. No desconozco las maravillas de los dispositivos electrónicos. Cargar veinte volúmenes en una tablita es fantástico, más aún si la lámina nos sirve también para ver una película o enviar un correo. Pero el libro es cuerpo o no es. El libro no es sólo el depósito de un texto, es un habitante del mundo con personalidad propia. Una nueva edición de un clásico le inyecta otro sentido: la portada, su diseño, el gramaje de las hojas, la composición de las páginas, la tipografía. Todo eso imprime significado al texto. Para el kindle un libro es sólo un arroyo de letras que transcurren. No hay arreglo gráfico, no hay una disposición pensada de grafías y espacios. Mucho se pierde en esa árida neutralidad. La adhesión afectiva, emocional a un libro no es mera cercanía con ese fluir de palabras y signos que dan forma a una idea, sino apego a un objeto que se ve y se carga; que huele y que acumula físicamente emociones. Las marcas del tiempo en su cubierta, el boleto de un concierto atrapado en sus páginas, el café que lo manchó esa tarde, la visible huella de las lecturas en su filo. Pistas de los lectores que hemos sido.
Pienso en esto a partir de la nueva novela de Jonathan Safran Foer. Se trata de un libro escrito a la sombra de otro. El “escritor” encontró su novela dentro de otra. Se armó de un cuchillo y fue cortando palabras, oraciones y párrafos enteros, preservando voces sueltas, frases y algunos signos de puntuación para dar forma a su relato. Así lo publica: como un libro de hojas perforadas. Las páginas contienen unas cuantas palabras circundadas por ventanales de vacío. Detrás de cada boquete se asoman las letras de otra hoja. Jonathan Safran Foer, un novelista de gran éxito a quien conozco más por su vegetarianismo que por su literatura, partió de su novela más querida para dar con su cuento. El libro de origen es La calle de los cocodrilos, del polaco Bruno Schulz. Safran Foer escribió el prólogo a esa novela para Penguin, pero no le bastaba explicarlo, quería hacer algo con esa novela. De ahí nació la idea de formar con las palabras de Shulz (sólo unas cuantas de ellas), una novela nueva, un relato original incubado en aquel cuerpo. Tree of Codes, se titula esta desescritura y es publicada por Visual Editions, una pequeña editorial inglesa. La novela parece, en realidad, un homenaje escultórico a la materialidad del libro. Cada hoja abierta con la precisión de un bisturí afirma la existencia material del libro, la vida física de las hojas.
El lector de un libro no espera pasearse entre hojas perforadas. Pero esas delicadas amputaciones a la novela de Shulz sirven bien para subrayar corporeidad. El libro no es el imparcial continente de un texto: es cosa. Recuerdo con esto a Ulises Carrión y sus reflexiones sobre el libro, la literatura y los signos. Decía el artista veracruzano que un escritor no escribía libros: escribía textos. “Un libro es una secuencia de espacios” “Un libro, insistía, no es una caja de palabras, ni una bolsa de palabras, ni un portador de palabras.” El futuro, sugería Carrión implicaría que el artista, más que escribir textos, compondría libros. El escritor, y ya no solamente el editor, deberían ser conscientes del cuerpo del libro. El autor habrá de responsabilizarse de su libro y no solamente de su texto.
La coexistencia de medios para la difusión y conservación de textos convoca al aprovechamiento de las posibilidades de cada vehículo. La pantalla no matará a la hoja. La tinta en el papel no desmerece frente a las bondades de las pizarras electrónicas. Hay mucho que exprimirle a la gramática de los pixeles pero nadie nos arrancará los deleites de la página impresa.
Desde hace unos quince
años John Brockman, un inquieto promotor de la cultura, un empresario
intelectual, organiza una extraña fiesta decembrina. Brockman, de quien se ha
dicho que es una de las grandes enzimas intelectuales de nuestro tiempo, no
reúne a su familia para cenar pavo o abrir los regalos de Santaclós. Invita a
algunas de las mentes más brillantes del mundo a reunirse virtualmente en
edge.org, su página de intenet, para contestar una pregunta provocadora. La
fiesta es la conversación que se teje a partir de las respuestas. El festejo
anual de edge es un puente entre aquellas dos culturas que se ignoran. Las
artes y las ciencias compartiendo el manjar de una buena pregunta. Entre sus
invitados habituales puede encontrase a Steven Pinker, Richard Dawkins, Craig
Venter, Brian Eno, Daniel Dennet, Samuel Harris. Sí, poca diversidad. Muchos
hombres ingleses o norteamericanos—pero, a fin de cuentas, un grupo con cosas
que decir.
Las preguntas han sido
particularmente agudas. Interrogantes misteriosas o perturbadoras. ¿Cuál es tu
idea peligrosa?, ¿En qué has cambiado de opinión?, ¿En qué crees que no puedes
probar?, ¿Qué nos puede hacer más listos?, ¿Ha cambiado internet la manera en que
piensas?, ¿En qué eres optimista? La pregunta más reciente de edge es ¿de qué
deberíamos preocuparnos?
En estos momentos hay
algo que conspira silenciosamente contra nosotros. Peligros inadvertidos,
amenazas que nadie atiende. El variado grupo de científicos, tecnólogos y
expertos en las más extravagantes disciplinas se reúne en esta página para
compartir sus angustias. Claro, no faltan los listos que reflexionan sobre la
preocupación. Una preocupación, puede leerse por ahí, es una inversión en
recursos cognitivos atada a emociones del espectro de la ansiedad dirigidas a
la solución de un problema específico. Toda preocupación es costosa, agrega
Stan Sperber—como también lo puede ser el no preocuparse. La preocupación no es
una carga; es un regalo, dice el neurocientífico Robert Provine: un tipo de
pensamiento y de memoria que ha evolucionado para darle dirección a la vida y
protegerla del peligro.
Si nos fastidia la
tranquilidad o estamos hartos de las preocupaciones obvias, podemos encontrar
en la página de edge una buena dosis de preocupaciones insospechadas y
nutritivas. Preocupémonos pues de terribles virus mutantes, de la eugenesia
china, la espantosa epidemias de gordos, los rayos gama, asteroides
devastadores, oscilaciones solares, la devaluación de la palabra escrita, la
apatía, los prejuicios de google, el fascismo tecnológico, la marginación
informática, el creciente déficit de nuestra paciencia, el envejecimiento del
planeta, la homogeneización del mundo, la erradicación de la muerte, la
expansión del universo, el antiintelectualismo que arrincona a la ciencia, el
crimen apoderándose de los Estados, la incompatibilidad del desarrollo
científico con los procesos democráticos, el derroche de las fantásticas
oportunidades que nos ofrece la tecnología, la desaparición del espacio
público, la desconexión humana, la perpetua conexión virtual, la brecha entre
la comprensión y la información, la pérdida de contacto con nuestro propio
cuerpo, la proliferación de la pseudociencia, la creciente torpeza de nuestras
manos, el solipsismo informático, el fin de la privacía, la amnesia colectiva,
la pérdida del deseo sexual, la explosión de nuesvas drogas, las supersticiones
viejas y nuevas, los límites de la democracia, la muerte de la diversidad
cultural, la inextinguible estupidez, el estancamiento económico del planeta,
nuestra inmortalidad digital, la inestabilidad genómica.
A preocuparse también
se aprende.
La dama dorada, el cuadro más famoso de Gustav Klimt encierra una historia extraordinaria o más bien, varias historias extraordinarias. Los misterios de la relación entre modelo y pintor, la exploracíón artística que conduce a la invención de una nueva femenidad, el despojo del arte que acompaña al holocausto y la hazaña de su recuperación. La cinta que dirigió Simon Curtis con las actuaciones de Helen Mirren y Ryan Reynolds se concentra en el cuento menos interesante y lo envuelve con los lugares comunes del cine de abogados. La trivialización de una historia maravillosa.
La cinta cuenta una historia que hemos visto mil veces en mil programas de televisión: un pobre abogado enfrenta y derrota a los poderes a base de tesón y astucia. Arriesga todo, familia, trabajo, comodidad económica por defender sus convicciones…y finalmente triunfa. Nadie daba un quinto por él y al final de la película logra su cometido. Un lugar común encima de otro. Ni la actuación señorial pero mecánica de Helen Mirren logra salvar una película empedrada con un penoso libreto.
La cinta, sin embargo, es una invitación a contemplar de nuevo ese retrato genial que algunos han llamado la Mona Lisa austriaca. La película de Curtis se basa en el estudio de Anne-Marie O’Connor que cuenta la historia del retrato de Adele Bloch-Bauer y que recientemente ha publicado Vaso Roto. El trabajo de O’Connor, reportera del Los Angeles Times y del Washington Post, captura la trascendencia de ese lienzo dorado. Si, como la obra de Leonardo, el retrato de Adele es representación de lo femenino, se trata de la representación de una femenidad deseante. El deseo, pensaba Klimt era la chispa que movía al universo. Esa es la energía que trasmite esa mujer que flota sobre hojas y ojos de oro: el brote del arte, el brote del amor. El crítico Metzger vio en ese cuadro el retrato de una nueva mujer vienesa: “deliciosamente disoluta, atrayentemente pecaminosa, exquisitamente perversa.” La sensualidad bruñida con el oro del arte religioso.
Enorme riesgo corría una mujer de sociedad al entrar a los dominios de ese artista maldito. El pintor que sería descrito como degenerado retrataba a una mujer que también rompía con la hipocresía de la época. Independiente, socialmente comprometida, era vista también como sospechosa. Pero el cuadro no solamente encierra los misterios de la seducción, los complejos vínculos entre la musa y el artista, también contiene en cápsula las controversias estéticas, las tensiones raciales, las amenazas políticas de la Viena de principios de siglo. El libro de Anne-Marie O’Connor logra captar esta atmósfera de experimentos y amenazas, de liberaciones y rencores que se inflaman.
Frente a esa historia, los millones que puede costar el cuadro en una subasta o los laberintos burocráticos de su recuperación resultan francamente intrascendentes. La dama dorada captura la fugaz aparición del deseo entre las celdas de la castidad y el fanatismo. Una obra espléndida, tan insoportable para la burguesía vienesa como lo fue para la dictadura fascista. “La verdad, dijo Klimt, es fuego y decir la verdad significa iluminar y arder.” La dama de oro, la dama ardiente.
El museo Jumex explora las conexiones entre la obra de Marcel Duchamp y la de Jeff Koons. Llega en buen momento. El casabolsero volvió a imponerse en las subastas como el artista vivo más caro de la historia. Un conejo de acero hecho en los talleres de Koons fue vendido en más de 91 millones de dólares. Esa debería ser la información de las fichas: más que saber cuándo se hizo la pieza, de qué material está hecho o qué museo la tiene, decir cuánto se ha pagado por ella.
Porque la presencia de Duchamp es mínima, puede decirse que es una muestra mayoritariamente repulsiva. Nada hay en el trabajo de Koons que provoque asombro, que interrogue, que aguije una emoción. Nada que maraville por la idea a la que da forma, nada que sorprenda por el prodigio de su realización. Porcelanas acarameladas, carteles publicitarios carentes de cualquier ironía, esculturas torpes y mal pintadas, bobería religiosa, erotismo de chicle, espejitos.
Un inflable gigantesco y empalagoso nos da la bienvenida a la plaza del museo. Es una inmensa bailarina de lladró que se mantiene sentada gracias a una máquina de aire. Ahí está ya el tono de su obra: el brillo de lo vacuo. Habrá muchos, por supuesto, encantados con los globitos, los reflejos y la ñoñería pornográfica. Muchos obtendrán de la visita el ansiado trofeo de la selfie. Lo que resulta irritante es la pretensión de la muestra: sugerir que los absurdamente caros productos de Koons están a la altura de la obra de Duchamp; que existe entre ellos una afinidad artística e intelectual; que hay motivos que los hermanan; que el espíritu de uno sobrevive en la creación del otro. Esa es la fallida propuesta curatorial. Al recorrer las galerías de Jumex cada pieza de Duchamp grita al objeto vecino: ¡impostor! Lejos de servir para registrar un supuesto “régimen de coincidencias,” la muestra permite constatar el abismo entre uno y otro.
Es una banalidad decir que Koons aprendió de Duchamp. Por supuesto: Duchamp es el precedente decisivo, como lo fue de todo el arte de los últimos cien años. Es cierto que en Koons podemos ver el ready made, la transformación del sentido, el desafío a la convención. Pero Koons no sigue ni profundiza la enseñanza, la pervierte. La obsesión de Koons es el abrillantamiento de las mercancías. Pulir los juguetes que nos entretienen hasta vernos reflejados en ellos. A Koons le parece una idea profunda y ha logrado convencer al mundo del arte de que se trata de un descubrimiento genial. Contemplar a un Michael Jackson dorado sentado sobre una cama de flores doradas sosteniendo a su chango, también dorado, debe ser vivido como una experiencia espiritual. Una Pietá para nuestros tiempos.
Que los organizadores de la exposición se hayan atrevido a bautizar la violencia de este emparejamiento con el título del ensayo de Octavio Paz agrega afrenta. “Apariencia desnuda: el deseo y el objeto en la obra de Marcel Duchamp y Jeff Koons.” Si alguien pudo anticipar los peligros del arte después de Duchamp fue precisamente Paz. El poeta sabía que sería casi imposible seguir ese camino: “no es fácil jugar con cuchillos,” dijo. Lo que Paz admiraba en Duchamp, la mina de ideas, el desinterés, la búsqueda, la ironía, el humor, la inteligencia crítica, la sutileza erótica es precisamente lo que está ausente en Koons. Ni pensamiento, ni deseo. Repeticiones estériles. La tragedia del arte devorado por la estupidez del dinero.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
Este tipo de hipótesis siempre me parecen fascinantes. Me parece más fascinante aún que estos tipos, intelectuales de altísimos vuelos, no se tomen la molestia en seguir el modelo diseñado por Descartes hace siglos, o sus variantes modernas, para poder establecer si lo que ellos piensan tiene sustento o no.
Estos tipos para cuantificar las variables que miden utilizan la ambigüa teminología, de «a lot», «tons», «much», «incredible amounts». A este tipo de argumentaciones les ponemos atención?. Estos tipos son claramente inteligentes, pero tambien perezosos. No? Si sus discusiones les parecen relevantes como para grabarlas en video y lanzarlas a la red, la unica explicación para que no haya rigor en ellas es que son unos huevonazos de marca.
jeliviano
¡Qué viva el cuento!