(según Peter Conrad en The Guardian)
Michael Ignatieff escribe sobre Maquiavelo.
La esencia del poder, incluso en una democracia, es usar la violencia para proteger a la república. Lo crucial para el alma misma de la república es que esa violencia empleada en su defensa nunca puede ser caprichosa. La suya no es una ética que aprecie la acción en sí misma. Maquiavelo igualmente admira la contención cuando sirve a la república. … Lo que Maquiavelo es incapaz de elogiar es a la gente que aprecia su conciencia y su alma más que los intereses del estado. Lo que nunca disculparía serían muestras públicas de indecisión.
13 de julio de 1944
Estimado Orwell:
Sé que usted quería una decisión rápida sobre Rebelión en la granja, pero el mínimo para un dictamen son dos directores y eso no puede hacerse en menos de una semana. Pero, ante su exigencia de celeridad, debería haberle preguntado al Director para que le echara un vistazo. Pero él está de acuerdo conmigo en los puntos principales. Coincidimos en que su libro es una pieza literaria notable; que la fábula está manejada con mucha destreza y que la narración mantiene el interés en su propio plano –y eso es algo que han logrado muy pocos escritores desde Gulliver.
Por otra parte, no tenemos la convicción (y estoy seguro que ninguno de los otros editores la tendría) de que éste sea el punto de vista adecuado para criticar la situación política en el presente. Es sin duda el deber de cualquier editorial animada por motivos que van más allá de la mera prosperidad comercial, el publicar libros que vayan contra la corriente del momento: pero en cada caso esto requiere que al menos uno de los directores tenga la convicción de que es lo que debe decirse en este momento. No encuentro ninguna razón de prudencia o de cautela para que otro editor evite publicar este libro –si cree en lo que defiende.
Creo que mi insatisfacción con este apólogo reside en que su efecto es de simpleme negación. Debería sentir alguna simpatía con lo que el autor pretende; alguna simpatía con sus objeciones; y su defensa básicamente trotskista, no me resulta convincente. Creo divide su voto, sin obtener compensación de ningún lado –es decir, los que critican las tendencias rusas desde el punto de vista de un comunismo más puro, y los que desde un punto de vista muy diferente, están alarmados por el futuro de las pequeñas naciones. Después de todo, sus cerdos son mucho más inteligentes que otros animales, y por tanto, resultan los más aptos para dirigir la granja –de hecho, no podría haber habido una granja que no estuviera dirigida por ellos. Así que todo lo que se necesita (alguien podría argumentar) es tener cerdos más virtuosos–no más comunismo
Lo siento mucho, porque quien publique esto tendrá naturalmente la oportunidad de publicar sus siguientes trabajos; respeto su obra, está bien escrita y es esencialmente íntegra.
La señorita Sheldon le regresará su manuscrito en un envío posterior.
Sinceramente
T. S. Eliot
La carta original puede leerse aquí…
Gabriel Zaid
No busques más, no hay taxis.
Piensas que va a llegar,
avanzas,
retrocedes, te angustias,
desesperas. Acéptalo
por fin: no hay
taxis.
Y, ¿quién ha visto un taxi?
Los arqueólogos han
desenterrado
gente que murió buscando taxis,
mas no taxis. Dicen
que
Elías, una vez, tomó un taxi,
mas no volvió para contarlo.
Prometeo quiso
asaltar un taxi.
Sigue en un sanatorio.
Los analistas curan
la obsesión
por el taxi,
no la ausencia de taxis.
Los revolucionarios
hacen
colectivos de lujo,
pero la gente quiere taxis.
Me pondría de rodillas
si apareciera un taxi.
Pero la ciencia ha demostrado
que los taxis no
existen.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Era panzón y mal vestido, los ojos saltones, las cuevas de la nariz abriéndose enormes hacia el frente, muy gordos los labios. El fisiognomista ateniese más famoso fue llamado a dar un juicio sobre el hombre que tenía delante. Zopiro, el médico, dio rápidamente su diagnóstico: éste tenía que ser un hombre “estúpido, brutal, voluptuoso y dado a la ebriedad.” Era Sócrates, mártir del conocimiento y la virtud. La anécdota la cuenta Francisco González Crussi para advertir la torpeza de esa disciplina que pretende ligar los rasgos físicos a las cualidades morales. Caras vemos…
Escribo fisiognomía para distinguirla, como lo hace González Crussí, de la fisonomía. La vieja fisiognomía hacía más que un diagnóstico al registrar el tono de la piel y las proporciones del rostro: retrataba moralmente a la persona. En El rostro y el alma (Debate, 2014), su libro más reciente, el patólogo vuelve a las artes de la antigua fisiognomía, esa “ciencia” cuyo propósito era descubrir los secretos que esconden los asgos exteriores del hombre. La cara vista como un jeroglífico, como oráculo. Quien sepa ver, observará pasiones insinuadas en una nariz, vicios que la desmesura de los pómulos anuncian, certificados de sensatez en una mirada. Desde luego, al reconstruir esa tradición, González Crussí no pretende atar la personalidad moral a nuestros rasgos exteriores. Invita a vernos en el espejo, a ver con atención a los otros rehabilitando las viejas artes de la observación. “El rostro con que venimos al mundo, escribe, es una de tantas prendas que nos tocan en el despiadado juego de azar que es el destino.”
La belleza y la fealdad son el primer impuesto de la casualidad genética. Nadie diría que son azares irrelevantes. Toda cultura ha tendido a repartir premios y castigos de acuerdo a la apariencia. El prejuicio no escapa ni a los dioses. En la Biblia abundan los pasajes que expresan una manía contra la fealdad. La deformidad es vista como el producto de la ira divina. Y al mismo tiempo, la belleza no está libre de cargas. Breve tiranía, la llamó Sócrates.
En el origen de la fisiognomía está la imagen de nuestro doblez: somos una cáscara visible y un interior secreto. Mostramos piel y escondemos pensamiento. Habrá, sin embargo, un puente entre esos mundos: las conmociones interiores harán surcos en el exterior hasta volverse gestos, pliegues, arrugas. De ahí la idea de examinar su correspondencia y apreciar la relación entre cuerpo y alma.
González Crussí es, sin duda, uno de nuestros grandes ensayistas. Un escritor que ha podido convertir su ciencia en literatura. En su obra, escrita con tanta fluidez en inglés como en español, resplandece la figura del médico como el observador privilegiado de la vida, la figura del escritor que medita sobre las experiencias esenciales: el nacimiento, el dolor, la muerte, el deseo. Los libros del patólogo son una feliz mezcla de experiencia profesional, lectura y buena prosa. En su libro más reciente reconstruye la historia cultural del rostro. La cara como una riquísima mina de mitos, metáforas, supersticiones, manías. El historiador de la medicina sabe de ligamentos y de tejidos pero no son esos conocimientos de los que se sirve para leer las alusiones de la piel. En las páginas de González Crussí se puede brincar con naturalidad de un reporte científico a la poesía de Baudelaire y de antropología decimonónica a la mitología china.
Se insinúa una pregunta en el libro de González Crussí: si el rostro es escritura, si ofrecemos al mundo un mensaje sin palabras, si hablamos en silencio, ¿quién redacta nuestras facciones? ¿Logramos ser dueños de nuestro rostro o somos siempre esclavos de él?
“Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena,” dijo Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Otra forma de decir lo mismo sería: si algo necesita explicación no tiene chiste. Esa es la naturaleza del aforismo: síntesis perfecta del ingenio. El aforismo se desprende, en la expresión, del razonamiento. No es que sea ocurrencia, por supuesto. El aforista esconde el razonamiento pero no prescinde de él. Ha meditado largamente en un asunto para llegar finalmente a una línea. Borra todo el trayecto de su pensamiento para quedarse solamente con lo indispensable. El aforismo es la razón pulida, la inteligencia cristalizada en miniatura. Lo mismo podría decirse de cierta tradición gráfica. Con notable economía de trazos, el dibujante puede revelarnos una cara profunda de nuestra naturaleza. Bajo la sonrisa que provoca, se asoma la comprensión de lo que somos. Lo pienso al disfrutar Cual para tal, el nuevo libro de Ros que ha publicado Almadía recientemente en una edición impecable.
Desde hace algún tiempo podemos ver los cartones de Ros en las página del diario El país. Su vecino, El Roto, es otro dibujante extraordinario. No podría haber, sin embargo, trazos y ánimos más distintos. Mientras las líneas de El Roto son gruesas y bruscas, las siluetas de Ros son limpias, elegantes. Mientras El Roto denuncia con un discurso intensamente político la perversidad de los poderosos, Ros escapa de la guerra para mostrar no al bueno frente al malo sino al hombre frente a sí mismo. Sus escenas son metáforas de lo cotidiano: el confinamiento de la isla desierta, la conversación de la pareja, el diván del psicoanálisis, el escritorio del jefe, las nubes del cielo, la cueva de los cavernícolas.
Los escenarios y los personajes nos tocan porque somos cada uno de ellos: somos el náufrago y la mascota, somos el mesero y el burócrata. En cada estampa registramos el absurdo que somos. Si estuviéramos en una isla desierta también perderíamos los lentes. Al mamut también lo regañaría el hombre de las cavernas, por pulgoso. Los cartones de Ros nos dibujan sonrisa. Lo hacen porque nos pintan generosamente en toda nuestra ridiculez. El seductor y el monarca, el ricachón, el caníbal y el turista son siempre tipos fachosos.
La caricatura puede ser un instrumento de crueldad. Encontrar en otro el defecto más llamativo y explotarlo al máximo. Un caricaturista puede destrozar al famoso, puede humillarlo con un par de trazos. La caricatura llega a ser una condena inapelable: ¿cómo responderle al monigote que tiene mi copete o mi nariz o mi calva? No extraña, pues que los fundamentalistas, aquellos que tienen prohibida la risa, hayan querido la muerte de los burlones. Los cartones de Ros pertenecen a otro universo. Son burlas sin asomo de crueldad porque su lápiz no señala al otro. Nos ofrece un espejo. No importa si somos habitantes de la selva o de la ciudad, si somos bufones o gerentes acaudalados. No importa si estamos vivos o flotamos en las nubes. Somos bichos ridículos. Ros nos invita a abrazar con ternura nuestro absurdo.
Breaking Bad, la serie de Vince Gillian que acaba proyectar su último episodio, narra la transformación de un mediocre en un malo. Una fábula del Mal a la que se le arrebató la moraleja. El éxito de la serie ha estado acompañado por apuntes de distintos vuelos sobre el significado de esa fascinante mudanza moral. La serie llevó a Enrique Vila-Matas a pensar en Rousseau. Walter White, el infeliz profesor de química convertido en el exitoso cocinero de metanfetaminas, recorría el mismo camino que el paseante sentimental—pero en sentido contrario.
Andrew Sullivan interpreta la perversidad de Walter White como maquiavélica. White es, para él, una especie de príncipe de Alburquerque que abandona la moral tradicional para conquistar un imperio. Un príncipe nuevo que no sigue las reglas convencionales e impone su voluntad. Sullivan, un estudioso serio de la teoría política, cree que Breaking Bad debe emplearse en clase para explicar la idea del honor y de la virtud en Maquiavelo. Estoy totalmente en desacuerdo. La idea del mal de Breaking Bad es radicalmente distinta a la que se dibuja en El príncipe, esa joya del pensamiento político occidental que este año cumple 500 años. Breaking Bad no retrata el mal que se trasmuta en bien cuando se pasa por el matraz del Estado, no es el mal que engendra el bien, ese mal que, por sus efectos, redime. Es que la aventura del químico con cáncer no es la de un maleante menor que se transforma en el gran capo y forma un reino (como el de Milton Jiménez en El cartel de los sapos, si seguimos hablando de series de televisión), sino la de un solitario que encuentra vida en la transgresión, un hombre que acumula millones, sólo para esconderlos en barriles. Walter White ganó dinero pero no talló poder. Descendió a los infiernos pero no se mudó de casa. Nunca vivió en una mansión repleta de sirvientes.; apenas llegó a comprarse un coche… y, en realidad, no lo disfrutó.
La escena del capítulo final que imprime sentido a toda la serie es perfecta. (Si no ha visto el último episodio, tal vez es mejor que cambie de página) Walter White regresa a casa para despedirse de Skyler, su esposa. Es el momento de la verdad. El hombre sabe que su muerte es inminente. Ya no tiene sentido la hipocresía de las buenas intenciones, la pose del sacrificio. No, le confiesa: no mentí, no robé, no lastimé, no maté por ustedes, para darle una vida mejor a mi familia. “Lo hice por mí. Me gustó. Era bueno en lo que hacía. Y sentí que estaba realmente… vivo.” Lo hice por mí, dice Walter White. Y no pide perdón. Hice el mal para sentir la vida. Hice el mal para probar la vida. De eso trata Breaking Bad: de la vitalidad del Mal.
Esa no es, en modo alguno, una visión maquiavélica. El príncipe virtuoso de Maquiavelo nunca hace algo para sí, por el simple placer de quebrantar las reglas. Si ha de apartarse del bien es sólo por necesidad, por lo que otros llamarían “razón de Estado.” El mal no puede ser fuente de placer para el príncipe: si acaso, es el dictado de su responsabilidad histórica. El príncipe debe aprender a no ser bueno porque necesita salvar la barca común, no porque disfrute la infracción. El Mal de Breaking Bad no es el mal provechoso de Maquiavelo: es el Mal de la voluntad de San Agustín. En sus Confesiones, San Agustín recuerda un robo que cometió siendo muy joven. Había un peral con frutas muy poco apetitosas, no tenía hambre pero estaba con unos amigos y, juntos, sintieron el impulso de robarlas. ¿Para qué? Para tirárselas a los cerdos. Mi maldad no tuvo más causa que la maldad, escribe. Robar me era grato porque era prohibido. “No era gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.”
¿No es ésa la confesión de Walter White? El Mal es su propia recompensa.