El gran politólogo argentino Guillermo O'Donnell murió el 29 de noviembre en Buenos Aires. Scott Mainwaring, director del Instituto Kellogg lo llama un gigante de las ciencias sociales con una pasión por la democracia. Sus estudios encontraron siempre eco, despertaron reflexiones y réplicas. Advirtió la novedad del autotaritarismo latinoamericano y fue uno de los pioneros de la ciencia de la transición. Dedicó sus últimos años a pensar la calidad democrática. A él debemos nociones como el Estado burocrático autoritario o la democracia delegativa.
Aquí puede leerse su ensayo sobre la democracia delegativa, (y su revisión en 2010) aquí sobre las continuidades y las paradojas de la transición, Aquí están sus tesis sobre el Estado en América Latina. Acá su aporte al volumen clásico sobre transiciones: "Conclusiones tentativas sobre democracias inciertas." En esta página puede encontrarse varios documentos de trabajo que luego serían publicados en distintos medios. Esta es su página en amazon. Aquí puede leerse una entrevista con él; acá puede verse otra. Otros textos suyos: "Accountability horizontal", publicado en Isonomía, "Estado, democratización y ciudadanía,", "Irrenunciabilidad del Estado de derecho." En el blog de Martín Tanaka hay también varios enlaces útiles sobre el politólogo. Luiz Carlos Bresser-Pereira escribe sobre él en Página 12: En su país podría haber sido un gran político –no le faltaron invitaciones y oportunidades en su juventud y madurez–, pero prefirió dedicarse a las ideas, porque creía que las ideas son poderosas, que mueven al mundo. Las suyas, ciertamente, lo movieron." Alejandro Foxley subraya la importancia de sus contribuciones académicas. Aquí lo recuerda Abraham Lowenthal. En México lo han recordado Otto Granados y Blanca Heredia.
Aquí puede leerse la entrevista con él que forma parte del libro Passion, Craft and Method in Comparative Politics, de Munck y Snyder. En el blog de Roberto Gargarella puede leerse la introducción al que sería su último libro: Democracia, agencia y Estado.
La ceremonia del Premio Cervantes de este año se canceló por la razón que todos padecemos. El poeta catalán Joan Margarit debía recogerlo en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 23 de abril. No hay fecha aún para la ceremonia. No tenemos que esperar a la fiesta para hablar de él y su escritura. El año pasado, al recibir el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana dijo algo que parece pensado para esta hora: “La poesía y la música son quizá las principales herramientas de consuelo de las que el ser humano dispone en su soledad.” Y enseguida, hermanaba sus dos oficios, arquitectura y poesía, como espacios de socorro: “La seguridad de la casa no está tan lejos de la seguridad del alma.”
El estructurista compara la exactitud de esas labores de lo esencial. Al edificio no puede faltarle un solo ladrillo, una viga. Si la quitáramos, se vendría abajo. Lo mismo puede decirse del poema: si se elimina una sola palabra y no pasa nada, es que no era un poema. El poema existe cuando resulta imposible arrancarle una sola de sus piezas. Pero no es solo la exactitud lo que acerca al poeta con el arquitecto. Es el levantar o nombrar nuestra residencia. Eso resulta su poesía: el espacio que nos guarece o, más bien, que nos consuela.
En su elegía para el arquitecto Roderch de Sentmenat registraba los deberes de la arquitectura: placentera al huésped de paso, nunca estorbosa. “La casa debe ser virtuosa y humilde. Ni independiente ni vana. Ni original ni suntuosa.” Un juego de humildad y osadía. Osadía al escribir, humildad antes y después de hacerlo. Dos artes que han de cuidarse de los antifaces de la belleza. En su poema a Venecia nos previene:
¿Sientes cómo anida, detrás de las fachadas
de los palacios, la vulgaridad?
No seamos, amor, supervivientes.
Que no nos duerma el sueño de los mármoles
y los ladrillos rosa que aparecen
bajo lienzos de estuco desplomado.
Que no vuelva a engañarnos la belleza:
esa raya de moho parece haber salido
del pincel de Bellini al perfilar,
con densos verde oliva, canales estancados
como si fuesen venas de un dios muerto.
Los palacios son máscaras que dicen:
¿Qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?
En uno de los terribles retratos de su padre, recuerda que le repetía con desprecio que los poemas no sirven para nada, que sólo el dinero protege del frío de la edad,
Pero en cambio ignoraba
que lo que nos protege es el poema,
que se debe buscar la poesía
por hospitales y juzgados.
Que más tarde
ya acabará también por hablar de la amada.
Poesía solitaria, poesía de pérdidas. El amor que retrata es aquel que ha perdido el mañana. Soy un caracol en concha extraña, dice en algún lugar. La coraza que le resulta ajena es, quizá, el presente. Joan Margarit es por eso un poeta de lo irrecuperable. En su dolorosísimo poemario a la muerte de su hija Joana escribe que lo más parecido a una certeza es que no volverá a verla. “El abismo que nos separa es el abismo del nunca más.” El esfuerzo de la poesía, sostiene en el epílogo de Cálculo de estructuras, es poder vivir con la máxima verdad que podemos soportar: “una línea defensiva contra el terror del mundo.” Es la piel del agua y el rugido de la bestia.
Grabado del sol, representación de bondad y perfección con Bach en el centro, rodeado de otros compositores alemanes como sus rayos. Diseño del organista inglés Augustus Frederick Christopher Kollmann, publicado en 1799. Visto en Bach: Music in the Castle of Heaven.
El poeta se asoma por la ventana del avión y encuentra un país de ceniza.
Desde el avión
¿qué observas?
Sólo costras
Pesadas cicatrices
de un desastre
Sólo montañas de aridez
arrugas
de una tierra antiquísima
En aquel poema, José Emilio Pacheco veía México como una isla de aridez, el reino del polvo. Desde lo alto veía una hoguera muerta, sepulcros naturales, cordilleras que nos rompen. Registraba también ese pero tan presente en su agudeza. Cenizas, cicatrices, sepulcros y, sin embargo, “la tierra permanece.” Como si emprendiera la tarea de documentar el paisaje de esa mirilla, Santiago Arau ha recorrido México para verlo como lo contemplan las nubes. El año pasado publicó en una coedición de Sexto Piso y la Fundación Bancomer uno de los libros mexicanos de fotografía más notables de los últimos años.
Acompañado con estupendos ensayos de Diego Rabasa, Luigi Amara, Pablo Soler Frost, Juan José Kochen, Sergio Rodríguez Blanco, Julia Carabias y Vivian Abenshushan, Territorios recoge la bitácora de la extensa travesía de Arau por los aires del país. 32,306 km por las cuatro puntas de México. Cuatro años desde el primer viaje hasta el último. 452 días fuera de casa. Durante años los mirones de tuiter y de instagram hemos podido asomarnos por a las postales de sus viajes. En el libro se recogen todas ellas. Estampas de la prodigalidad mexicana: cerros, desiertos, mercados, volcanes, costas, calles, islas, plazas, ríos, pirámides, bahías vistas casi siempre por encima de las nubes.
La fotografía de Arau, dice Pablo Soler Frost, nos permite ver lo que no vemos: lo extraordinario. Al elevarse del suelo, Arau rompe el cerco de lo inmediato. Nos ofrece así, otra retina para vislumbrar la anchura del mundo y sus dos inmensidades. Ciudades monstruosas y selvas infinitas. Laberintos los ríos y las calles. El ojo del dron captura geometrías y caprichos, reporta exclusiones e hibridaciones, bellezas y horrores. Encuentro en estas fotografías de Arau curiosas correspondencias artísticas: se asoman de pronto los microscopios de Felguérez o el horizonte turquesa de Joy Laville; la transparencia de José María Velasco y aquella vendedora de frutas que retrató Olga Costa.
Lo más sorprendente del trabajo de Arau es que la elevación de su lente no enfría la mirada. Se observa en él la secreta geometría de ciudades y bosques, la exactitud de lo inerte, el capricho de lo vivo. Este no es el reporte de un orógrafo. Los drones de Arau van más allá de la cartografía y escapan ese lugar común en que se ha convertido la fotografía desde los cielos en documentales y en libros de decoración. El clic del pájaro es registro artístico: en simultáneo, creación y crítica. Ejercicios de admiración y de denuncia que hacen íntimo lo inmenso.
Leonard Cohen empezó a escribir para comunicarse con quien se ha ido. A los 9 años murió su padre. El funeral fue en su casa. Era invierno. En la sala, frente a las escaleras estaba el ataúd abierto. Después del entierro, al regresar a la casa, abrió el amario de su padre, tomó una corbata de moño y escribió algo en una de sus alas. No recuerda bien qué decía la inscripción. Seguramente, una despedida. Solo recuerda claramente que enterró la corbata en el jardín. El instinto de la escritura era un ritual, un acto de fe: un mensaje que no sería nunca leído, una celebración de lo que ha dejado de ser. Lo relata admirablemente David Remnick en el perfil que el New Yorker publicó apenas unas semanas antes de la muerte de Cohen.
El dios del amor se dispone a partir, dice en alguna canción. ¿No será la poesía de Leonard Cohen una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última? Adiós al amor, a la juventud, a la decencia, a la vida. No es solamente la última etapa de Cohen la que contiene esa disposición testamentaria, desde las primeras canciones aparece el misterio, la reverencia del final “Hasta luego, Marianne. Es tiempo que empecemos a reírnos y a llorar de todo… otra vez.” Es la dulzura de las pérdidas, la sabiduría de la derrota. En “Going Home,” la pista que aparece en su disco Old Ideas del 2012, puede escuchársele dando voz a su musa o a su dios para explicar el propósito de sus canciones. Cohen se burla de sí mismo como el haragán encorbatado que busca un llanto que se eleve por encima del sufrimiento, el ignorante que anhela escribir un himno al perdón: un manual para vivir con la derrota.
En la conversación de Remnick con Cohen puede advertirse la fuente espiritual de ese instructivo. Abundan las referencias bíblicas en las canciones de este hombre que vivió durante años en un monasterio budista y que no dejó nunca de buscar un camino espiritual. Uno de los temas centrales del pensamiento cabalístico, dice, es la reparación de Dios. Dios se deshizo en la creación. El mundo es producto de un rompimiento, un estallido. La materia nació de aquella catástrofe; el universo son los mil pedazos que un día, antes del tiempo, eran Dios. La tarea específica de un judío, dice Cohen es reparar ese quebranto. Las plegarias son recordatorios de lo que alguna vez fue armonía. Habrá que tocar las campanas que aún pueden sonar, dice en su himno: “hay una grieta en todo. Así es como la luz entra.”
El cantor de las penumbras logró despedirse de la vida en su último disco, quizá el más profundo, el más oscuro, el más hermoso. Aquí estoy, Dios mío, canta con el coro de una sinagoga. Es una aceptación de lo inevitable y, al mismo tiempo, un terco gesto de rebeldía: si tuya es la gloria, mía ha de ser la deshonra. Si tú eres quien cura, he de estar roto. El disco lo grabó en su casa, con ayuda de su hijo Adam, sentado en la silla médica en la que pasó sus últimos días. Cohen se despide de la vida y, otra vez, del amor. Recuerda sus milagros y sus rutinas. Te he visto hacer del agua vino y del vino agua. El prodigio de consagrar lo profano y volver mundano lo sagrado. Sus últimas palabras, susurros de una mina de carbón sobre un cuarteto de cuerdas, son el deseo del encuentro que no fue.
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
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