En la introducción al volumen que preparó sobre la teoría política francesa contemporánea, Mark Lilla denunciaba el provincianismo intelectual de los estadounidenses. El mundo anglófono había insertado un abismo para separarse del “continente”. El profesor sospechaba que la razón de este nacionalismo filosófico era una especie de encierro liberal. En aquel prólogo que Letras Libres publicó en noviembre del 2000, Lilla se abría, por una parte, a la diversidad de las tradiciones liberales y pedía, por la otra, confrontar las razones del antiliberalismo. Quería terminar con lo que describió como una guerra fría en la filosofía política. En los ensayos que ha escrito desde entonces se ha dedicado precisamente a eso. Siguiendo la ruta trazada por Isaiah Berlin, ha pensado en las seducciones del antiliberalismo usando con frecuencia el retrato biográfico para ilustrarlas. En Pensadores temerarios abordó el magnetismo que el poder absoluto ha ejercido sobre los intelectuales. En El Dios que no nació defiende la provechosa oscuridad de la política moderna: esa decisión de Occidente de mantener su política a salvo de la revelación. Si el experimento funciona tendrá que basarse solamente en nuestra lucidez. En La mente naufragada examina los atractivos del radicalismo reaccionario. Cápsulas biográficas que permiten a Lilla polemizar con Foucault y con Schmitt; con Leo Strauss y con Derrida. Estampas que restituyen el sentido y el poder de las ideas. Vidas con ideas; ideas vivas.
En su ensayo más reciente puede leerse al mismo polemista liberal dispuesto a encarar al adversario. En el libro que podría traducirse como El liberalismo que fue y el que será: después de la política de la identidad, publicado este año por Harper se percibe, sin embargo, un tono distinto. Lilla no habla ya de la historia de las ideas políticas y su remoto influjo, sino del discurso público de hoy, de la estrategia intelectual de los partidos, de las tácticas de comunicación de los políticos. Desde luego, en todas sus contribuciones se advierte la persuasión de que las ideas cuentan, de que la imagen que nos formamos de la historia y del conflicto, de la ley y de la justicia importa para configurar la experiencia política. Pero en este alegato hay un sentido de urgencia que no aparece en sus bosquejos biográficos. También, habría que decirlo, cierta torpeza en abordar las complejidades de lo inmediato.
El artículo completo puede leerse en Letras libres de noviembre.
La imaginación es la razón desatada. La inteligencia que se desprende de la memoria y de la prueba. Será por eso que la filosofía política suele ser la fantasía de una ciudad que no existe. Y será por eso que su libro fundador es también un libro de ciencia ficción. ¿No es eso también La república? Literatura fantástica: hombres que viven atrapados en una cápsula de engaños sin siquiera sospecharlo. Un héroe que derrota a la mentira para decretar la perfección. Y en la cima, el Infalible entregado a su pedestal. El problema literario del libro de Platón es que termina cuando la aventura habría de comenzar: y entonces, el filósofo dudó…”.
La imaginación, quiero decir, no es el extravío de la razón, sino el acatamiento de sus órdenes. A ello me conduce la lectura de uno de los trabajos más notables de filosofía política que se hayan hecho en México. No es una nueva exposición de ideas de hombres muertos sino el atrevimiento de pensar honesta y libremente sobre los fundamentos de la convivencia democrática. No examina, como es moda, la mecánica sino la moralidad de las instituciones del pluralismo. Me refiero al libro de Claudio López-Guerra que publicó el año pasado con el sello, ni más ni menos, que de Oxford University Press. Democracy and Disenfranchisement. The Morality of Electoral Exclusions, se titula: la democracia y la moralidad de las exclusiones.
A juicio de López-Guerra, los teóricos de la democracia no han logrado justificar plenamente el principio del sufragio universal. Lejos de ser un derecho de todos es, hasta en los regímenes más abiertos, un arreglo que, simultáneamente, invita y rechaza. El voto siempre se ha limitado: esclavos, extranjeros, pobres, mujeres, niños, dementes, criminales han sido excluidos del derecho de votar. Toda democracia marca a sus excluidos. Bien visto, dice él, el voto no tiene por qué ser un derecho universal, como sí lo son el derecho a expresarse, a moverse, a escoger un camino de vida. John Stuart Mill tenía la misma idea: el voto era un encargo que la sociedad colocaba en manos de los ciudadanos pero no era, de ninguna manera, un derecho natural del que todos debían gozar. Por eso le exigía a los electores el conocimiento del alfabeto y premiaba a los más educados con más votos.
López-Guerra se aparta del dogma más profundo de las democracias: un hombre, un voto. Imagina así un régimen que, en lugar de darle voto a cada uno de los ciudadanos, les ofrece la oportunidad de tener voto. Rescatando el sorteo, ese dispositivo primigenio de la democracia, propone un sistema para comprimir la masa electoral a un pequeño cuerpo de electores que pueda concentrarse en el proceso electivo y, tras una deliberación ponderada, formar gobierno.
La reseña completa puede leerse aquí.
Supongamos que Nueva York es una ciudad es el segundo documental que Martin Scorsese hace de su amiga Fran Lebowitz. El primero no le bastó. Lo filmó hace diez años para HBO y, tan pronto lo terminó, quiso continuar la conversación en otra película. A ella le parecía absurdo protagonizar dos documentales sin más asunto que sus opiniones. Por fortuna accedió después de un tiempo. El documental que se proyecta en Netflix es un paseo por los muchos tiempos de Nueva York; una secuencia de juicios devastadores sobre la cultura contemporánea; un repaso de la vida de una escritora que hace años que no escribe. Es, sobre todo, un testimonio maravilloso de amistad.
El retrato son siete lienzos de cariño. No es un homenaje a una figura pública sino la celebración de una amistad. Scorsese muestra a Lebowitz en su elemento: quejándose de la ciudad que ama. Ser neoyorquino, dice, es quejarse de Nueva York. No importa cuánto tiempo hayas vivido aquí, en el momento en que empiezas a protestar porque te quitaron la tintorería de la esquina, ya eres neoyorquino. Ser neoyorquino es lamentar que la ciudad que amaste está desapareciendo. Una dulce nostalgia acompaña estos capítulos sobre las calles, la estación de tren, el arte, los barrios, la fiestas. Lebowitz sonríe con cierta altanería porque siente que es el último habitante de una ciudad que ya no es vista. Nueva York ha quedado desierto a las miradas. No hay ojo que se aparte del iphone para ver la banqueta y el zoológico humano en el metro.
La queja puede ser un arte. Lebowitz ha descubierto que escribir es una lata, un oficio que requiere una concentración y una disciplina que no le da la gana y que, para la sentencia rotunda y devastadora, es mejor la espontaneidad del diálogo en un teatro. En el documental pueden recogerse decenas de perlas contra los turistas, los puritanos, los burócratas y los escritores tan enamorados de la escritura que escriben fatal. Lebowitz muestra las delicias del wit. La palabra la traducimos mal como ingenio. Es eso, pero es mucho más. Es precisión, agilidad, gracia. No es pura creatividad, sino una forma de lucidez filosa y divertida. Esa es la maravilla del documental que se extiende por más de tres horas: captura la chispa de la inteligencia viva.
Decía que la película es también un autorretrato de la amistad. Una historia de complicidad afectiva. No recuerdan cuándo se conocieron. Pero la amistad, algo tan raro como el amor, los ha acompañado durante décadas. Solían recibir el año nuevo en el salón de proyecciones de Scorsese, viendo alguna película vieja. A veces, dos. Una antes de las campanadas y otra después. Este año no pudieron hacerlo. Solo pudieron hablarse por teléfono. La carcajada de Scorsese brinca con un gozo gigantesco cuando su amiga suelta alguno de sus juicios fulminantes. Después de años de convivir con Fran, Marty ríe con la sorpresa de volver a escuchar la inteligencia y la libertad de quien adora.
En los años sesenta, Václav Havel escribió un poema visual que tituló ‘Filosofía.’ No tenía una sola palabra, ni una sola letra. El poema era el cuadro de un regimiento de signos de admiración golpeados con el martillo de una máquina de escribir. Una parfecta formación de líneas marciales que no se atreven a doblarse. En una hilera inferior, escondida entre columnas enfáticas, se arquea un signo de interrogación. La vida, sugería el disidente checo, está en esa curva que interroga, en el arco inconforme que se abre paso frente a las órdenes. En esa sabiduría del escéptico se ha cultivado Alberto Manguel. En la literatura ha visto la ventana que le permite escapar del dogma y la certeza. Su nuevo libro, titulado Curiosidad. Una historia natural, que Almadía ha puesto en español, explora esta disposición soberbia y humilde y a la vez de entender la vida.
Como en todos sus libros, la escritura de Manguel es homenaje a sus lecturas. Entiende que leer no es recibir sino crear: la más imaginativa de las actividades humanas. Hablar de la vida y del mundo es, para él, hablar de libros. Si Borges imaginó el paraíso como una biblioteca, Manguel, su lazarillo, vive la vida como lectura. En uno de los últimos capítulos, por ejemplo, anticipa la muerte y se consuela sabiendo que no hay novela interminable. No quisiera vivir por siempre porque todos los libros tienen un punto final. El relato de mi vida tendrá que cerrar para no convertirse en balbuceo incoherente. Un sacerdote vasco, dedicado apicultor le contó que las abejas reconocían la generosidad de sus cuidadores que dejan algo de miel en la colmena. También le dijo que, cuando un apicultor muere, alguien debe avisarle a las abejas que su protecor se ha ido para siempre. “Desde entonces, escribe Manguel, siempre he deseado que, cuando yo muera, alguien haga lo mismo y le diga a mis libros que ya no volveré.” Preciosa imagen del lector como un apicultor generoso que bebe la miel de su biblioteca sin secar nunca la colmena.
Su historia natural se estructura con preguntas: ¿Qué es la curiosidad?, ¿Quién soy?, ¿Dónde está nuestro lugar?, ¿Qué es verdadero?, ¿Qué viene después? Cada pregunta abre con párrafos autobiográficos: recuerdos de su infancia en Tel Aviv; de su relación con los animales y las armas; de Borges; de sus viajes, sus colegios, su familia. La escritura de Manguel, ha de decirse, es a ratos luminosa pero en tramos es densa, extenuante. Sus divagaciones eruditas pierden en ocasiones el foco de la pregunta que explora. El aventurero cargla la biblioteca en su mochila y en ocasiones, temo decirlo, lo aplasta. Dante es su guía. El lector poco inclinado a los superlativos encuentra en la Comedia la obra más grandiosa jamás escrita en la historia de la humanidad. El libro pesca ideas en Homero y en el Talmud, en los clásicos persas, en Brodksy y en los teólogos más recónditos pero regresa una y otra vez a Dante.
Manguel se recuerda en uno de los capítulos como un niño de 9 años que se pierde en el camino a casa. Al salir de la escuela se distrae por algún motivo, toma un camino distinto al habitual y empieza a descubrir parques, calles, tiendas que nunca había visto. El extravío lo maravilla: ese espacio desconocido es el terreno de la aventura, de la curiosidad. Al reencontrar la ruta conocida, llega a su casa. Una decepción. A perdernos nos invita Manguel en este libro. Frente a la escuela contemporánea que pretende trasmitir respuestas, Manguel quiere un vivero para los curiosos.
Los libros de Sebastião Salgado no llevan pie de foto, no los necesitan. Al principio o al final de su trabajo sobre las migraciones o de su arqueología de la era industrial podrá encontrarse una indicación sencilla que revela el origen de las imágenes. Las fotografías no necesitan, por supuesto, explicación. Salgado invita a abrir el ojo para contemplar la aventura de los hombres y las bestias. Ver el humo, las cordilleras, los rostros no humanos, el acero de las máquinas. Sombras y chispas; miradas, callos, arrugas. De pronto, muy de vez en cuando, una sonrisa. Las proezas del planeta. A eso invita el fotógrafo: a leer, sin palabras, al mundo. A pesar de ser un reportero social, sus imágenes proponen un acercamiento a la realidad fuera de la ruta de las explicaciones. Al ver, tocar el mundo.
…
Cuenta Wenders que hace más de veinte años caminaba por Los Ángeles cuando se topó con la estrujante fotografía de los mineros de Serra Pelada. Nadie que haya visto esas imágenes podría olvidarlas. Grandiosos murales en blanco y negro que muestran el hormiguero de la codicia. Miles de hombres casi desnudos escarbando la tierra para arrebatarle una pepita de oro. Hilos, nudos de hombres que cumplen los dictados de una mecánica implacabale. El director quedó cautivado con la imagen y entró a la galería que mostraba la estampa. Descubría así que el fotógrafo se llamaba Sebastião Salgado y empezaría desde ese momento a admirarlo como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Un cinematógrafo que captura la epopeya en un clic. Susan Sontag llegó a reprocharle la belleza de sus fotografías. La espectacularidad de sus tomas le resultaba falsa, condescendiente. La ausencia misma del pie de página negaba individualidad a sus personajes. Mientras a los famosos los llamamos por su nombre de pila, a los pobres les negamos apellido. Wenders entiende mejor a Salgado porque advierte la honda empatía de su mirada.
El admirador y el hijo ofrecen ángulos distintos del mismo personaje: uno enfoca al aventurero que viaja por el mundo para comprenderlo; el otro enfoca al padre ausente, al esposo en deuda de una mujer que le abre caminos. A decir verdad, la figura familiar es siempre borrosa. Nunca adquiere forma precisa. Dos o tres referencias que no terminan de desarrollarse para conocer en verdad al padre que viaja hasta las antípodas para alimentar la mirada. Desafortunadamente, el documental cae en la tentación de la coherencia: la vida del artista como viaje que empieza en una pregunta y termina con una respuesta. De la tragedia a la redención de las semillas. Más allá de ese hilo, el pie de foto dispone al fotógrafo ante su trabajo de décadas. El rostro de Salgado reviviendo las circunstancias del instante decisivo aparece y se disuelve de sus fotografías. La voz ilustra la imagen para explicitar una filosofía. Somos parte de la misma familia: exilados, mineros, tortugas, piedras.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
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