El Capital en el siglo XXI es el fenómeno editorial del momento. El libro del economista francés Thomas Piketty ha tomado por sorpresa a la editorial de la Universidad de Harvard que ha tenido que poner a trabajar la imprenta para cubrir la demanda del libro más vendido en amazon. No deja de ser notable que un denso trabajo académico de 700 sobre la desigualdad páginas se haya agotado unos cuantos días y sea el centro de la discusión pública en los Estados Unidos. Se trata, tal vez de un fenómeno infrecuente pero no desconocido: un intelectual que súbitamente alcanza fama al detectar, de algún modo, el clima del momento. Las reseñas capturan la polarización que el argumento abre. Paul Krugman, en comentario extenso en el New York Review of Books, habla del libro como el parteaguas en la teoría económica que no se podrá ignorar: ya no podemos hablar como lo hacíamos antes. En el Wall Street Journal Shuchman cree que es una receta estalinana. En el Financial Times Martin Wolf coincide en que se trata de un libro importantísimo que pone en evidencia que la desigualdad es incompatible con la ciudadanía–y la democracia. Clive Crook, por el contrario, cree que Piketty otorga demasiada importancia a la desigualdad: lo importante es la mejora en los niveles de vida.
Aquí puede encontrarse una entrevista del New York Times con Piketty. Aquí, un resumen del argumento en seis láminas. Aquí puede leerse la reseña de James Galbraith publicada por Dissent.
Sam Lavigne, un artista y diseñador de videojuegos de Brooklyn, ha creado un programa para transformar cualquier texto literario o filosófico en una patente. La aplicación transforma un argumento en una máquina. Aquí puede verse su lectura del Manifiesto Comunista:
La explicación del artefacto se encuentra aquí.
“La barba cana, el pelo blanco y el ropón indio” hicieron de
la figura de Rabindranath Tagore la quintaesencia del sabio exótico, el poeta
místico. Ése es el escritor que admiraron tanto Yeats como Pound. Yeats veía en
él a un santo proveniente del misterio. Su poesía era inocente y sabia:
espontaneidad incubada en los siglos de una civilización. Ezra Pound, por su
parte, notaba en su literatura la quietud del mundo natural. A sus poemas no
los prendía la tormenta ni el rayo, sino el uso tranquilo de la mente tocando
la tierra. Era la naturaleza misma.
Soy como un jirón de una nube de
otoño, que vaga inútilmente por el cielo. ¡Sol mío, glorioso eternamente; aún
tu rayo no me ha evaporado, aún no me has hecho uno con tu luz! Y paso meses y mis años alejado de ti.
Si éste es tu deseo y tu
diversión, ten mi vanidad veleidosa, píntala de colores, dórala de oro, sobre el caprichoso viento, tiéndela en cambiadas maravillas.
Y cuando te guste dejar tu juego,
con la noche, me derretiré, me desvaneceré en la oscuridad; quizá, en una
sonrisa de la mañana blanca, en una frescura de pureza transparente.
Pero Tagore no es sólo el poeta del viento y la lluvia, de
la luz y los silencios. Detrás del místico se escondía un racionalista que no
reconocen quienes quieren envolverlo de incienso oriental. En su defensa de la
razón radicaba su desacuerdo con Gandhi: “Nosotros que frecuentemente
glorificamos nuestra tendencia de ignorar la razón, instalando en su sitio la
fe ciega, glorificándola como espiritualidad, pagaremos eternamente con el
oscurecimiento de la mente.” Lo dice de otra manera en un momento de su extensa
ofrenda lírica Gitanjali:
Donde la mente nada teme y la cabeza se lleva
por lo alto
donde el saber es libre
donde el mundo no ha sido fracturado aún
por los miserables muros de la casa.
donde la palabra surge de las honduras
de la verdad
donde la clara fuente de la razón no se
ha extraviado en las desérticas arenas del hábito muerto
Ahí:
en ese cielo de libertad, Padre mío, permite que mi patria despierte.
La utopia de la razón. Tanta esclavitud había bajo el
imperialismo del miedo como tras los muros cerrados del nacionalismo o en los hábitos
muertos de la tradición. Tagore fue la figura tutelar de Amartya Sen, el filósofo
que ha cultivado la “deprimente ciencia” de la Economía. Se dice que su nombre
de pila, Amartya, fue elegido precisamente por el poeta, quien tenía una
relación cercana sus padres. Sen estudió en la escuela regida bajo su filosofía
pedagógica que premiaba la curiosidad y el razonamiento por encima de los
concursos de memorización. Uno de sus maestros le llegó a decir de una
compañera: “Es realmente muy inteligente—a pesar de sus buenas calificaciones.”
De Tagore viene la sensibilidad literaria del economista y su ánimo por
conectar civilizaciones; su preocupación por la libertad y su voluntad de razonar.
El artículo completo, acá.
Hay una escena hermosísima como tantas otras en The revenant, que de alguna manera captura el sentido de la película. No es la del oso, ni la del segundo parto. Tampoco la de la de los flechazos o alguna persecución trepidante. Hugh Glass, el sobreviviente, ha superado alguna prueba terrible y camina sobre un río congelado. La cámara sobrevuela al personaje y muestra la ondulación por debajo del hielo. Una alfombra de agua viva bajo un bloque de hielo transparente. Por momentos parece que el hombre camina sobre al agua. Sobre el líquido que fluye, una dura costra de hielo. La película es eso: un constante equilibrio de elementos, una rítmica sucesión de contrastes.
Un hombre carga su cadáver por el invierno más inclemente. Más que sobrevivir, renace. La película de Alejandro González Iñarritu podría ser una más de muchas películas olvidables. Es otra historia de entereza, una metáfora de la fundación de un país, épica de la venganza, una orgía de violencia, un himno al esplendor y la crueldad de la naturaleza, alegoría de una ruta espiritual, otro western de sangre y muerte, balas y flechas. Es todo eso pero lo es de forma extraordinaria. Lo es, seguramente, porque es el trabajo de un cineasta en pleno dominio de su lenguaje. En condiciones extraordinariamente adversas, el director ejerce el control absoluto de su mundo. No vemos actores actuando frente a una cortina verde. El director fue de un extremo a otro del planeta para cazar la luz del invierno. El bosque se rinde a su libreto o, quizá sea al revés. Una ambición desmedida y un talento que le alcanza el paso.
La ambición del artista radica también en la confianza para reinventarse. Hay, por supuesto, perceptibles líneas de continuidad en la filmografía de González Iñárritu pero difícilmente podría encontrarse mayor contraste que el que existe entre sus últimas dos cintas. Birdman es una ratonera en los sótanos de la urbe, el laberinto de la vanidad. The Revenant es la inmensidad de la naturaleza, el desamparo. Una se regodea en su retórica, la otra es elocuente en la mudez. Un suicida y un sobreviviente. Como en todas las escenas de su cine: extremos vitales.
The Revenant es una película sobre el drama de respirar: “mientras puedas jalar aire, pelea,” le dice el protagonista a su hijo. “Respira… sigue respirando.” La película misma es aire que entra y sale de la nariz. Se escucha desde la primera escena ese ahínco respiratorio. El espectador se instala dentro de los pulmones de los personajes. Con el ir y venir del aire se escribe la puntuación de la película. El mundo brutal de los hombres encuentra respiro en la impasible serenidad, la aterradora indiferencia de la naturaleza. La pantalla se llena de amenazas para descargarse después en escenas de quietud. El genio de Lubezki da vida a esta cinematografía respiratoria. Después de perder el aliento al sentir en carne propia el caos del acoso y la muerte que acecha, el remanso de la naturaleza. Los hombres huyen y se cazan: los árboles se columpian. Los hombres se traicionan, la nieve cae. Los hombres odian, las piedras, los ríos, los animales se prestan de cuna.
Aquí se puede ver el documental del crítico australiano Robert Hughes sobre el arte moderno: "El impacto de lo nuevo".
Los capítulos siguientes pueden pescarse apartir de éste.
"Me voy habituando a la incomodidad. Hay escándalo–me digo–. Así es el mundo: así está hoy la naturaleza. ¿Cae la lluvia? Se moja uno. ¿Caen tiros? Pues imagino que éste es, por ahora, el escenario natural de la vida."
3 de septiembre de 1911
"México: país en que los hombres y los hechos se han divorciado. Entre los efectos y las causas hay una refracción extraña. Las cosas corren como animadas de fuerza propia, sin que nadie acierte a gobernarlas ni menos a preverlas. nadie dispone del mañana."
4 de septiembre de 1924
Alfonso Reyes, Diario I 1911-1927 , FCE, 2010.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.
“La tarea del ojo derecho es mirar al telescopio, mientras que el ojo izquierdo mira en el microscopio.” Leonora Carrington ubicaba en ese estrabismo el genio de su imaginación. Lo diminuto y lo remoto se transfiguran en esa hechicería donde la luna es el ombligo de nuestras rotaciones y el cielo el imán que seduce a todos los cuerpos. De ahí también su fantástica zoología. La extraordinaria exposición que celebraba los cien años de la artista que ahora puede verse en Monterrey, capturaba todas las expresiones de su creatividad. Los lienzos, las máscaras, los títeres, los murales, los bocetos, los relatos, las cartas. A Tere Arcq y Stefan van Raay debemos la curaduría de este acontecimiento. En uno de los muros de la exposición podía leerse una doble revelación de sus ensueños: “Si hay dioses, no los creo de forma humana, prefiero pensar los dioses en forma de cebras, gatos, pájaros. Un prejuicio mío. Pero si se mueve alguna divinidad adentro del animal humano, es el amor.”
*
De Ida Vitale:
No respiran los pájaros:
por su canto respira el mundo.
*
Las ilustraciones de Paul Sahre para el artículo publicado por el semanario del New York Times eran perfectas. Una botella con una etiqueta que anunciaba su vacío: Este frasco no contiene nada. Aplíquese diariamente hasta que los síntomas desaparezcan. Otro retrataba una medicina imaginaria: Placeborol. Refrigérese (o no). Las estampas acompañaban un artículo de Gary Greenberg sobre los placebos. ¿Y si el efecto placebo no es una farsa? El texto invita a tomar los chochos con seriedad. Sí: una pastilla de azúcar puede curar. O, por lo menos, ayudar a curar. Los descubrimientos recientes son una cachetada a los prejuicios de la modernidad: si un paciente se toma un vaso de agua con tres gotas de agua por prescripción de un médico al que respeta, tenderá a mejorar. Importa poco la sustancia. Cuenta la autoridad y la atención. Y si a una medicina se le cuelga un nombre rimbombante, tendrá un impacto mayor que si recibe un nombre ordinario.
Tal vez, sugiere, Greenberg, las tabletas inocuas activan una respuesta biológica al cuidado del otro; el celebro se enciende con la preocupación y el esmero de quien prescribe una pócima, desatando con ello una estela de reacciones fisiológicas. Si la mente es persuadida, el cuerpo sigue su pista. La mismísima escuela de medicina de Harvard ha creado un programa de estudios sobre los placebos. Su director sostiene que la curación de las enfermedades humanas no puede seguir siendo entendida como el uso mecánico de ciertas herramientas o el ciego suministro de sustancias. La relación entre el paciente y el médico (o el curandero, o el brujo) es determinante. Lo entendió bien Paul Valéry, un poeta, hace tiempo: los médicos usarán la ciencia pero no son científicos.
*
Lo mejor que vi en pantalla en el 18 (además de Roma, por supuesto, que se cuece aparte) fueron series documentales destinadas a la televisión más que a las grandeas salas. La primera, Wild, Wild Country, registra la aventura del gurú Bhagwan Shree Rajneesh (a quien se le conoció después como OSHO) en un diminuto pueblo de Oregon para fundar una comunidad utópica. La historia no solamente confronta a los seguidores del gurú con los pobladores originarios. También muestra las fricciones interiores, los delirios de los fieles, la ilusión sincera y los terribles permisos que toda secta se concede. Pocos personajes tan fascinantes, tan magnéticos como los que aparecen en esta serie de los hermanos Maclain y Chapman Way producida por Netflix. También ahí puede verse la serie monumental de Ken Burns sobre la guerra de Vietnam. Un lamento en diez episodios y dieciocho horas que recoge testimonios de los dos extremos del conflicto: delirios del poder y lágrimas. Locura, autoengaño, mentira y duelo.
*
A cincuenta años del año que cambiara la vida de Octavio Paz, aparece un sitio en internet que aspira a recoger todas las cosas pacianas. En zonaoctaviopaz.com pueden encontrarse cartas, fotos, poemas, ensayos, conversaciones, entrevistas. Lecturas del poeta: lo que él leyó y lo que en él se ha leído. Ahí podrá encontrarse una nota, por ejemplo, de Jorge Cuesta hablando de un joven de veinte años. Y su presagio: “Octavio Paz tiene un porvenir.”
Fotografía de Alberto Cristofari
Wislawa Szymborska levanta la cabeza y ve las nubes. Cosas extrañas, caprichosas, indiferentes. Flotarán por lo alto pero no son siquiera testigos de lo que sucede abajo porque les falta la elemental tenacidad del curioso. Una nube es, en una milésima de segundo, otra nube. Viéndolas tan distantes, tan caprichosas, descubre parentesco en las piedras que, como nosotros, tienen los pies sobre la tierra.
Wislawa Szymborska toma una piedra y habla con ella. Soy curiosa, le dice: quiero entrar en ti. Sin hablar, la piedra la rechaza. Soy de piedra, le dice la piedra. Aún pulverizada soy hermética: no tengo puertas ni músculos para la risa. No entrarás en mí, repite la piedra ante la insistencia: te falta la sabiduría de quien es parte: ningún sentido sustituye a la humildad de quien se admite fragmento.
Wislawa Szymborska abre la mano a una gota de agua que cae del cielo. En la gota está el Ganges y también el Nilo, la humedad en los bigotes de una foca y el líquido de una vieja vasija china. En esa gota, todo el mundo y todos los tiempos: alguien que se ahogó y quien fue bautizado. En una gota de lluvia, siente que el mundo la toca, delicadamente.
Wislawa Szymborska camina y encuentra un escarabajo muerto. Un horror moderado que no le provoca tristeza. Parece que al bicho nunca le sucedió algo importante. Su fantasma no nos espantará por la noche. Lo que cuenta es sólo lo que se acerca a nuestra vida: sólo nuestra muerte goza de primacía.
Wislawa Szymborska platica con sus plantas. Tiene nombres para ellas: arce, cardo, narciso, brezo, enebro, muérdago, nomeolvides pero ellas no le han puesto nombre a quien las riega. Quisiera explicarles qué se siente tener ojos y no raíces, pero ellas no le preguntan nada a quien es tan nadie.
Wislawa Szymborska no sabe qué es la poesía. Sabe que a unos les gusta pero a la mayoría no. A los que les gusta, les gusta como una buena sopa de fideos o una bufanda. No sabe lo que es la poesía pero se aferra a ella como un pasamanos. La poesía es, tal vez, la posibilidad de hacer perdurar: la alegre venganza de una mano que morirá.
Wislawa Szymborska ve una fotografía del 11 de septiembre. Hombres que se lanzan al vacío. Escapan de la muerte arrojándose a ella. Estampas que congelan el último instante de una vida. Sólo puedo hacer dos cosas por ellos, dice: describir su vuelo y no decir la última palabra.
Wislawa Szymborska escudriña palabras. Al decir Futuro, la primera sílaba es ya pasado; al decir Silencio, lo mata; al pronunciar Nada inventa algo que no cabe en la no-existencia. Todo es una palabra impertinente y vanidosa que debería llevar siempre la advertencia de las comillas. Cree que abraza, reúne, recoge y tiene pero es un jirón del caos.
Wislawa Szymborska se asombra. Todo lo escribe entre el paréntesis del quizá y del no sé. No sabe por qué está aquí y no en otro lado, por qué viste una piel y no una cáscara. No sabe por qué está sola y con ella misma. Sólo en el escenario descubre de qué trata su obra. Si algo sabe es que la vida se vive al instante. Nunca un miércoles ha sido ensayo de jueves.
Wislawa Szymborska habrá sonreído cuando escribió
No sé si para otros,
para mí esto es del todo suficiente
para ser feliz e infeliz:
Un rincón modesto,
en el que las estrellas den las buenas noches
y hacia el que parpadeen
sin mayor significado.
D | L | M | X | J | V | S |
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