No sé si Olivier Todd tenga razón al sostener que Camus, a diferencia de Orwell, fue mejor novelista que ensayista. Es cierto que se le conoce, sobre todo, por sus admirables relatos. Pero El hombre rebelde tiene que ser contado entre los máximos ensayos del siglo XX. Ahora que se recuerda el cincuenta aniversario de su muerte, vale la pena acercarse a ese monumento de la lucidez en el turbio siglo XX. El libro es una osada confesión que lo sitúa fuera de las capillas ideológicas y académicas. En algún momento, habló de esta tentativa filosófica como una autobiografía. Camus no se consideraba un filósofo. Lo admitía: “no soy un filósofo. No creo suficientemente en la razón para creer en un sistema. Lo que me interesa es saber cómo hay que comportarse cuando no se cree ni en Dios ni en la razón.” Al moralista que fue, no le seducían las esencias, lo mortificaba su presente: un tiempo que mata millones en nombre del amor. La “realidad del momento” apunta desde la primera página del libro, es el “crimen lógico.” La filosofía, convertida en coartada. A cualquier cosa puede servir la ideología, incluso a transformar a los asesinos en jueces.
Su argumento es conocido por el dardo inicial: el rebelde es el hombre que dice no. Pero lo relevante en su apuesta viene después. En el fondo, la negación del rebelde abraza: “yo me rebelo, luego somos.” El grito del esclavo traza una frontera, marca un hasta aquí, pero al hacerlo, afirma un valor. El impulso rebelde no encuentra sentido en la dinamita destructiva sino en la conciencia de sí mismo que es, necesariamente, conciencia de otros. Por eso afirma Camus que, la única ética que puede nacer de la rebeldía es la “filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo.” El rebelde reconoce humanidad en el vecino y aún en el opresor. Que la decapitación del Luis XVI, “un hombre débil y bueno”, sea considerada un momento estelar de la historia francesa, le parece un escándalo repugnante. El rebelde no es oráculo del futuro. Rechaza la servidumbre, pero sabe que detrás del amo hay un hombre. Rechaza el abuso del amo, no su derecho a existir. De ahí su embestida contra la cruel teología de la revolución y contra la fe del terrorista. Las convicciones transformadas en certificados de impunidad histórica. El revolucionario termina resolviendo sus aprietos como el verdugo que extermina todo lo que el veredicto ha condenado: costumbres, leyes, hombres. La guillotina se convierte así, en el mecanismo de una filantropía trascendente. El terrorista, por su parte, adquiere el compromiso de un monje despiadado que ama una abstracción para no tener que amar a nadie en particular.
El lirismo de los radicales le resulta indigerible y, en el fondo, criminal. La seducción del absoluto mata al rebelde y lo convierte en gendarme, en burócrata, en comisario. Por eso el pensamiento de mediodía camusiano concluye en una apuesta por la humildad. Seguramente hay una semilla religiosa en esa moderación. Mauriac encontró en el espíritu de Camus precisamente un anima naturaliter religiosa. Si lo dijo para descalificarlo es irrelevante. Lo cierto es que en su defensa de la mesura, se bordan los límites de lo humano y se afirma la vida del otro como territorio infranqueable, sagrado, si se quiere. “Para ser hombre hay que negarse a ser dios.” El hombre en el mundo no puede ser servidor de la muerte. Si el rebelde ejerce su libertad, no la lleva hasta su extremo voraz. El rebelde no humilla a nadie: “reclama para todos la libertad que reivindica para sí mismo, y prohíbe a todos la que él rechaza.” A pesar de su mítica rivalidad (pelearse es otra manera de vivir juntos) Sartre acertó al ubicar a Camus como “el heredero de esa larga estirpe de moralistas cuyas obras tal vez constituyan lo más original de las letras francesas.”
Aurelio Asiain escribe a este blog para advertir que el poema citado en mi nota previa es apócrifo. Borgiano, desde luego, pero no de Borges. En su libro, Héctor Abad cita el soneto encontrado en el bolsillo de su padre como auténtico (yo apunté que era "atribuido" a él), pero ha empezado a dudar. Al parecer lo escribió Harold Alvarado Tenorio, presentándolo como un inédito de Borges. Escribe Abad:
Tal vez Alvarado Tenorio, igual a aquel Pierre Menard de Borges (que fue capaz de volver a escribir el Quijote letra a letra, sin copiarlo y sin distanciarse una jota del original), escribió en 1993 un soneto que Borges efectivamente había escrito en 1986, antes de morir. El nuevo autor se equivocó, solamente, en dos o tres palabras que delatan la falsificación, pero el resto del poema es auténtico.
Y aquí, otras interpretaciones del misterio.
Antes de que naciera el totalitarismo, el mal estaba repartido entre los hombres en dosis distintas y de una manera bastante equitativa, dentro de lo permitido por el yugo del pecado original. El totalitarismo ha modificado el equilibrio de fuerzas de una forma insólita: parece haberle quitado a la gente el mal que le es propio y haberlo monopolizado al igual que ha hecho con todo lo demás, con la economía, la política y la cultura. El Estado se ha convertido en el principal malhechor y tal vez en el único, aunque sea un malhechor que, por fuerza y a regañadientes, tiene que alimentar, vestir, curar e incluso divertir a sus rehenes. ¿Cabe añadir que éstos andan mal vestidos, comen poco, caen enfermos a menudo, y los chistes tienen que inventarlos ellos?
Aquí no hay lugar para novelas policíacas: todo el mundo sabe quién es el culpable: el culpable es el Estado.
Estamos ante una situación más peligrosa de lo que pudiera parecer a primera vista. El totalitarismo ofende profundamente nuestro sentido de la justicia, porque hace que dejemos de juzgarnos con severidad. nos arrebata el peso de la vida y anula de antemano cualquier posibilidad de contricción. Nos gusta hablar de la dignidad, pero ¿qué es la dignidad sin el peso de la culpa, sin justicia? El gran animal de Platón nos vuelve humanos con demasiada facilidad. Somos buenos porque no nos han permitido saborear la elección entre el bien y el mal, nos han privado de lo que fue la alegría y el tormento de innumerables generaciones anteriores. Somos buenos, nos agrada la retórica, condenamos lo condenable y aceptamos con gusto la compasión de los demás. ¿Quién nos devolverá la verdadera vida, el riesgo de elegir y de cometer errores? Es cierto, no hemos matado a nadie, a no ser que lo hayamos hecho de pensamiento durante la breve pausa entre dos poemas sublimes. El gran animal es el culpable de todo, es él quien martiriza a nuestras esposas, es él quien miente en nosotros, es él quien engaña. ¿Quién nos va a juzgar? ¿Quién nos arrancará del sueño?
Adam Zagajewski, «El mal», en Solidaridad y soledad, El acantilado, 2010
Una nueva retrospectiva de Hockney revela la enorme influencia de la palabra escrita en su obra. Blake Morrison examina el diálogo del pintor con Whitman, Cavafis, Flaubert, Proust, Wallace Stevenson, Blake y Durrell.
En su poema “Cavar” Seamus Heaney enlaza su pluma a la pala de su padre y a la pala del padre del su padre. Ellos hacían de todo el cuerpo una palanca para entrar en la tierra y arrancarle papas. En la traducción de Ezquiel Zaidenwerg, leo:
El frío olor del moho de las papas,
el chapoteo en la turba empapada,
el filo de la pala cercenando
las raíces, me vuelven a la mente;
y sin embargo, yo no tengo pala
para seguir a hombres como ellos.Entre mis dedos índice y pulgar
cargo la pluma fuente.
Voy a cavar con ella.
La poesía de Heaney escarbando la tierra, como la pala de sus viejos. El nuevo libro del poeta irlandés, que ganara el Nóbel en el 1995 aborda esa misma fibra de la herencia, el mismo lazo que conecta a los hombres y a las cosas; los días y los mitos. Cadena humana se titula, justamente. Escrito tras el golpe de un infarto, la colección de poemas tiene, sin duda, un tono sombrío. El poeta se entrega al recuerdo, pero sobre todo, a los afectos esenciales de su vida: sus padres, su mujer, sus nietos, sus amigos. Se trata de un libro habitado por el pasado, por sombras y fantasmas, por trajes viejos que cuelgan en un armario, por casas donde conversa el silencio; por adioses y elegías. El cuerpo es la pesadez que otros cargan, bondadosamente. En un poema, Heaney recuerda los últimos días de su padre, como uno de los pocos momentos en que pudo estar cerca, físicamente, de él: lo ayudaba para ir al baño. En otro poema habla del milagro del auxilio: el prodigio de que otros, resbalosos por el sudor, lo carguen a uno y no lo suelten al vacío. Pero esa percepción de mortalidad es un despabilar de sentidos. El poema que abre la colección celebra estar despierto para presenciar la ceremonia de una ventisca.
Cadena humana es el menos político de sus libros. El compromiso se asomó muchas veces por las rendijas de este nacionalista irlandés, pero nunca fue vocero de una causa. Fue tan solo la voz de sí mismo. Jugando con el sonido de dos palabras herd y heard, subraya que el poeta debe ser escuchado, no la manada. No es la voz de la tribu, es una voz que la tribu oye. Cadena humana es una alabanza de nuestros vínculos de familia y amistad. Lazos precarios de los que brota un luz milagrosa. Sobrevivimos por el auxilio de los otros. La poesía, ha dicho Heaney reivindica un apetito de trascendencia en el hombre. Una sed de resurrección. En el poema más extenso del libro, Heaney habla de plantas y cementerios. La hierba hunde raíces en todas las dinastías de la muerte. Pero el pasto no descansa en paz: baila con el aire. La espada de hierba habla:
¿Me ves?—dice
“El viento
me entrena en los modos del mundo.Ondear está bien.
Permiso concedido.Anda, pues, ciudadano
del viento
Déjate ir.”
“Pina”, la cinta de Wim Wenders sobre la gran coréografa alemana Pina Bausch es la primera cinta que justifica los anteojos que uno tiene que colgarse para ver una película en tercera dimensión. No es que vuelen criaturas fantásticas por la sala, que el viaje intergaláctico sea más realista con los lentes. Es que la elegía a esta mujer dedicada a desentrañar la expresión del cuerpo humano encuentra en esa técnica un vehículo poderosísimo. El hallazgo técnico nos permite admirar el palpable mensaje de los cuerpos y, al mismo tiempo, contemplarlos con la profundidad, el dramatismo del teatro. Hacer palpable el cuerpo y, al mismo tiempo, contemplarlo como alegoría.
Wenders quería filmar una película sobre Pina Bausch desde hacía tiempo. Admiraba su capacidad para entender el diálogo entre el alma y el cuerpo. El cineasta la reconoció pronto como una de las grandes artistas del siglo XX, uno de lo creadores que penetró más hondo en el espíritu humano. “Nadie leyó el lenguaje del cuerpo humano como ella,” ha dicho. El alma que habla por los brazos, las piernas y la cintura. Recuerdos alojados en cadencias. Pina Bausch le mostró a Wenders el tesoro del cuerpo, la expresividad del movimiento. El director de Paris, Texas conoció su trabajo en contra de su voluntad. No era una persona cercana a la danza pero por casualidad asistió a una función en Venecia que le cambió la vida. No llegaba a entender por qué lo conmovía el baile de Pina hasta las lágrimas pero se daba cuenta de que el encuentro con su arte era esencial. Desde ese momento quiso filmarla y se lo propuso de inmediato, pero no sabía cómo podría hacerle justicia con su cámara. Sentía que el lente levantaba una pared y que era incapaz de captar la corporeidad, la energía del baile. Veinticinco años incubó la idea de filmarla. Cuando vio los adelantos de la tercera dimensión se dio cuenta que tenía ya el instrumento: finalmente podía romper la barrera del cine y registrar la presencia del cuerpo.
Poco antes del inicio de las grabaciones, la coreógrafa murió. El proyecto no se canceló pero cambió radicalmente. Se volvió una ceremonia de dolor fresco. Una especie de documental de cuerpo presente. La cinta no solamente registra el trabajo de la coreógrafa sino su marca en la vida de los bailarines quienes la evocan en su danza y con palabras para rendirle gratitud.
El documental no cuenta ninguna historia pero capta, en sus breves cuentos, las epopeyas de la emoción humana. Lo primordial no requiere palabras: el amor y el deseo, la frustración y la crueldad, la pérdida, la soledad, el dolor. Cuerpos de todas las edades tocando con la piel todos los elementos, viviendo en su movimiento todas las emociones. El cuerpo retoza con agua, es amarrado a una cuerda de perro sin poder escapar, cuelga de otro cuerpo, se desploma como tabla, se enrosca y gesticula, recibe paletazos de tierra, es manoseado y acariciado con ternura. A veces más gesto que baile, su coreografía brota de la vida misma de sus bailarines. La coreógrafa invitaba a cada uno a buscar, a perderse, a zambullirse en su experiencia. Enloquece un poco más, sorpréndeme. No me importa tanto cómo se mueve la gente, decía: me importa lo que los conmueve.
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué? Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía ‘Te quiero’ Pero aún no sabía cuánto lo quería. Ni me lo imaginaba.
Esa es la voz que introduce el libro de Svetlana Alexiévich sobre la tragedia de Chernóbil. Es una de las historias más desgarradoras que he leído. Eso: la trenza del amor y la muerte. El descubrimiento de la vida más amada mientras se disuelve en la muerte. El desesperado intento de sujetar un cuerpo que descompone y se deshace. Esa es la historia de Liudmila Ignatenko, viuda de un bombero que acudió a la planta del reactor nuclear minutos después de que estallara.
Alexiévich, como el bombero destruido por la radiación, acudió muy pronto al llamado de la tragedia. Coincidió con cientos de reporteros que, con urgencia, enviaban reportajes a sus periódicos y su televisoras. Trasmitían datos y declaraciones. Poco a poco, los periodistas fueron regresando a sus ciudades. Ella permaneció ahí. Durante diez años escuchó a los sobrevivientes para escribir una sobrecogedora historia de la catástrofe. Chernoóil es una terrible metáfora de nuestro tiempo como era del miedo. Una cruel venganza de la naturaleza que logra esconderse para matar a la criatura soberbia que somos. Atroz enemigo que se oculta. La radiación no se ve, no hace ruido, no huele. Ninguno de nuestros sentidos ayuda para cumplir el deber de la sobrevivencia. La corrupción, la arrogancia, el despotismo de un régimen que también se desmorona conspiran para arrasar la vida, para aniquilarla desde dentro.
Se celebra el Nobel a la periodista bielorrusa pero vale advertir que en su trabajo no está la marca de la prisa sino la de la paciencia. El lenguaje, ha dicho, es incapaz de nombrar al vuelo lo que está pasando. El oído requiere tiempo para comprender el enjambre de las conversaciones simultáneas. Comprender es escuchar. Callar. Abrirse a la palabra de los otros. La escritora bielorrusa ha descrito el género de su literatura como “novela de voces.” Retrato de las emociones del presente. Ningún escritor podría hospedar el mundo si no lo recibe en las alcobas de su oído: lo que se escucha en las conversaciones de la calle y el mercado dice más del presente que todos párragos de los periódicos y todas las páginas de los libros.
En una conferencia sobre la literatura y la catástrofe, Alexiévich recordaba que en los días posteriores a la explosión, las abejas desaparecieron de Chernóbil. Huyeron. Las lombrices se sumergieron a las profundidades de la tierra. Las criaturas más sencillas entendían que algo estaba muy mal. Los humanos siguieron con su vida, como si nada. Nosotros continuamos con nuestros hábitos: veíamos la television, escuchábamos a Gorbachov, veíamos el partido de futbol. Quienes trabajábamos en el mundo de la cultura tampoco sabíamos cómo decirle a la gente lo que estaba pasando. No teníamos palabras para la tragedia. Sus libros recuerdan que la tragedia no se nombra, se escucha.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.