Vía @NLebrecht
Ricardo Becerra ha enviado a Reforma una carta que reproduzco aquí y, a continuación, mi respuesta.
Jesús Silva Herzog Márquez ha desarrollado una nota metodológica
en su artículo “Tropiezos del pero”. Lo agradezco. En ella, nuestro crítico descubre
que todo es susceptible a un pero: un libro, una pintura, una decisión política
o la eterna belleza de Sarita Montiel. De acuerdo.Mi punto, es otro: hay de peros a peros. Los hay fundados, concretos,
lúcidos, coherentes; y los hay deshilachados, fuera de contexto, alucinados o
por pura pose.Por ejemplo, ver en el Pacto por México una fórmula de “dimisión
de las oposiciones”, como afirmó Silva en un texto anterior, es un pero fantástico.
Los partidos siguen compitiendo en elecciones que están en curso, el Congreso (los
Congresos) viven a diario con discordias muy agudas (allí está la vacante del
IFE, por ejemplo o el Plan Nacional de Energía). Es más: el acuerdo está
permanentemente amenazado por la insidia de los poderes de hecho, el apetito de
las oposiciones o el instinto animal del propio gobierno que alguna vez acarició
la ensoñación de mandar en solitario.
¿Sabías que eres el culpable de que yo sea presidente?, le preguntó Havel a Lou Reed. Velvet Underground no habrá vendido muchos discos. Fueron 30,00 copias vendidas pero, según Brian Eno, cada uno de esos compradores formó su propia banda. Una de las bandas que surgieron por influencia del grupo fue The Plastic People of the Universe, un grupo de Praga que fue censurado por el gobierno comunista. Aquella censura provocó la indignación del dramaturgo quien se vio de pronto como líder de la disidencia. Aquí se puede leer una crónica de una conversación pública entre ellos y por acá un video sobre su relación (trozos en checo). Durante su sabático en Nueva York, Columbia recogió documentos sobre él. Aquí se encuentrantestimonios de Lou Reed sobre Havel.
La Biblioteca de la Universidad de Stanford, en colaboración con la Biblioteca Nacional de Francia ha puesto en línea un álbum de 14,000 imágenes de la Revolución Francesa.
José Emilio Pacheco
Homenaje a Netzahualcóyotl
I
No tenemos raíces en la tierra.
No estaremos en ella para siempre:
sólo un instante breve.
También se quiebra el jade
y rompe el oro
y hasta el plumaje de quetzal se desgarra.
No tendremos la vida para siempre:
sólo un instante breve.
II
En el libro del mundo Dios escribe
con flores a los hombres
y con cantos
les da luz y tinieblas.
Después los va borrando:
guerreros, príncipes,
con tinta negra los revierte a la sombra
No somos reyes:
somos figuras en un libro de estampas.
III
Dios no fincó su hogar en parte alguna.
Solo, en el fondo de su cielo hueco,
está Dios inventando la palabra.
¿Alguien lo vio en la tierra?
Aquí se hastía,
no es amigo de nadie.
Todos llegamos al lugar del misterio.
IV
De cuatro en cuatro nos iremos muriendo
aquí sobre la tierra.
Somos como pinturas que se borran,
flores secas, plumajes apagados.
Ahora entiendo este misterio, este enigma:
el poder y la gloria no son nada:
con el jade y el oro bajaremos
al lugar de los muertos.
De lo que ven mis ojos desde el trono
no quedará ni el polvo en esta tierra.
* A partir de las traducciones de Angel María Garibay
y Miguel León Portilla.
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.