"Como todo arte genuino, (la segunda sinfonía de Brahms) comunica a su audiencia un profundo sentido de empatía y fe, así como un tremendo deseo de orinar."
Leída en estas notas de concierto.
"Como todo arte genuino, (la segunda sinfonía de Brahms) comunica a su audiencia un profundo sentido de empatía y fe, así como un tremendo deseo de orinar."
Leída en estas notas de concierto.
«El estado de las banquetas mexicanas es el retrato involuntario de un país donde lo público va después de lo político y lo político puede desentenderse de lo público.» Lo apunta Héctor Aguilar Camín–gracias por el piropo–recogiendo distintas reflexiones sobre nuestras aceras inquietas: «Sobre la profundiad de las banquetas» 1, 2, 3, 4 y 5.
Escribe Andrés Sánchez Robayna en El país:
¿De quién hemos podido aprender mejor la lección de un realismo no doctrinario, un realismo que nos ha permitido descubrir la realidad y que nos ha hecho ver esa realidad como una profunda interrogación? Tàpies ha sido durante muchos años un modelo de artista que ha fundado una estética indisolublemente unida a una ética. Ética y estética del rigor, de la intensidad, de la revelación de lo real.
«El arte es una forma de gnosis», dijo en cierta ocasión. De ahí las profundas conexiones que esta obra pictórica mantiene con la poesía, aspecto sobre el que quisiera detenerme mínimanente en estas líneas urgentes. Para empezar, al aliento profundamente poético —en el sentido del descubrimiento, de la revelación de los sentidos ocultos de la realidad— que esta pintura ofrece como uno de sus fundamentos, de sus raíces más hondas. Pero también el diálogo que mantiene con la palabra y el signo, tan presentes en esta obra ya desde sus mismos orígenes. Aparición de palabras, de letras, de huellas que se trasmutan en escritura.
¿Cuál es la relación entre la creación artística y el régimen político chino? Esa es la pregunta que intenta responder Jed Perl en The New Republic. Por una parte, China es un imán de la creación atrayendo a sus ciudades a los mejores arquitectos del mundo y promoviendo un boyante mercado de arte contemporáneo. Al mismo tiempo, restringe la expresión y no duda en reprimir a los disidentes. El campo artístico es zona de enfrentamiento: tanto el régimen como los defensores de los derechos humanos reconocen el poder del arte y buscan su legitimación. China nos confronta con el viejo tema de la creación y el poder: ¿es aceptable la colaboración con una dictadura? ¿Puede la causa política tomarse como mérito artístico?
El poeta nombra con un grito, escribió Eduardo Lizalde en uno de sus poemas tempranos. El poeta habla con un silencio que aúlla la oscura cosa. El mundo que toca su palabra es el de los trastos rotos, roídas: el aserrín de los montes.
El grito
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema
Biógrafo de su propio fracaso, sabio de la desesperanza. Es de amor ese poema en el que avisa que “algún veneno oscuro de serpiente has inventado para destruir las rocas.” No hay en su poesía asomo de ilusión, de festejo. Celebracion, si acaso, de nuestra condición ruinosa. Asombro ante el desamparo. No necesitamos mapas, no tiene utilidad las brújulas, sobran las palabras. Conocemos la catástrofe. Por eso advirtió a los activistas que el principal deber de un revolucionario es “impedir que las revolciones lleguen a ser como son.”
Las flores no lo son.
Silencio. El tiempo vuela.
La realidad se ha reducido
a este mal sueño.
Sólo el crimen es real.
La pesadilla sola
–nunca el sueño–
conforma el mundo.
La entrega del Premio Carlos Fuentes al poeta Lizalde resalta un parentesco entre ellos: su fascinación por la catástrofe que habitamos. Veo en el Fuentes que se entrega al tigre no al muralista de La región más transparente sino al autor del Cristobal nonato. El escritor que pinta la más pestilente de las urbes, que describe la ciudad del hacinamiento y la polución rinde homenaje al cantor de la Tercera Tenochtitlán. Entre 1982 y el 2000, Eduardo Lizalde escribió ese largo llanto por la ciudad de México. Vale leer el poema hoy, para abrevar del necesario vocabulario del veneno y la destrucción. La ciudad es una araña que nos atropella; una vieja coyota que nos nutre y emponzoña; una rata, un vampiro milenario; una mancha oscura recorrida por ríos que mienten. El poema de Lizalde es deforme, como la ciudad misma. Como ella, un gemido desmesurado y vil.
La ciudad de Lizalde es “nuestra monstrua.” El “cadáver de una vieja laguna corrompida,” un pozo sangriento. Un ogro lleno de “mierda eminentemente histórica” que perfecciona cotidianamente el plan maestro de su demolición. Una mancha que carece de cuerpo y, sin embargo, se expande incesantemente. Pero el poeta lo reconoce: la culebra es nuestra, es nosotros: “soy parte de su ajado, roto cuerpo.” Es nuestra monstrua.
Hace un par de años, Fernando Savater publicó "La política y el amor."
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): "Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual". Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
El nuevo disco de Sufjan Stevens lleva como título el nombre de su madre y su padrastro: Carrie & Lowell. Ella, bipolar, esquizofrénica, adicta a las drogas y al alcohol, abandonó a sus hijos cuando el menor tenía un año. Él, su padrasto durante cinco años. Es ese matrimonio el que abrió, brevemente la relación de Sufjan con su madre. Tres veranos en los que, gracias al Lowell madre e hijos pudieron convivir. Después de la separación el contacto fue mínimo, hasta que aparecieron el cáncer y la muerte. Sufjan volvió a ver a su madre tumbada en una cama, atada a tubos y pinchada por agujas. El album es un canto fantasmal a esos recuerdos que enredan amor, dolor, tristeza. Emociones que no pueden ser más que confusión. Un lamento, una despedida, una reconciliación. No hay tambores, ni orquestas. Tras la aparente sencillez, voces espectrales. Apenas el sonido de cuerdas que salen de la garganta, una guitarra, un ukulele o un piano. Algunas pistas se grabaron en el iphone que atrapó su primera versión.
Es la agonía y la muerte de su madre la que da origen a este trabajo que Stevens describe como ajeno al arte. “Esto no es mi proyecto artístico. Es mi vida,” dijo en una entrevista reciente. Para un músico de profunda sensibilidad religiosa, la nostalgia se convierte en una peregrinación: un viaje por la aflicción hasta llegar a la luz. En sus canciones se juega con la autodestrucción, se evoca la ausencia, se coquetea con los excesos, se siente la pérdida, y se contempla el vacío. Musicalmente escueto, puede recordar a Brian Eno, a Bob Dylan, a Leonard Cohen. En una obra comisionada en el 2007 por la Brooklyn Academy of Music que retrata la ciudad pueden escucharse ecos de Steven Reich, de Philip Glass y tal vez de Gershwin.
En este disco, el más personal de todos los suyos, es mezcla de recuerdos y mitología que atraviesan el remordimiento por la carta nunca escrita, la desconexión de relaciones vacías, la seducción de la propia muerte.
Alma de mi silencio: puedo oírte
pero temo estar cerca de ti
y no sé por dónde comenzar…
Sufjan Stevens no sabe por dónde comenzar y por ahí comienza el disco. La travesía por el dolor resulta un murmullo de preguntas: ¿importa si sobrevivo?, ¿cómo sucedió todo esto?, ¿qué sentido tiene cantar si nadie te escucha?, ¿cómo viviré con tu fantasma?, ¿debo arrancarme los ojos? La música termina siendo el espacio del encuentro, la reconciliación, el perdón.
No hay película de Woody Allen que me decepcione. Algunas me maravillan, otras simplemente me divierten. Por supuesto que su producción es dispareja. Ha filmado películas regulares, películas buenas y películas geniales. No podría ser de otra manera, si durante cuatro décadas ha escrito y dirigido una cinta por año. Pero aún la menos lograda, la más floja de ellas es disfrutable, agradecible. Desde el momento en que se apaga la luz se anuncia el mundo de Allen: el jazz más clásico y los créditos en blanca letra Windsor alargada sobre un fondo negro. Escuchar esa música, reconocer esa tipografía es sonreír al entrar a la casa de un viejo amigo en donde uno reconoce personas, muebles, adornos entrañables. Que los chistes del amigo sean los de siempre, que sus anécdotas, que sus quejas sean las habituales no es fastidioso sino encantador. Ningún director de cine ha logrado generar esa sensación de familiaridad como lo ha hecho Woody Allen.
Blue Jasmine es la mejor película de Allen en muchos años. En esta cinta, el director regresa a Nueva York, su barrio, pero descubre la desigualdad. El psicoanalista se vuelve sociólogo. La película no es otro autorretrato de una élite en el aire sino el cuadro de una élite enfrentada a la penuria que ella misma ha provocado. No puede dejar de verse esta película como la más política de su filmografía: una denuncia de los Madoffs y del país con desigualdad tercermundista. Cuenta la historia de una mujer que se desploma, que se desintegra. No es solamente el cuento de su caída sino más bien, el retrato de su vacío. Vivió a todo lujo en Nueva York de la fortuna de un estafador, empeñada en no ver lo evidente: sus mentiras, sus crímenes, sus engaños. Se vio obligada a refugiarse en San Francisco, con su hermana a la que esnobea constantemente. Jasmine es falsa desde su nombre. La bautizaron Jeanette pero le pareció vulgar y cambió nombre, como si comprara el vestido de un nuevo diseñador.
Con maestría, Allen teje la historia columpiándose entre tiempos y lugares: de Nueva York a San Francisco, de la engañosa prosperidad a la desdicha disfrazada. La actuación de Cate Blanchet como Jasmine es extraordinaria. La actriz logra encarnar a una escultura de elegancia que, en el fondo, es una mujer de arena. Una mujer tan partida en la cúspide como en el abismo. Maniática e insufrible, Jasmine no es nunca ridícula. La actuación de Blanchet le imprime una complejidad al personaje que lo hace cercanísimo. Hay quien ha visto crueldad en este retrato del desmoronamiento. En su comentario para el New York Review of Books, Francine Prose describió la película como una experiencia insoportable: asistir, entre risas del público, al ahogamiento de una mujer. Una cinta snuff en donde una mujer es golpeada, torturada y humillada. No la veo así. No me parece que la película de Woody Allen sea abusiva sino, por el contrario, me parece una cinta particularmente sensible. Jasmine, como otros personajes del director, es un ser humano que encuentra intolerable el mundo, que no logra insertarse en él y que ha tenido que refugiarse en la irrealidad. El naufragio de Jasmine, más que acercamiento a sus delirios, su adicción al vodka y al Xanax, su mitomanía autodestructiva es una constatación de la soledad más profunda. Le habla al aire, no toca el piso, no toca a nadie.