Hoy sale a la venta el nuevo libro de Richard Dawkins. La magia de la realidad trata de contagiarle a los niños (y a los no tan niños) el entusiasmo por la ciencia y la maravilla de sus hallazgos. Los capítulos son preguntas y las respuestas enfatizan el contraste entre el mito y el descubrimiento científico. Aquí explica de qué va:
Edge, ese club que se reúne virtualmente cada año alrededor de una pregunta, discute ahora qué idea científica merece ser jubilada. Científicos y escritores de todo el mundo responden cuál debe ser la idea que debemos retirar de la circulación.
Azra Raza, profesora de medicina de Columbia, cree que debemos dejar de creer que los ratones sirven para probar medicinas para humanos. Helen Fisher, antropóloga de Rutgers, combatiría la noción de que todas las adicciones son nocivas. Irene Pepperberg, investigadora de Harvard, rechazaría la idea de que el ser humano es una especie de culminación del proceso evolutivo del planeta. Para Richard Dawkins hay que superar el «esencialismo», el enemigo del gradualismo de la evolución. A.C. Grayling cree que debemos dejar la idea de que la explicación más simple debe prevalecer frente a la compleja. La psicóloga Alison Gopnik cree que debemos dejar de hablar de actitudes innatas. Ian McEwan rechaza la propuesta misma: no hay ideas desechables: nunca sabes cuando una idea vieja volverá a resultar valiosa. Jared Diamond coincide: la ciencia no se construye sobre un panteón de ideas superadas.
En años anteriores Edge ha discutido
Vuelvo a leer el primer párrafo del primer capítulo del Informe contra mí mismo. Quisiera copiarlo entero porque no le sobra nada y porque sintetiza un proyecto, más que literario, vital. Me callo para dejar que Eliseo Alberto hable:
La historia es una gata que siempre cae de pie. Amigos y enemigos de la Revolución cubana, compañeros y gusanos, escorias y camaradas, compatriotas de la isla y del exilio han reflexionado sobre estos años agotadores desde las torres de la razón o los barandales del corazón, en medio de una batalla de ideas donde el culto a la personalidad de los patriarcas de izquierda y de derecha, la intransigencia de los dogmáticos y las simulaciones de ditirámbicos tributarios vinieron a ensordecer el diálogo, en las dos orillas del conflicto. La soberbia suele ser mala consejera. La humildad también. A medio camino entre la inteligencia y la vehemencia, regia y afable, está o puede estar la emoción, ese sentimiento de ánimos turbados que sorprene al hombre cada vez que se sabe participando en las venturas, aventuras y desventuras de la historia, bien por mandato de la conciencia, bien por decreto de una bayoneta apuntalada en los omóplatos. Una crónica de las emociones en la espiral de las últimas cinco décadas del siglo XX cubano, podría ayudar a entender no sólo el nacimiento, auge y crisis de una gesta que sedujo a unos y maldijo a otros sino, además, explicarnos a muchos cuánto, cómo y por qué fuimos perdiendo la razón y la pasión. La razón dicta, la pasión, sólo la emoción conmueve, porque la emoción es, a fin de cuentas, la única razón de la pasión.
Dejar un testimonio fue para Eliseo Alberto un deber filial. “No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro sino para dar testimonio” había escrito su padre, el poeta Eliseo Diego, en una dedicatoria a sus hijos. Dar testimonio. La crónica de su medio siglo no es una reconstrucción de hechos, no es un alegato frente al tribunal de la historia (que también es una gata que se defiende bocarriba), no es autorretrato con el pintor en primer plano. Es el albergue de sus amistades, de sus fantasías, de sus miedos, de sus muertos, de sus desilusiones, de su culpa. “De tanto callar, tanto silencio casi nos deja mudos. Que levante la mano el que no bajó la cabeza ante aquellos argumentos, que tire la primera piedra quien no se puso el tapabocas en las cuerdas vocales, al menos quinientas veces en su vida.”
La crónica de las emociones se levanta de ese modo como una casa. Una casa con ventanas y con fantasmas. La historia de su memoria, la historia de los suyos no es suya en exclusiva. Es de los cubanos de la isla y de los de fuera. Es el gozo de la música y el miedo al caudillo; es la imagen sublime de sus poetas y la hastiante consigna, es el humor y la tragedia. Somos dueños y esclavos de la memoria, dice él. Tal vez, somos sus residentes y esculpimos con letras sus paredes. El testimonio de la emoción es la casa que derrota al olvido. “Sólo mis olvidos se irán conmigo un día de éstos, como una pila de huesos más—que ya no serán míos ni de nadie.” Su memoria seguirá siendo suya y nuestra.
Kim Jong Il, el amado camarada del PT, fue un devoto del cine. Publicó un libro sobre el arte de la cinematografía donde compara al director con un comandante revolucionario y coleccionó miles y miles de películas. En 1978, como ministro de cultura, tuvo a bien secuestrar al director surcoreano Shin Sang Ok (y a su esposa) para gloria de un arte a la altura de la doctrina Suche. De esa colaboración surgió Pulgasari.
Alfred Brendel ha dejado los conciertos. Desde hace tiempo, el gran pianista no se pone traje de pingüino para tocar las grandes sonatas del repertorio clásico en las salas más famosas del mundo. Se ha concentrado en la literatura; ha publicado ensayos, libros de poesía
y dicta conferencias. Harold Pinter, al descubrirlo como poeta, dijo: “los mismos dedos creando un nuevo sonido.” Entre sus poemas aparece éste que me atrevo a traducir, a pesar de que ya ha brincado del alemán al inglés.
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitos¿y qué hay del huevo?
¿quién es el huevo?
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.
¡Carajo!Somos todo!
Gallo, gallina, pollo, huevo y zorro. Todo eso somos.
Apartado de las salas de conciertos, Brendel empieza a frecuentar ahora las salas de conferencias. Tiene ya programada una buena serie de charlas en universidades de Estados Unidos en donde hablará sobre el humor en la música clásica. El lunes lo pude escuchar hablando de este tema en una pequeña sala de la Universidad de Nueva York. Un Brendel descorbatado se sienta al piano intercalando la lectura de un ensayo admirablemente compuesto con ejemplos al teclado. A decir verdad, la idea no es nueva en Brendel. Ya había publicado un ensayo sobre el tema en un volumen que se recogió para homenaje de su gran amigo Isaiah Berlin. Vale recordar que, en los funerales del gran biógrafo de las ideas tocó precisamente Brendel el andantino de la sonata en La Mayor, de Schubert.
Brendel, quien respondió un cuestionario declarando que su ocupación era reír, se pregunta en su conferencia: ¿tiene que ser enteramente seria la música clásica? Por supuesto que no, contesta Brendel y examina, frente al piano, distintas piezas que mueven a la risa. ¿Por qué nos llaman a reir? ¿Qué hace que un lenguaje sin palabras resulte gracioso? El pianista convertido en conferenciante se ha adentrado como pocos a la estructura de las piezas que interpeta. Sabe bien que, si el auditorio no se ríe al final de tal pieza, la ha interpretado mal o la sala está durmiendo. Trae a la conversación cartas y estudios sobre las sonatas de Haydn y toca fragmentos de las variaciones Diabelli de Beethoven.
Alfred Brendel, admirador del dadaísmo, coleccionista de máscaras antiguas y de erratas en los diarios, cita en su conferencia a Jean Paul Richter, para quien el humor es lo “sublime en reversa.” El pianista subraya en la interpetación y en la gesticulación, las líneas que tienen un claro efecto cómico. Rasguños al orden perfecto de una pieza. Giros de ironía sobre la monumentalidad músical. Cambios que rompen las expectativas del oyente con un cambio súbito de tonalidad. Exageraciones que transforman la música en caricatura. Burlas sonoras. Fraseos que contrastan personajes musicales. Hay piezas que no pueden empezar a tocarse con el seño fruncido, como si se estuviera tocando al solemne de Chopin, dice. Y hay piezas que no merecen al final la corona del aplauso sino la recompensa de la carcajada.
Un incendio en medio del desierto y la espalda desnuda de Charlize Theron. Dos secretos: ¿qué provocó el fuego en el centro de la nada?, ¿de dónde viene el hielo de la belleza? Esas son las dos primeras escenas de Fuego, la nueva película que Guillermo Arriaga no quiere que sea suya. Él escribió el guión y la dirigió pero insiste en que esta película no tiene propietarios: es el trabajo de todos los que participaron en ella.
A pesar de que en los créditos no aparezca la leyenda “una película de…”, la pluma de Arriaga es notoria desde el principio. Sus conocidos empeños narrativos son bien visibles: historias, lugares y tiempos que se entretejen para mostrar un complejo arco de emociones. Un cine repleto de alegorías, fascinado por nuestras sombras; nublados rompecabezas que indagan el tormento de la culpa y el anhelo de redención; perturbadores parentescos de sangre. Arriaga regresa al territorio que conoce. Vuelve a decir lo que ha dicho, y lo dice de la misma manera en que ya lo ha dicho. El amor prohibido, la animalidad humana, la insufrible sobrevivencia. La cinta muestra con gran elocuencia el peso de los dolores viejos. La estructura misma de la película enfatiza la cicatriz sobre la herida. Más que la tragedia, su perseverancia. Arriaga reconoce sus tics literarios y se escuda en una fórmula de Sábato: no somos nosotros quienes elegimos nuestras obsesiones, decía Sábato. Ellas nos escogen.
La fotografía es espléndida, las actuaciones magníficas, el libreto en general funciona (aunque tropieza en un par de ocasiones) y los relatos andan a su ritmo. Este llano en llamas (así se titula la película en inglés: The Burning Plain) es una película de hechura impecable. Pero lo que se extraña en esta cinta es osadía. El cazador no tuvo el valor para rechazar la comida congelada (aunque haya sido preparada por él mismo) y salir a la aventura de la caza. El talento del escritor se tumba en sus hábitos. Por supuesto, Guillermo Arriaga insiste en trasquilar la cronología y en desintegrar los mapas. El problema es que el acertijo no engancha emocionalmente como lo consigue 21 gramos, su obra maestra. Es que ahí la ruta enigmática de las narraciones no es meramente un crucigrama intelectual, sino una brutal exploración de intimidad. En fuego se repite el desafío al espectador que es llamado a acomodar las piezas de varias historias, pero el reto se vuelve superficial en lo emotivo y bobo en lo detectivesco. Los habitantes de esta “obra de cine” no alcanzan la complejidad que los haga entrañables. Los hilos de las historias se van enlazando poco a poco y se descubre finalmente el lazo entre el fuego en el desierto y la helada sexualidad, pero las vidas no conforman volumen. Después de coser los trozos en el lienzo de lo inteligible, aparece un melodrama extraordinariamente simple. La película vale la pena por las admirables actuaciones de Charlize Theron y de Kim Basinger, pero ni su maestría actoral logra insertar vida a los personajes. Este fuego, más que un llano ardiente, es fuego plano.
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La previa gira de Madonna a México recibió la bendición del escándalo. La iglesia se ofendía por sus imágenes y algún político pedía censura: la juventud mexicana podía ser pervertida por esa exhibición de licencias. Era la Madonna que Camille Paglia celebraba como ejemplo de un nuevo feminismo: un llamado a las mujeres a ejercer el poder de su sexualidad. En 1990 la policía amenazaba con apresarla durante sus conciertos si se atrevía a profanar los símbolos de la fe. Steven Meisel la había retratado poco después en Sex, un libro que combinaba pornografía y moda para la mesita del café. Ahora llega a México como representante de una industria musculosa, profesional, vibrante e inofensiva. La presencia sacrílega de antes se ha vuelto signo de autoridad, con todo y trono. La insolente jovialidad transformada en perseverancia por la tenacidad del gimnasio y las efectivas enmiendas del quirófano.
Antes los poderes se sentían intimidados por la iconoclasta que mancillaba signos, que rompía roles, que subvertía el pudoroso orden de las vestimentas. Ahora, el auditorio que la recibía en México parecía una reunión de la república. ¿Llegó Monseñor Rivera al concierto? Un evento social del establishment. Sus conciertos fueron alguna vez pinchazos de brasieres expuestos; cáusticas profanaciones envueltas en tonadas fáciles. Su concierto reciente advertía desde el título que sería pegajoso y dulce. El espectáculo que se presentó hace unos días en el Foro sol fue, como ya han dicho otros, más aeróbico que erótico. El nuevo concierto de Madonna, decían en el New York Times, es una especie de entrenamiento con música de fondo y pantallas en movimiento. La artista convertida en atleta. El concierto glorifica la resistencia de una mujer que ha cruzado el medio siglo. La fuerza de Madonna parece intacta. Madonna despliega sus músculos, brinca la cuerda, baila, corre, sube y baja mil veces. No se cansa, no tropieza, no jadea. A veces desentona, pero no importa mucho. Nadie fue al Foro Sol a ver a una cantante. Fue a vivir la experiencia de un concierto de Madonna. A decir: yo fui a un concierto de Madonna. En efecto, el espectáculo es memorable no solamente por la fama y la leyenda de la protagonista sino porque funciona en lo básico: logra engullir al auditorio y fundar un tiempo en sus ritmos. Un espectáculo de factura impecable que revela una disciplina de látigo, una obsesión por lo perfecto.
La dispersión de evocaciones es desconcertante: un fallido misticismo, personajes de Keith Harring, un tubo de table-dance, rayos laser, flamenco, ritmos gitanos, algo de tango y mucho hip hop. El homenaje a la juventud que resiste las décadas, la celebración del profesionalismo no encuentran en el concierto aquel poderoso complemento de la herejía. No puede dejar de sentirse cierta nostalgia por aquella sacrílega, por aquel pop tan eficazmente provocador de las buenas conciencias. Los intentos están ahí pero no muerden. Madonna quiere seguir pellizcando convenciones pero simplemente produce un gran espectáculo en donde la tecnología visual es, quizá, lo que más embruja: pantallas cilíndricas que proyectan agua, enormes estelas en movimiento para danzarines virtuales. El concierto se politiza toscamente al desplegar inmensas imágenes de buenos que salvarán al mundo: Oprah y Bono, Mahatma Gandhi y Barack Obama. Hace unos meses, en sus conciertos preelectorales, su punzada fue tan sutil que contrastaba este equipo de héroes con la banda de los malos: Hitler y John McCain. La uña ya no raspa piel viva.
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
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