En el suplemento Campus de Milenio, Jorge Medina Viedas expuso su desacuerdo sobre mi artículo sobre el Doctor Narro. Me parece una crítica razonable a mi argumento y mi estilo. Aquí se publica nuestro intercambio.
El Times Literary Supplement ha publicado una lista interesante con los libros que, a su entender, han sido los más influyentes desde la Segunda Guerra. El suplemento revisa una lista similar publicada hace varios años. Advirtiendo que no repara en el mérito sino en el impacto de los libros, ofrece un buen panorama del debate intelectual de las últimas décadas.
Se ha publicado recientemente un retrato de Lucian Freud hecho de conversaciones con quienes lo conocieron de cerca: amigos, familiares, galeristas, gente que posó para él. Georgie Grieg, el autor de este libro escandaloso y conmovedor, ha juntado los pedazos para armar una biografía íntima del artista: cientos de amantes, muchos hijos a los que apenas conocía mientras retrataba, deudas, pleitos, enemistades. Casi nadie tenía su teléfono; cada relación aislada del resto.
Ese es el título de la famosa pieza de Damien Hirst. El artista checo David Cerný ha sacado el tiburón y ha puesto a Sadam Hussein:
Publicado en Plural en agosto de 1972.
«Al predicar la duda absoluta frente a las ideas recibidas, Fourier nos enseña a confiar en el cuerpo y en sus impulsos; al exaltar la desviación también absoluta, de todas las morales, nos muestra que el camino más corte entre dos seres es el de la atracción apasionada. Los ‘sueños’ de Fourier no son fantasías: son la crítica de la sensibilidad y la espontaneidad contra las camisas de fuerza de los sistemas y las abstracciones.» Octavio Paz: «La mesa y el lecho: Charles Fourier», en el Tomo X de sus Obras completas.
Quinientos números ha publicado la revista nexos. Este mes puede encontrarse en todas partes la edición que despliega la imponente cifra en su portada. Se trata, sin duda, de un acontecimiento que merece celebración. Acostumbrado nuestro medio a esas publicaciones religiosas que salen si dios quiere y que subsisten de milagro, la longevidad de un espacio cultural como nexos es una verdadera hazaña. Más de cuarenta años de estimular la comprensión y la crítica de la realidad.
El primer número apareció en enero de 1978. Era una revista sin tapa que rechazaba, desde su nacimiento, la mayúscula en su nombre. Habían pasado diez años de la represión estudiantil, dos años del golpe a Excélsior y apenas unos meses de la reforma política del 77. Como recuerda Enrique Florescano, su primer director, al país le urgían canales respiratorios. Nexos quiso abrir esas vías de oxigenación a través de una crítica rigurosa y de la ventilación de distintos saberes y sensibilidades. De ahí el nombre. Si bien podríamos decir que la revista no ha podido liberarse de la idolatría política que sojuzga a nuestra era, también debemos apuntar que ha hecho mucho para poner en contacto lo inconexo. Como toda revista, nexos ha sido fiel a sus preocupaciones esenciales. La política de hoy y la de ayer, el cambio democrático, la precariedad del orden legal han sido obsesiones de la revista. Pero haríamos mal en ubicarla como una revista meramente política. Lo que se propuso el grupo fundador desde su inicio y lo que han conseguido en buena medida sus continuadores es alentar el encuentro de esas culturas que apenas se hablan. Sus primeros colaboradores daban cuenta de su aspiración dialogante. Autores que hablaban de historia y de geofísica, que compartían hallazgos médicos o antropológicos, que hacían crónica y crítica de arte. Lo decía el anuncio de aquel primer número: “Nexos quiere ser lo que su nombre anuncia: lugar de cruces y vinculaciones, punto de enlace para experiencias y disciplinas que la especialización tiende a separar, a oponer incluso.”
La revista emergía de la academia en busca de lectores. Salía del cubículo para llegar al puesto de periódicos. De la jerga profesoral al lenguaje común. Hace un par de años, Luciano Concheiro, Ana Sofía Rodríguez y Álvaro Ruiz Rodilla formaron una antología de las décadas de nexos. Se celebraban entonces los cuarenta años de la revista. En los dos tomos que entonces publicó el Fondo de Cultura Económica en su colección de Revistas mexicanas puede constatarse que nexos ha hecho mucho más por la cultura mexicana que tomarle el pulso al poder. Quien recorra ese fresco encontrará a José Emilio Pacheco pensando en la naturaleza de los clásicos. Leerá el retrato que Luis Cardoza y Aragón hizo de Breton y Aragon, “hermanos enemigos” y la crónica berlinesa de José María Pérez Gay. Podrá reencontrar la crítica que hacía Cuauhtémoc Cárdenas al proyecto del TLC en los noventa y también el reportaje de Alma Guillermoprieto sobre la violencia en Medellín. Se confrontará el lector con el mejor registro de esa década sangrienta que se prolonga hasta nuestros días en vecindad con textos de Magris, Nélida Piñón y García Márquez. De página a página de nexos, puede el lector brincar de un mundo a otro, ha dicho Héctor Aguilar Camín, el editor a quien los lectores de la revista tanto debemos
Acostado es una caja, pero si se levanta parece una lápida. Así lo describe la propia creadora: una lápida. Nox, el cuaderno que Anne Carson hizo a la muerte de su hermano es un epitafio en forma de libro. Un abanico hecho de poemas, citas, fotografías, papeles manchados, timbres postales, garabatos, párrafos tijereteados. Este libro puede ser una de las mejores puertas de entrada al universo poético de Carson, quien hace unas semanas ganó el Premio Princesa de Asturias. El mundo de la poeta canadiense es una recámara de imágenes, voces antiguas, brillos y ecos. Papeles del día, recibos, fotos, flores que van secándose. Ensayos y divagaciones, exploraciones filológicas, lecturas. Una arqueología de lo más íntimo que se ilumina con destellos de poesía. Una vasija rota envuelta en hiedra. Nox es más que escritura: piezas que unaa doliente recaba para sujetar de algún modo lo que se ha ido.
Cuando Michael murió en Copenhagen, la noticia tardó semanas en llegar a su hermana. Su viuda no tenía su número telefónico. Hacía veinte años que los hermanos no se veían. Habrían hablado por teléfono, si acaso, unas seis veces en todo ese tiempo. Michael había huido de casa en 1978, al parecer, para evitar la cárcel. Su paradero era un misterio. Usaba pasaportes falsos, se inventaba nombres. Vivió en la calle. De repente llegaba a casa de la familia una postal sin dirección de remitente y con un sello de la India o de Francia. Y con separación de años, una llamada breve y absurda.
La primera inscripción del abanico es un poema de Cátulo a su hermano muerto. Vengo a “hablar inútilmente a tu muda ceniza.” El poema en latín mecanografiado por Carson aparece pegado a la hoja. Se perciben en el facsímil las arrugas de un papel delgado y un color amarillento que le viene de una noche sumergido en una taza de té. Las páginas que se despliegan a la izquierda componen un diccionario personal que recoge el vocabulario de la pérdida. Tocar la pérdida es dialogar con el poeta romano, reescribir sus letras. El libro-lápida es, en algún sentido, una versión, un diálogo, una ampliación de la elegía de Cátulo. Después de trabajar durante años en ese poema, dice ella, llegué a la idea de que la traducción es buscar el interruptor en un cuarto oscuro.
Hubiera querido llenar esta elegía con luces de todo tipo. Pero la muerte nos vuelve avaros. No perdamos más tiempo en ello, él está muerto. El amor nada puede cambiar. Las palabras nada pueden añadir.
La poesía de Carson recurre más la yuxtaposición que a la imagen. Costura de muchos paños: la tinta de la carta y la cátedra de la erudita; la voz de un subsuelo milenario y el sonsonete de las pantallas de esta mañana. La elegía a su hermano es la invocación de un desconocido. Doble irrealidad: el vacío de la muerte y la incógnita de la vida. Megan O’Rourke, en su reseña del Newyorker, dice bien que el acordeón de esta elegía explora el significado de no entender.
Anne Carson escribió también un poema al que tituló “Epitafio”. Esta es la versión de Jordi Doce:
Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer
Por un pozo, escucha.
Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia
Estallar.
Hace un par de semanas se estrenó una nueva producción de Oleanna en el teatro El granero de la Ciudad de México. La traducción es de Daniel Pastor; la dirige Enrique Singer y actúan Juan Manuel Bernal e Irene Azuela. La obra de David Mamet se presentó por primera vez en Boston, hace casi veinte años. Aparecía justo en el momento en que estallaba el primer gran escándalo de acoso sexual en la política de los Estados Unidos. En las audiencias del Senado para confirmar a un ministro de la Suprema Corte se escuchaban a una antigua colaboradora del candidato relatando con detalle las insinuaciones ofensivas de Clarence Thomas. La obra de Mamet aborda el tema del acoso sexual. Algunos vieron en ella un alegato antifeminista: una burla a las válidas denuncias de la cultura machista. El tema del acoso está presente en la obra pero su núcleo es otro: el poder.
He visto la obra en su versión cinematográfica y ahora en esta producción. En ambas ocasiones he pensado que el gran libreto de Mamet no ha encontrado la escenificación que merece. La obra sigue el empedrado diálogo entre un maestro arrogante y una estudiante retraída. La escenografía de la puesta en la producción mexicana es igualmente sencilla: una mesa y dos sillas. Las piezas del mobiliario giran entre actos. Los vuelcos dramáticos de la obra son subrayados así con el gesto casi imperceptible de la rotación. El movimiento permite a todos los espectadores del teatro ver de frente a los actores sucesivamente. Pero más allá de eso, sugiere la vuelta de un tornillo: el opresivo tornillo del poder. Oleanna evoca la perversidad del mando, la perversión de su lenguaje y la ignominia de su traslación. Tan abusivo el poder en su ejercicio, como en su escarmiento. Contrastan en la obra dos formas de sometimiento. La primera se envuelve en formas paternales pero es fatua, petulante y autoglorificadora. Tras la verborrea de un discurso alternativo, bajo la fraseología de la rebelión académica, mediocres ambiciones. La segunda se enfunda en la reivindicación del grupo pero no es más que el reflejo del resentimiento. Los antagonistas que se enfrentan durante la obra disfrutan de su mezquino imperio. El catedrático esculpiendo el monumento a sí mismo; la estudiante saboreando la represalia. Cada uno juega con el muñeco que fabrica en su imaginación. El profesor se solaza en la ignorancia de su alumna; ella se enorgullece al aniquilar al despotismo en efigie.
Sellada por la subordinación, la comunicación entre ellos es imposible. Ni siquiera el inocente intercambio sobre el clima cruza el abismo del poder. Cuando las palabras quedan imantadas por la enemistad, ni el trivial saludo alcanza la otra orilla. El buenos días puede ser escuchado, en efecto, como un insulto. ¿Buenos días? La densidad verbal de la obra de Mamet está estupendamente bien servida por la traducción de Daniel Pastor. Todo conspira contra la comunicación: la vanidad alimenta la inseguridad; la soberbia bloquea la comprensión; el resentimiento cierra los oídos y endurece los prejuicios. En un espacio diminuto dos personas son incapaces de estar juntos y escucharse. Uno atiende el teléfono; la otra se ha detenido en su pasado.
La escena de Oleanna se sacude en un par de ocasiones: la aparente tersura del primer acto estalla en el desenlace. Los papeles se invierten pero el artefacto del abuso queda intacto. En el pequeño universo del teatro se representa así la órbita maldita de la política. El movimiento rotatorio del poder—eso que, en homenaje al sendero de los planetas, llamamos revoluciones—no limpia nada.
Se nos dice una y otra vez que los días del libro están contados. Que las bibliotecas serán, tarde o temprano, depósitos de cosas inservibles, que sólo leeremos ya en pantallas. Que la letra ya no descansará en papeles sino que brincará en foquitos diminutos para formar letras y palabras. Sólo la nostalgia, nos dicen, explica el apego a la tinta y el papel, el gusto por el movimiento de las hojas y el lomo de los libros. No desconozco las maravillas de los dispositivos electrónicos. Cargar veinte volúmenes en una tablita es fantástico, más aún si la lámina nos sirve también para ver una película o enviar un correo. Pero el libro es cuerpo o no es. El libro no es sólo el depósito de un texto, es un habitante del mundo con personalidad propia. Una nueva edición de un clásico le inyecta otro sentido: la portada, su diseño, el gramaje de las hojas, la composición de las páginas, la tipografía. Todo eso imprime significado al texto. Para el kindle un libro es sólo un arroyo de letras que transcurren. No hay arreglo gráfico, no hay una disposición pensada de grafías y espacios. Mucho se pierde en esa árida neutralidad. La adhesión afectiva, emocional a un libro no es mera cercanía con ese fluir de palabras y signos que dan forma a una idea, sino apego a un objeto que se ve y se carga; que huele y que acumula físicamente emociones. Las marcas del tiempo en su cubierta, el boleto de un concierto atrapado en sus páginas, el café que lo manchó esa tarde, la visible huella de las lecturas en su filo. Pistas de los lectores que hemos sido.
Pienso en esto a partir de la nueva novela de Jonathan Safran Foer. Se trata de un libro escrito a la sombra de otro. El “escritor” encontró su novela dentro de otra. Se armó de un cuchillo y fue cortando palabras, oraciones y párrafos enteros, preservando voces sueltas, frases y algunos signos de puntuación para dar forma a su relato. Así lo publica: como un libro de hojas perforadas. Las páginas contienen unas cuantas palabras circundadas por ventanales de vacío. Detrás de cada boquete se asoman las letras de otra hoja. Jonathan Safran Foer, un novelista de gran éxito a quien conozco más por su vegetarianismo que por su literatura, partió de su novela más querida para dar con su cuento. El libro de origen es La calle de los cocodrilos, del polaco Bruno Schulz. Safran Foer escribió el prólogo a esa novela para Penguin, pero no le bastaba explicarlo, quería hacer algo con esa novela. De ahí nació la idea de formar con las palabras de Shulz (sólo unas cuantas de ellas), una novela nueva, un relato original incubado en aquel cuerpo. Tree of Codes, se titula esta desescritura y es publicada por Visual Editions, una pequeña editorial inglesa. La novela parece, en realidad, un homenaje escultórico a la materialidad del libro. Cada hoja abierta con la precisión de un bisturí afirma la existencia material del libro, la vida física de las hojas.
El lector de un libro no espera pasearse entre hojas perforadas. Pero esas delicadas amputaciones a la novela de Shulz sirven bien para subrayar corporeidad. El libro no es el imparcial continente de un texto: es cosa. Recuerdo con esto a Ulises Carrión y sus reflexiones sobre el libro, la literatura y los signos. Decía el artista veracruzano que un escritor no escribía libros: escribía textos. “Un libro es una secuencia de espacios” “Un libro, insistía, no es una caja de palabras, ni una bolsa de palabras, ni un portador de palabras.” El futuro, sugería Carrión implicaría que el artista, más que escribir textos, compondría libros. El escritor, y ya no solamente el editor, deberían ser conscientes del cuerpo del libro. El autor habrá de responsabilizarse de su libro y no solamente de su texto.
La coexistencia de medios para la difusión y conservación de textos convoca al aprovechamiento de las posibilidades de cada vehículo. La pantalla no matará a la hoja. La tinta en el papel no desmerece frente a las bondades de las pizarras electrónicas. Hay mucho que exprimirle a la gramática de los pixeles pero nadie nos arrancará los deleites de la página impresa.
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