Simon Critchley y Jamieson Webster publican en el espacio que el New York Times le ha abierto a la reflexión filosófica un ensayo sobre la nueva espiritualidad. El mensaje de la industria de la autoayuda y el negocio del New Age se reduce a un mandamiento: sé auténtico. Los autores ven en esa filosofía un conformismo egoísta disfrazado en los lugares comunes del crecimiento personal. Las formas tradicionales de moralidad que llamaban a la cooperación para enfrentar la escasez se han colapsado para dar lugar a una cultura terapéutica que no requiere obediencia ni fe. Critchley y Webster lo llaman «nihilismo pasivo». «La autenticidad, ausente de cualquier referencia a lo exterior, es una evacuación de la historia.»
El candor de la autenticidad conduce muy pronto al cinismo: si pierdo mi empleo es mi culpa. Después de haber dido corrido, no solamente debo buscar trabajo sino sentirme avergonzado. Desde luego, si otros fracasan es porque no han encontrado en sí mismos la iluminación.
Critchley y Webster han publicado recientemente Stay Illusion! The Hamlet Doctrine.
Alain de Botton publicó recientemente un ensayo sobre los usos de la religión, una guía para ateos de los beneficios de la fe. El libro fue criticado severamente por Terry Eagleton como un proyecto impúdico de manipular las ideas de los otros en beneficio del orden. En congruencia con su tesis de que la religión puede enseñarle mucho a los incrédulos, de Botton, propone templos para ateos. ¿Por qué habrían de pertenecer a los religiosos los edificios más hermosos? Todo valor, sugiere el ensayista, merece un templo. El primero será un templo a la perspectiva. Una columna que representará la edad de la tierra. Cada centímetro equivaldrá a un millón de años. En la base de la estructura de 46 metros, un milímetro de oro representando la presencia del hombre en su planeta.
Graham Sutherland, el admirable pintor inglés, llegó tarde al retrato. El primero que hizo fue de Somerset Maugham. Le advirtió que se trataba de un experimento. El cuadro resultó potentísimo. Frente a su modelo, el vanguardista pensaba en dos formas de entender el arte en el que incursionaba: fidelidad o juicio. Registrar lo que uno tiene delante de sí o evaluar lo que se tiene en frente. El verdadero retratista logra las dos cosas: es fiel porque es punzante. Sutherland supo mejor que nadie lo que dolía el pellizco de la tela. Simon Schama cuenta la historia en su fascinante historia del retrato británico. La fama que pronto adquirió Sutherland como retratista llevó al Parlamento a considerarlo para una encomienda extraordinaria. Los parlamentarios querían ofrecerle un regalo a Winston Churchill que cumplía 80 años y pensaron en un retrato del primer ministro para que viviera por siempre en las galerías de Westminster. El retratista sería Sutherland. Posaría para él durante varios días. Fue, al parecer, un modelo incómodo. No estaba quieto. Hablaba demasiado. El mayor trabajo lo hizo el pintor en su estudio, con base en una serie de fotografías que le tomó. Al ver su retrato Churchill se mostró indignado. Le pareció espantoso. Llegó a escribirle al pintor que no creía correcto que se exhibiera públicamente. A pesar de ello, el parlamento lo mostró en el homenaje. El lienzo se descubriría en la ceremonia pública que trasmitía en vivo la BBC. Al recorrerse la cortina y admirarse el enorme cuadro, Churchill solamente acertó a decir: este retrato es un ejemplo notable del arte moderno. El mensaje era claro. El óleo era moderno porque era horripilante. La galería estalló en una carcajada. El pintor era humillado públicamente. El hombre de poder se vengaba de su retratista. Correría por parte de su esposa la venganza del retrato. Lo escondió en la bodega de su casa, pero poco después decidió destruirlo. Pasaría por el fuego para que no quedara rastro de la ofensiva tela.
El artículo completo puede leerse en nexos.
Autofotos en funerales es una galería en tumblr que registra esa morbosa costumbre de retratarse en velatorios. Desde agosto ha pescado en twitter imágenes que tienen textos como
«Adoro mi pelo hoy. Odio la razón por la que me arreglé. #funeral».
Es Obama quien se ha unido a la costumbre con su autofoto al lado de los primeros ministros de Dinamarca y de Gran Bretaña en el funeral de Nelson Mandela. Razón suficiente para clausurar la galería. Jason Feifer la abrirá nuevamente si el Papa se retrata en algún funeral…
Ha muerto John Tavener, seguramente el más popular de los compositores clásicos ingleses de nuestro tiempo. Su obra trasmitió a un público amplio la belleza y la profundidad de lo sagrado. Se han publicado varios obituarios. Aquí pueden leerse las notas del Guardian, del Independent, del New York Times, del New Stateman. Aquí puede leerse un homenaje de Robert Shingleton (recomendado por Alex Ross). En su nota cita a Tavener:
Mucha de la música moderna se empeña en la construcción de rompecabezas musicales. No digo, desde luego, que los compositores modernos no piensen en nada más que en música. Pero desde mi perspectiva, su música es una idolatría de los sistemas, los procedimientos y las notas. Si la verdad interior no es revelada en nuestra música, es falsa. Una cosa es seguir una inclinación espiritual y otra suponer que la idolatría del ‘arte’ es algún tipo de realización espiritual.
En la página del compositor pueden encontrarse notas sobre su trabajo y una guía a sus composiciones. En su última entrevista habla de su tardío descubrimiento de Beethoven y del proyecto que precisamente se estrena en estos días: música para los sonetos de Shakespeare.
El famoso cartel de Shepard Fairey de Obama es una de las imagenes más pariodadas del último lustro. Ahora él mismo rehace su estampa para respaldar al movimiento de OWS con una especie de petición al presidente:
El póster no gustó mucho. Los 'ocupas' de Wall Street percibieron que el cartel era condescendiente. Fairey cedió encontró un lema más correcto:
Con la desmesura del entusiasmo, Harold Bloom describió a William Shakespeare como el inventor de lo humano. Nada menos. Antes de Shakespeare había primates que eran idénticos a nosotros. La misma caja del cráneo, tantos dedos como los nuestros, los cromosomas de nuestra especie. Pero no eran en verdad hombres porque les faltaba el espejo de un genio. Solo los dramas y las comedias de Shakespeare le permitieron al hombre adentrarse en los laberintos de su personalidad. Hamlet, un hombre nacido de la imaginación, es nuestro padre. El verdadero Adán. Algo semejante ha hecho Andrea Wulf con Alexander Von Humboldt. La naturaleza es hoy lo que es para nosotros gracias al legendario viajero prusiano. Desde luego, no creó volcanes ni puso en movimiento los oceanos; no alumbró insectos ni reptiles. Pero lo que vieron sus ojos, esos órganos que Emerson describió como “microspopios y telescopios naturales”, define lo que entendemos hoy por naturaleza. Sin Humboldt veríamos otros bosques. De ahí viene el título de su libro más reciente: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, (Taurus, 2016). Gracias a Humboldt, la naturaleza aparece ante nosotros como una infinita red de conexiones que no está puesta a nuestro servicio. Sin apelar a un creador que le imprimiera sentido y dirección al mundo, la naturaleza era una delicada tela de relaciones. El hombre no es el rey de la creación; por el contrario, es un peligro para el delicado equilibrio de la vida.
La biógrafa sucumbe ante al atractivo del personaje. Su enamoramiento es francamente contagioso. El Humboldt que se va esculpiendo en las páginas del libro es, en verdad, un gigante. Un aventurero que quiso conocer y entender todo; un amigo de Jefferson y de Bolívar; una inspiración para biólogos y poetas; un observador apasionado, un auténtico embajador de cada pueblo que conoció; un sabio que convocaba multitudes. Con su nombre se han bautizado plantas, piedras, volcanes y montañas. Se le llegó a llamar “el Napoleón de las ciencias” pero el corso no lo quería. Humboldt estaba convencido de que lo odiaba. Seguramente era envidia. Napoleón, un hombre de auténtica curiosidad científica, llevaba cientos de expertos en sus expediciones militares. El trabajo de todos ellos concluyó en Descripción de Egipto, un libro de veintitantos volúmenes del que se sentía muy orgulloso. Y sin embargo, sabía bien que los libros de Humboldt, enciclopedias escritas a una mano, eran mejores que aquella empresa imperial. Antes de la batalla de Waterloo, Napoleón leyó las descripciones de su viaje al nuevo continente.
La estampa humboldtiana de la naturaleza es tan poética como científica. No había por qué imaginar un pleito de miradas. Contemplar las plantas con amor, describirlas con imaginación y elocuencia era parte del mismo empeño por apreciar los entresijos de su fisiología. Uno de los capítulos más interesantes del libro de Wulf describe la relación de Humboldt con Goethe. Compartían una pasión por la ciencia y, en particular, por la botánica. Humboldt le inyectaba energía a Goethe. Cuando Humboldt lo visitaba podía anotar cosas como estas en su diario: “Por la mañana corregí un poema, luego anatomía de las ranas.” Esa fue la gran lección con la que Goethe agradeció la ráfaga de sus descubrimientos: arte y ciencia son hermanas. La naturaleza, le llegó a escribir el viajero “debe experimentarse a través del sentimiento.” Goethe le había dado nuevos órganos al científico. Con ellos pudo conciliar la medición y la fantasía; el lirismo y la biología.
El presidente sugiere que leamos la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Me parece buena idea. Aunque en estos días se hablen pestes de ese ensayito, es una sugerencia que aplaudo. Por supuesto que es un texto que ha envejecido mal. Es posible que sea el peor texto de Reyes pero, aún si lo es, es infinitamente mejor que los textos con los que nos atragantamos cotidianamente. Nunca será mal momento para encontrarse con Reyes, así sea a través de la lectura de su lista del mandado.
Para promover el encuentro con este manual, el gobierno ha dispuesto su publicación con un tiraje extraordinario. La edición gubernamental no podría ser más fea y, sobre todo, más contraria al espíritu del texto y de su autor. Nada tan distante a la suave prosa de Reyes que la estética postiza del heroísmo. Fieles a la iconografía del oficialismo, los diseñadores de la edición ilustran las lecciones del regiomontano con estampitas de héroes. Sor Juana aparece, pero se le representa como una efigie marcial, un soldado que, desde Nepantla, intuía y anhelaba la cuarta y definitiva transformación de la patria.
Sería absurdo pensar que esas cuartillas puedan ser hoy una guía práctica de conducta. Mucho más absurdo, aún ridículo, el creer que pueda servir de base para algo tan aberrante como la “Constitución moral” del nuevo régimen. Muchos han hablado, y con buenas razones, de su arcaísmo, de su ñoñez, de sus prejuicios y de sus vacíos. Hay ejemplos de todo eso en ese texto que ha corrido con la peor de las suertes editoriales. Javier Garciadiego ha mostrado puntualmente esas desventuras en el prólogo a la Cartilla que pronto publicará El Colegio Nacional. Hay quien lo ve mocho, hay quienes lo encuentran machista y pudibundo. Yo creo que, a pesar de todas estas manchas y todos esos huecos, puede leerse con provecho como una invitación a pensar el bien, la dignidad, la convivencia y el aprecio del entorno. Para ello, habría que darle la bienvenida, antes que nada, a su tono. Es Reyes el autor de estas lecciones: ahí está su cordialidad, esa erudición sin alardes que hace suyos todos los siglos y todas las tradiciones.
Si el régimen quiere politizar este texto como insumo para uno de sus proyectos más insensatos, lo cierto es que Reyes es una vacuna contra el odio y sus simplismos, contra la idea de la política como perpetuación de la guerra. Ya decía el autor de la Visión de Anáhuac en una conmovedora carta a Martín Luis Guzmán que odiaba de la política esa tendencia a insistir en un solo aspecto de la realidad, fingiendo ignorar todo lo demás. Reyes, nuestro Montaigne, mira el pecho y la espalda de las cosas. “Tomar partido, decía en algún momento, es lo peor que podemos hacer.” Con todas sus telarañas, la cartilla es contemporánea porque defiende eso que pedía el historiador Tony Judt en sus últimos escritos: recuperar la dignidad del vocabulario moral. Sí: habrá que sumar y restar, habrá que examinar eficiencias y economías. Pero este mundo no puede cerrar los ojos al bien, la justicia, la equidad o la belleza.
Quien lea esta cartilla encontrará una defensa de la alegría y una burla de la solemnidad. Comprenderá que la tradición es vitalidad y no servidumbre a lo antiguo. Aprenderá también a distinguir la emoción patriótica de la manipulación nacionalista. Sabrá que hay que ser modestos frente a las sorpresas del azar para no caer en la soberbia. No es un viejo regañón el que advierte que el mal se asoma cuando enturbiamos un depósito de agua, cuando arrancamos la rama de un árbol, cuando lastimamos a un animal, cuando rompemos una piedra por la emoción que nos causa el poder de destruir. No es un nostálgico de los tiempos idos quien nos invita a conocer el nombre de las plantas para poder celebrarlas. El cuidado del entorno no es más que cariño por la casa que todos compartimos. La Cartilla nos recuerda que las ideas pueden ir y venir, lo que importa es la conversación.
El 12 de mayo de 2008, a las 2:28 de la tarde, un terremoto golpeó la provincia china de Sichuan. Fue un terremoto de 8 grados que mató a más de 80,000 personas. El movimiento de la tierra sacudió también la carrera de Ai Weiwei. El artista que publicaba constantemente sus apuntes sobre la sociedad, la cultura y la política china en un blog, dejó de postear. Había perdido las palabras que pudieran describir la catástrofe. Ante la magnitud de la tragedia, el gobierno chino reaccionó con el reflejo de todos los regímenes autocráticos: censurar y mentir. Era imposible conocer la dimensión de la tragedia. El poder se empeñaba en ocultar y en silenciar. Un hecho, sin embargo, afloró muy pronto. Los niños y los estudiantes habían muerto en proporciones extraordinarias. Estudiaban en cientos de escuelas mal construidas. Centros de educación levantados sin el mínimo cuidado que se vinieron abajo con el sismo. Los estudiantes muertos no fueron víctimas de una naturaleza desalmada. Murieron por la corrupción gubernamental.
Fue entonces que Ai Weiwei reanudó su blog, transformándolo en un centro de investigación ciudadana. Convocó desde ahí a llenar los vacíos de la información. Lo importante era contrarrestar el silencio y las mentiras del poder. ¿Quiénes eran los estudiantes? ¿Cómo se llamaban? ¿cuándo era su cumpleaños? ¿Qué estudiaban? ¿Dónde vivían? ¿Quiénes formaban su familia? Se formó entonces un equipo que se desplazó a la zona del desastre para entrevistar a las familias de las víctimas y recoger, en sus libretas, los datos. Muchos ayudantes de Ai Weiwei fueron arrestados, muchos archivos destruidos. Sin embargo, esa intervención alumbró verdad, dio nombre y rostro a las víctimas. En una exposición en Munich que hizo poco después, colocó 90,000 mochilas sobre la fachada del museo. En chino podía leerse la frase de una madre que perdió a su hija: “Lo único que quiero es pedirle al mundo que recuerde que ella vivió feliz por siete años.”
No es extraño que la tragedia de México toque tan profundamente al artista chino. Aquí ha encontrado otra expresión de la barbarie de este siglo. La más cruel de las violencias, la más extendida corrupción. Miles de seres humanos que desaparecen. Cadáveres sin nombre. Tumbas clandestinas. Y el olvido como amenaza. El Museo Universitario Arte Contemporáneo aloja en estos días una exposición que nos habla a la cara. “Restablecer memorias” no es un depósito temporal de obras que circulan por el mundo, sino una pieza que toca la herida mexicana. Como lo hizo en su país, Ai Weiwei fue al encuentro de las víctimas para registrar el dolor y la impotencia. Si su intervención no logra alimentar una esperanza, cultiva, por lo menos, el empeño de la memoria. En su conversación con Ai Weiwei, Cuauhtémoc Medina recuerda lo que el artista advirtió a los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “Necesitan mantenerse unidos y fuertes, porque estamos hechos de carne, nos cansamos, pero luchamos contra una máquina y las máquinas no se cansan.” El estado es una máquina infatigable. Su apuesta es la desmemoria de aquellos a quienes oprime.
Hace un poco más de diez años Alex Ross, crítico del New Yorker, publicó una historia sonora del siglo XX. El ruido eterno escuchaba las reverberaciones culturales y políticas de la música que por alguna razón seguimos llamando clásica. Ahora acaba de publicar otro trabajo monumental que aún no tiene traducción al español. Se trata de Wagnerismo. Arte y política a la sombra de la música.
Ross ha integrado una verdadera enciclopedia del universo de Richard Wagner. Más que un análisis de sus composiciones y de sus manifiestos, el libro sigue la pista de su influjo: un libro sobre la influencia de un músico en quienes no lo son. No la música, su eco. Ross advierte que el ascendiente musical de Wagner es importante, pero no extraordinario. No fue mayor al de Monteverdi, Bach o Beethoven. Pero el impacto que tuvo la obra y el personaje en las artes vecinas, el peso que tuvo en la cultura y en la política no tiene comparación. No hay tal cosa como bachismo. Ross sugiere que ningún artista en la historia ha tenido el embrujo de Wagner. Nadie ha hechizado como él la poesía, la arquitectura, la novela, la filosofía, la política.
El embrujo del que habla Ross es, ante todo, ambiguo. El monstruo, sugiere, susurra un secreto distinto al oído de cada oyente. Es cierto que Wagner no solamente escribió para el pentagrama y que quiso construir también una filosofía musical, para dejar en claro su utopía artística. Pero, como bien se detalla en este trabajo colosal, su pauta seduce las causas más contradictorias. La contradicción estaba, tal vez, dentro del mismo personaje. ¿Un genio despreciable? Así lo pensaba Auden. Creía que era el artista más grande que ha vivido jamás, y al mismo tiempo, una mierda absoluta.
Alex Ross recorre meticulosa y casi obsesivamente las huellas que dejó Wagner en la literatura y en el pensamiento; en edificios y en la historia misma. Wagner parece la presencia inescapable: de la poesía de los simbolistas a los helicópteros de Francis Ford Coppola en Apocalipsis. Del belicismo teutón a los monitos de Walt Disney. Ross no se queda con el impacto que su mitología tuvo en Adolfo Hitler, su admirador más siniestro, pinta el vastísimo universo de su seducción. Baudelaire le escribió alguna vez al compositor que su música lo reintegraba. “Me has devuelto a mí mismo,” le dijo en una carta. Tal vez esa inmersión la provocó en muchas audiencias, en muchas culturas: identificación personal y fantasía colectiva. Leyenda medieval para algunos, frontera del mundo para otros; origen y destino, patria y alma.
Nietzsche dijo que no había escapatoria. Uno tiene que ser wagneriano. Sugería que la fuerza del compositor nos llevaba irremediablemente a lo más profundo, lo más temible, lo más íntimo. Woody Allen advertía, quizá por eso mismo, que había que tener mucho cuidado. Cuando él oía Wagner más de lo prudente sentía la urgencia de invadir Polonia. Lo cierto es que la imaginación que enciende su música puede ser melodía de los ideales más contradictorios: la fraternidad y el genocidio; el racismo y el abrazo a los desamparados. Ross identifica así al Wagner comunista y al Wagner nazi, al Wagner feminista y al Wagner gay.
El libro de Alex Ross es, a fin de cuentas, una celebración de la manumisión del arte. La creación que adquiere vida propia. Una criatura que no obedece instrucciones. La música de Wagner no está atada a Wagner. La creación de un racista furioso puede alentar la causa de los derechos civiles y el orgullo negro. Existe, en efecto, lo que Ross identifica como “afrowagnerismo.” Por esa misma insumisión del arte, Theodor Herzl, el padre del sionismo moderno, pudo encontrar inspiración en el arte de un antisemita. El único descanso que tomaba el padre espiritual del estado de Israel, mientras escribía El estado judío, era para ir a la ópera a ver Tannhäuser. Al escucharla avivaba su fe. Sólo en las tardes en que no había función, cayó en la duda.
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Bueno, pero el fin qué: ¿este tipo es tu tío, primo o hermano? Acláranoslo, por favor.
A mi la que más me gusta de tu primo Werner es aquella de Aguirre o la Ira de Dios, Buenísima!