La música es de Philippe Verdelot, la letra de Maquiavelo.
La música es de Philippe Verdelot, la letra de Maquiavelo.
Una de las zonas de mayor impunidad en el país es el territorio del opinionismo. Junto con los obispos, los diputados y los policías, los periodistas y los opinadores vivimos en un planeta donde todo se vale. En este terreno impera la ocurrencia, se acepta el plagio, abundan la estridencia, los arranques de indignación, los golpes de pecho. Se adula rutinariamente el lugar común. Desde hace unas semanas un diario clandestino publica los apuntes de Carlos Bravo Regidor donde se propone: "ensayar una lectura distinta, más exigente, de la prensa y de lo que escriben los profesionales de la opinión. Una lectura que no se resigne a los arrebatos retóricos del descontento (“es el colmo”, “no se vale”, “ya nomás faltaba”) y que conciba la crítica menos como un género de la protesta y más como un experimento en la autorreflexión." Afortunadamente, sus artículos salen del secreto de la página impresa en su conversación pública.
En semanas y meses recientes se han publicado tres contribuciones importantes para examinar lo que pasó entre el año 2000 y el 2006. Tres testimonios, tres alegatos, tres crónicas que tratan de desentrañar lo sucedido: un relato firmado por el propio presidente Fox; el recuento de sus principales batallas, según el registro de dos colaboradores cercanos, y la crónica de esos años a partir de una revisión meticulosa de información periodística. La triple reseña está en hojaporhoja. De ahí tijereteo mi comentario sobre el libro "de" Fox:
Nadie que haya vivido en México puede sentirse decepcionado de La revolución de la esperanza, pero resulta difícil no sentirse ofendido. En el recuento de sus años como presidente de México, Vicente Fox no tuvo el cuidado de dirigirse al país que gobernó para reflexionar sobre su gestión, sobre aquellos que considera sus éxitos y los desafíos que ve hacia adelante. Fox firma un libro perceptiblemente tecleado por otro sin buscar siquiera la adaptación a México. Como ha recordado Fernando Escalante en su estupendo libro sobre los libros, en la nueva industria editorial se puede ser autor sin saber escribir. Es el caso de Fox. Su ghostwriter ha maquilado un texto con todas las fórmulas de los libros de famosos, sean políticos cantantes, o adolescentes con problemas de adicción: enternecedores recuerdos de infancia; anécdotas de sus encuentros con otros famosos; confesiones sentimentales y un aderezo de frases citables. El libro es insultante. Fox tuvo una voz en el discurso público mexicano. Hoy está de moda menospreciarlo hasta la burla. Pero era su voz, su tono, su estilo. Era desparpajado y ocurrente, muchas veces pendenciero. Pero también era auténtico, sencillo y, sobre todo, antisolemne. Esa voz no se escucha en este libro dizque escrito por Fox.
De ahí que nos enteremos, gracias a una atenta aclaración, que Los Pinos es “La Casa Blanca de México” y que pretenda vincular en cada párrafo lo que sucede en México con alguna película de Hollywood, con algún político de Washington o algún fragmento de la historia estadounidense. La mala traducción del libro original tiene resultados desastrosos: las muletillas y frases hechas que son comunes en Estados Unidos viajan muy mal al español. Repleto de anglicismos y referido abiertamente al público estadounidense, el libro muestra a un Fox que pretende retratarse como un revolucionario en la liga de Havel, Mandela o Martin Luther King. Describe al México previo a su esperanzada revolución como un típico país latinoamericano, gobernado por el típico dictador latinoamericano y saqueado por los típicos ladrones latinoamericanos. Fox se hace describir como un americano que ha querido vivir el sueño de América. .
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.
La palabra democracia se sella en prensa todo el tiempo pero su sentido sigue durmiendo. Nadie ha despertado aún la palabra tendida en tantos papeles. Una gran palabra y sin historia. La vida de sus sílabas está todavía por delante. Walt Whitman escribía esto en 1871 en sus Perspectivas democráticas. El tono de este ensayo exuberante es ácido, pesimista. La democracia proclamada no ha alumbrado aún al demócrata. El progreso material que el poeta advertía en el paisaje norteamericano contrastaba con una sociedad desalmada y vulgar. Una sociedad artísticamente estéril, espiritualmente desolada.
Las rejillas de la democracia institucional resultan ruindades para Whitman. Si recomienda la participación en la política pide al mismo tiempo distancia de los partidos. Serán útiles, quizá necesarios pero son brutales instrumentos del cinismo. Los traficantes de votos, esos salvajes partidos de lobos, lo escandalizaban. Los clubes políticos, crecientemente pendencieros e intolerantes, no obedecen otra ley que su interés. Pero ahí, en el mercado de los votos no estaba la democracia de Whitman. “¿Soponías, mi amigo, que la democracia era solamente para elecciones, para la política y para el nombre de un partido? La democracia tendría valor solamente en la medida en que pudiera ser escuela del genio. La tarea del gobierno no era legislar o castigar. El propósito del poder en “tierras civilizadas” era entrenar individuos para que pudieran gobernarse a sí mismos. Pero era mucho más que eso y no se limitaba en modo alguno a las funciones cívicas. La democracia para Whitman era el desenlace de una aventura cósmica: el largo trayecto de la humanidad hasta… Walt Whitman.
La emoción democrática de Whitman se encuentra por ello en su poema vital, antes que en su tentativa sociológica. En las palabras introductorias a Hojas de hierba ubica la majestad de Estados Unidos en el hombre común. Nuestra grandeza no está en los presidentes, las legislaturas ni en los embajadores, sino en el hombre sencillo de la calle o la granja. Ahí, en el hombre normal duerme el Gran Poeta. Por eso invoca a la democracia como cuna del verdadero genio. El poeta se vuelve de este modo, la llave del mundo. Sin su palabra, las cosas serían grotescas, ridículas, desquiciadas. Ese poeta del cuerpo y del alma es el gran árbitro, quien imprime proporción al mundo, quien pone las cosas en su sitio: un juez que no sentencia como un juez, sino como el sol cayendo sobre una piedra. El poeta norteamericano acoge continentes, alberga todas las razas, encarna la geografía, la vida natural, los ríos y los lagos. Sólo la camaradería de la sociedad democrática permite el alumbramiento del prodigio poético.
El régimen democrático, atmósfera más espiritual que política, no es para Whitman producto del ingenio sino conciliación con la naturaleza. El mundo natural despliega por todas partes lecciones de variedad y libertad que la política debe aprender. Sólo de la diversidad y de la autonomía puede brotar el artista. La democracia se vuelve una maceta para la irrupción mística del héroe: el creador que se contradice porque contiene multitudes. No es Walt Whitman, el redactor del Canto a mí mismo, sino su personaje, el hermano de Dios, quien culmina la aventura cósmica. Tras la era meteorológica, el tiempo vegetal y, luego, la era de las bestias. Finalmente, el tiempo del hombre y, en su cumbre espiritual, el hombre democrático. El universo recogerá al final de sus peripecias milenarias una recompensa definitiva: el poeta, su amante perfecto. Lo dice Whitman en el prefacio de Hojas de hierba:
Esto es lo que debes hacer: ama a la Tierra y al Sol y a los animales, desprecia las riquezas, da limosna a quién te la pida, defiende al tonto y al loco, dedica tu dinero y tu trabajo a los demás, odia a los tiranos, discute sin preocuparte de Dios, sé paciente y tolerante con la gente, no te quites el sombrero ante nada conocido o desconocido ni ante ningún hombre o grupo de hombres. (…) Cuestiona lo que te han dicho en la iglesia, en la escuela o cualquier libro, desecha lo que sea un insulto para tu alma y tu misma carne será un gran poema.
Jed Perl, crítico de arte en el New Republic, escribe sobre el activismo y el arte de Ai Weiwei. "El problema con la celebración del activista político es que insiste en utilizar el museo para su lucha."
Como artista, Ai Weiwei sigue enjaulado, incapaz de expresarse en el lenguaje de las formas, que es el único lenguaje que un artista puede conocer realmente. Un novelista podría lograr algo emocionante con el predicamento de Ai. Pero Ai no es un personaje de novela. Es un hombre que hace obras de arte. Son heladas como un hueso: los pensamientos y actitudes de un gran disidente político que permanece intocado incluso por una chispa de fuego imaginativo.
“Ningún escritor sensato cree en las entrevistas,” escribió Enrique Vila-Matas, en un artículo sobre el género que publicó hace casi diez años en El país. Como las preguntas que hacen los periodistas son casi siempre las mismas, la única manera que tiene el escritor para no morir de aburrición en los interrogatorios es inventar siempre una respuesta distinta a la misma pregunta. Por eso pedía que no se tomara muy en serio el género. Citaba a John Updike quien advertía ahí un fraude inevitable: en una entrevista uno dice algo de más o algo de menos a lo que quiere decir. Sugería algo más: el escritor que se deja entrevistar traiciona su propio oficio. Deja su terreno, que es el de la escritura, y se convierte en un charlatán cualquiera. Lo que el escritor dice está en sus novelas, en sus relatos, en sus poemas. De esa desconfianza viene aquella admirable carta-poema de José Emilio Pacheco a George B. Moore para negarle una entrevista: “importa el texto y no el autor del texto”, le dice. Nada tengo que agregar a lo que escribo:
Si le gustaron mis versos
¿qué más da que sean míos / de otros / de nadie?
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
Y sin embargo, la entrevista, cuando escapa de la trivialidad periodística, es un admirable género literario. La obra de Borges, por ejemplo, no está completa sin esos diálogos que capturan la chispa de sus reflejos, su humor, su erudición perfectamente metabolizada. Como bien dice Alejandro García Abreu, para ser literatura, la entrevista debe encontrar “un equilibrio de perspicacia e imaginación entre las partes, un gesto de complicidad, a la vez que deviene en un reto. Cuando el entrevistador sobrepasa los estándares del mero periodismo logra que el entrevistado ensaye oralmente, que elabore un texto inmediato.” Esa literatura que ha ido cultivando García Abreu durante años es recogida en su libro más reciente: El origen eléctrico de todas las lluvias. El libro publicado por Taurus salió de la imprenta en los días más severos del encierro. Quizá por ello no tuvo la recepción que merecía en las librerías ni en la crítica. Se trata de una colección de entrevistas que el crítico ha hecho durante una década con escritores, pensadores y artistas como Roberto Calasso, Jorge Edwards, Emmanuel Carrére, Claudio Magris, Norman Manea, Charles Simic o Monika Zgustova.
Salvador Pániker, el brillante dietarista catalán que publicó un par de libros de conversaciones, formuló una tesis que se conoce como el “teorema de Pániker”: “Todo entrevistado acaba reducido a los límites mentales del entrevistador”. Algo así dice Claudio Magris en el prólogo de la compilación: quien cuenta en la entrevista es el que plantea las preguntas. Frente a una pregunta insignificante, no hay quien pueda dar respuesta con sentido.
En las entrevistas de García Abreu se trazan líneas de una crítica instantánea y una autobiografía intelectual. La compenetración del crítico con la obra del interlocutor le permite adentrarse a la médula, estimulando en el creador una reflexión fresca y muchas veces aguda, sobre el brote de la intuición creativa, las diálogos ocultos, el vínculo íntimo entre una obra y la siguiente. La admiración del crítico le permite detectar la pasión esencial del creador. No encontraremos aquí una charla informal, espontánea, azarosa sino el despliegue de una estrategia sesudamente preparada por el cazador. El libro celebra la fricción de las inteligencias en la conversación. De ahí el título que proviene de una línea de Vila-Matas en Marienbad eléctrico: conjugar la serenidad y rayo repentino: viajar “al origen eléctrico de todas las lluvias.”
En enero de 1934, al negarse a jurar lealtad al régimen fascista, Leone Ginzburg perdió su cátedra en la Universidad de Turín. Declarado persona non grata, es forzado a recoger sus pertenencias del despacho. Al empacar sus libros y sus cosas, recibió a un sacerdote que lo increpó crípticamente: “Nosotros jamás se lo perdonaremos.” Ginzburg no entendía la afrenta. ¿Quiénes somos ‘nosotros’ y qué es lo que no pueden perdonarme?-Nosotros, contesta el cura, somos “gente que comprendemos que la máxima sabiduría de la vida radica en adaptarse, y lo que no le perdonamos es que usted se niegue a aceptar esa verdad.” La indocilidad del escritor permanece hasta los últimos días. Su última señal de vida, una carta a su esposa y a sus hijos es una invitación a la terquedad, a la audacia, a la valentía. “Sé valiente,” escribe como un último aliento. Esa valentía socrática es el arrojo de buscar sabiduría en un mundo que premia la ignorancia, de distinguir el bien del mal en tiempos que se empeñan en negar la moral y de buscar la verdad, aunque las mentiras sean más cómodas. A eso llama Rob Riemen nobleza de espíritu.
La expresión la adopta de Thomas Mann, su héroe intelectual. Y mucho de valentía se requiere ahora para juntar en el título de un libro dos palabras como nobleza y espíritu. Al acercarse al libro parecería que encontramos un elogio a la caballería del alma o una loa al gentilhombre del corazón. No es tal cosa: es una defensa urgente de la cultura en un tiempo en que imperan el lucro, la farsa y el fanatismo.
El centro del ensayo es Mann, su convicción de que sólo la razón y la tolerancia pueden proteger al hombre de la barbarie acechante. La política no puede salvarnos. Dejada a su suerte, terminaría aniquilándonos. La democracia bárbara ahogaría el discernimiento, desdeñaría la dignidad humana, olvidaría la virtud y la responsabilidad. Sólo la cultura, el arte, la religión puede cuidarnos de las idolatrías. También invita Riemen a ser cuidadosos con las ilusiones: “El arte, la belleza y los relatos sólo contribuyen a liberar al alma humana de la angustia y el odio, acompañando al hombre en su trayectoria vital. El arte no es poder, sino consuelo; no es que nos haga creer que la vida es buena, lo cual sería una mentira, sino que comparte nuestras dudas y nuestros sentimientos.”
El ensayo de Riemen sorprende por su teatralidad. Un notable talento narrativo permite al autor viajar por siglos y ciudades para hilvanar, más que argumentos, conversaciones. Diálogos personales y universales; documentados e imaginarios que ilustran intemporales dilemas filosóficos. No hay mejor manera de defender la civilización que el rescate de los hombres que piensan, de las circunstancias que constriñen, de los valores que se contraponen en un momento específico. El punto de partida del libro, adecuadamente llamado “Preludio,” es un recuerdo personal que tiene la fuerza de una alegoría. Los personajes son, además del propio Riemen, Elisabeth Mann Borgese, hija de Thomas Mann y Joseph Goodman, un pianista solitario, brillante y difuso. Apenas un par de encuentros que revelan la profundidad de una relación entre Mann y Goodman. Décadas de intensa y honda afinidad. La cena en el River Café de Manhattan no puede escapar el humo de las torres derribadas que todavía se siente sobre la ciudad. Ante el fanatismo de los suicidas, despunta una controversia sobre el mal. Los tres conversadores coinciden en un punto: el mal existe. ¿Qué hacer? El viejo y frágil pianista ofrece una solución. “Tengo la respuesta,” dice enfático. Al pronunciar estas palabras, despejó la mesa, sacó una carpeta y mostró una partitura. Era una cantata sinfónica para solo, coro y orquesta. Se titulaba justamente “Nobleza de espíritu” y ponía música a palabras de Walt Whitman. Para el desconocido compositor, las hojas de hierba eran la realización de la libertad: la vida es lo que el poema anuncia: búsqueda de verdad, amor, belleza, bondad y libertad. Esa es la nobleza del espíritu. Lo único que puede salvarnos de la barbarie.
Dos meses después de la cena, Joseph Goodman murió. Poco antes de sufrir un infarto cerebral destruyó los borradores de la cantata.
La historia parece sacada del periódico del día de hoy. En un régimen cerrado, un grupo de disidentes lanza mensajes que se extienden como un virus por la ciudad. Las burlas a los poderosos brincan de una casa a otra, formando una red de discrepantes que crece a diario. De pronto, la policía da el golpe y pone fin a la infección. Los burlones, tras las rejas para que nadie tenga acceso a los mensajes sediciosos. En realidad, se trata de una historia de mediados del siglo XVIII, en París. Los hechos los narra ese extraordinario detective de la historia francesa que es Robert Darnton. El historiador no es solamente un erudito que lo sabe todo de los tiempos revolucionarios, sino un especialista en los trasmisores de las ideas, sean libros, panfletos o pantallas.
En esta historia, más que impresos, Darnton registra versos que pasaban de boca en boca en la capital francesa, en 1749. En un país con poco acceso a la red (de publicaciones) los mensajes viajan, sobre todo, oralmente. Si se acompañan de música, mejor. El investigador hurga en archivos hasta escuchar con la imaginación a los cantantes que en las esquinas y en los callejones parisinos difundían la denuncia y se mofaban del régimen y sus personajes. Si se conservan ciertos rastros de esas coplas es, desde luego, por su ofensa. Por ser consideradas como un peligro político ingresaron a los archivos de la policía parisina. La música es utilizada como la correa que trasmite la rebeldía. Convertidos en canción, los versos insumisos son una travesura que va conectando inconformes. El gozo de cantar la insolencia bajo la cubierta de un sonsonete inofensivo se contagia con facilidad. La técnica de entonces era la misma que hoy oímos en programas como el Weso: sobre tonadas populares, los cantantes callejeros sobreponen versos sediciosos. Un palimpsesto sonoro, lo llama Darnton.
Poetry and the Police: Communication Networks in Eighteenth-Century Paris (Belknap Press, 2010) recupera un número reducido de poemas cantados en la calle. Darnton encuentra vestigios de la letra, las órdenes para la captura de los cantantes, los interrogatorios, las confesiones y delaciones de los reos. Reconstruye así el episodio conocido como el “Affaire de los catorce,” por ser ése el número de los convictos. En las canciones, se observa la saña contra Madame Pompadou pero ni la corte ni el rey se salvan del embate musical. El monarca es pintado en uno de los poemas como monstruo de rabia negra y en otro es retratado como un impotente:
Pues bien, burguesía temeraria
Dices que has podido dar satisfacción
al rey
Y que él ha satisfecho tus esperanzas
Bien sabemos que esa noche
el rey quiso dar prueba de su ternura
pero no pudo.
Darnton se desplaza con destreza admirable por los archivos del siglo XVIII, ofreciéndonos un jugoso cuento policiaco en el que catorce hombres caen en manos de la policía, pero nunca puede darse con el autor de los versos peligrosos. La reconstrucción del episodio llega, incluso a su resurrección musical. En internet puede escucharse una recreación de las canciones, de acuerdo a las pistas que Darnton ha podido ir integrando. El cabaret electrónico puede escucharse aquí. Desde luego, no podemos escuchar las canciones como las habrán oído a escondidas, hace más de 250 años, pero al escucharlas se advierte la fuerza de esos hilos de comunicación. Ahí está el argumento central de Darnton: internet no inventó la comunicación humana; Facebook no es el origen de las redes sociales. Si a la monarquía le enfurecían las burlas cantadas es porque se percataba de algo que los poderosos todavía no sabían cómo tratar: la opinión pública.
Alfred Brendel ha dejado los conciertos. Desde hace tiempo, el gran pianista no se pone traje de pingüino para tocar las grandes sonatas del repertorio clásico en las salas más famosas del mundo. Se ha concentrado en la literatura; ha publicado ensayos, libros de poesía
y dicta conferencias. Harold Pinter, al descubrirlo como poeta, dijo: “los mismos dedos creando un nuevo sonido.” Entre sus poemas aparece éste que me atrevo a traducir, a pesar de que ya ha brincado del alemán al inglés.
Somos el gallo y la gallina
Somos también los pollitos¿y qué hay del huevo?
¿quién es el huevo?
SOMOS EL HUEVO
la yema tanto como la claraMás aún:
somos el zorro
que se zampa a las gallinas.
¡Carajo!Somos todo!
Gallo, gallina, pollo, huevo y zorro. Todo eso somos.
Apartado de las salas de conciertos, Brendel empieza a frecuentar ahora las salas de conferencias. Tiene ya programada una buena serie de charlas en universidades de Estados Unidos en donde hablará sobre el humor en la música clásica. El lunes lo pude escuchar hablando de este tema en una pequeña sala de la Universidad de Nueva York. Un Brendel descorbatado se sienta al piano intercalando la lectura de un ensayo admirablemente compuesto con ejemplos al teclado. A decir verdad, la idea no es nueva en Brendel. Ya había publicado un ensayo sobre el tema en un volumen que se recogió para homenaje de su gran amigo Isaiah Berlin. Vale recordar que, en los funerales del gran biógrafo de las ideas tocó precisamente Brendel el andantino de la sonata en La Mayor, de Schubert.
Brendel, quien respondió un cuestionario declarando que su ocupación era reír, se pregunta en su conferencia: ¿tiene que ser enteramente seria la música clásica? Por supuesto que no, contesta Brendel y examina, frente al piano, distintas piezas que mueven a la risa. ¿Por qué nos llaman a reir? ¿Qué hace que un lenguaje sin palabras resulte gracioso? El pianista convertido en conferenciante se ha adentrado como pocos a la estructura de las piezas que interpeta. Sabe bien que, si el auditorio no se ríe al final de tal pieza, la ha interpretado mal o la sala está durmiendo. Trae a la conversación cartas y estudios sobre las sonatas de Haydn y toca fragmentos de las variaciones Diabelli de Beethoven.
Alfred Brendel, admirador del dadaísmo, coleccionista de máscaras antiguas y de erratas en los diarios, cita en su conferencia a Jean Paul Richter, para quien el humor es lo “sublime en reversa.” El pianista subraya en la interpetación y en la gesticulación, las líneas que tienen un claro efecto cómico. Rasguños al orden perfecto de una pieza. Giros de ironía sobre la monumentalidad músical. Cambios que rompen las expectativas del oyente con un cambio súbito de tonalidad. Exageraciones que transforman la música en caricatura. Burlas sonoras. Fraseos que contrastan personajes musicales. Hay piezas que no pueden empezar a tocarse con el seño fruncido, como si se estuviera tocando al solemne de Chopin, dice. Y hay piezas que no merecen al final la corona del aplauso sino la recompensa de la carcajada.
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