Mucho se ha escrito en estos días sobre Hitchens. Destacaría los recuerdos de Ian McEwan, Richard Dawkins, James Fenton, Peter Hitchens, Julian Barnes, Timothy Garton Ash, Alexander Cockburn, Simon Schama, Christopher Buckley, Stephen Fry, Andrew Sullivan, Benjamin Schwarz, Norman Geras. The Economist da buen título a su obituario: "The Struggle Against Bullshit." Katha Pollitt escribe sobre (y contra Hitchens) y resalta lo que considera su misoginia. Juan Pardinas escribió sobre él en el Reforma y Bruno Piché responde por qué importa Hitchens.
Terry Eagleton ha publicado un libro que sale a la defensa de Karl Marx. Por qué Marx tenía razón, se titula. Marx es tan responsable de la Unión Soviética como Jesucristo de la Inquisición. El marxismo, dice Eagleton, es una teoría para la transformación de los inmensos recursos del capitalismo avanzado para lograr la justicia y la prosperidad. El autor del Manifiesto debe regresar al debate contemporáneo porque sigue siendo una de las mentes que con mayor lucidez penetró en la maquinaria del capitalismo. Su obra, dice, puede tener cientos de fallas, "pero es un pensador demasiado creativo y original para ser aplastado por los estereotipos vulgares de sus enemigos."
Aquí puede verse una síntesis de su argumento.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
Hace casi diez años Terry Eagleton publicó sus memorias. Quien las lea encontrará en ellas una extraña combinación de identidades y experiencias. Si se titula El portero es porque ha vivido siempre en el quicio de una puerta: católico en casa protestante, hijo de obreros cobijado por las instituciones de la élite, un marxista bien visto por los liberales. Siempre fiel al marxismo, a cuyo fundador dedicó una defensa reciente, Eagleton ha polemizado recientemente con los apóstoles del ateísmo que ven en toda creencia, fanatismo. La religión puede ser opio pero es, para seguir citando a Marx, el corazón de un mundo descorazonado. El crítico literario no puede admitir esa ecuación del ateísmo militante que identifica fe con el fanatismo y ciencia con tolerancia. Cuando Eagleton salió a arena pública para exhibir la ignorancia teológica de Richard Dawkins y reivindicar el sitio de la fe en la sociedad contemporánea, sorprendió muchos. No se esperaba que el crítico marxista empeñado en releer a los clásicos, tuviera tan buen oído para la meditación teológica. Con ese oído para el cuento literario y religioso se ha acercado también al tema del Mal.
Escribo la palabra con mayúscula porque Eagleton lo aborda como categoría teológica, no como simple nota moral. Tiene razón el filósofo AC Grayling al ubicar al crítico literario como un hombre atrapado en dos cajas de las que no ha querido o no ha podido salir: el marxismo y el catolicismo. Araña ambas baúles con ferocidad pero no escapa de ellos. En sus ensayos sobre el Mal, el católico recupera la idea del pecado original y ve al Mal como la pareja de Dios. Como Él, es causa de sí mismo; productor de la Nada frente al creador del cosmos. Para Eagleton, la perversidad, el simple afán de daño no equivale al Mal. El Mal no es, siquiera, la maldad suprema. El Mal expresa otra categoría: una condición del ser. El Mal es una compuerta hacia la Nada. No es un daño con sentido, un dolor con propósito, una desgracia interesada sino una voluntad de destrucción por la destrucción misma. El Mal es el gozo por la destrucción, el placer del aniquilamiento.
La ontología eagletoniana del Mal lo retrata como el supremo sinsentido. La liquidación en estado puro. El Mal no puede soltar los hilos de su afán: es una ingeniería obsesiva y controladora que no puede dejar nada suelto. Planeación perfecta que no admite azares. Por eso el Mal de Eagleton tiene mentalidad burocrática, mientras el bien adora la sorpresa y está enamorado de lo incompleto. De ahí que sugiera Eagleton que Stalin pudo ser un siniestro villano pero lo suyo no fue la producción de Mal. En sus crímenes hay una lógica, un propósito. Hitler, sin embargo, sí puede encarnar, a su entender, el Mal porque el holocausto no obedecía un plan militar concreto. ¿Cuál era la utilidad estratégica del exterminio? Por eso Eagleton ha señalado que los ataques del 11 de septiembre pueden haber sido una perversidad gigantesca, pero no fueron obras del Mal. Los suicidas que se estrellaron en las torres gemelas tenían un propósito concreto y tal vez fueron eficaces con su inmolación criminal.
La sublimación teológica del Mal es una restauración de Satán en este mundo desencantado pero apenas sirve para abordar el debate moral de nuestro tiempo. Aún el ejemplo que ofrece para demostrar su presencia histórica resulta poco convincente. El holocausto no tuvo sentido militar pero sí racial: la solución final era, obviamente, un remedio a la corrupción de la sangre. La excursión literaria y religiosa de Eagleton es rica, interesante y provocadora pero, a final de cuentas, inservible.
Hace unos años el Museo Británico seleccionó piezas de su colección para contar la historia del mundo o, más bien, una historia del mundo. El proyecto buscaba describir culturas y civilizaciones a través de cien objetos. Piezas de arte, armas, utensilios, telas, monedas, estatuas, juguetes, muebles. Un relato de recorría dos millones de años en las cosas que ha inventado el hombre para pelearse, para adorar a sus dioses, para ubicarse en el espacio, para comunicarse, para intentar derrotar a la muerte. La colección del Museo Británico mostraba que los objetos condensaban siglos, materializan ideas, le dan forma al temor o la esperanza.
El MODO, el museo del objeto (del objeto), ha tratado precisamente de mostrarnos las historias que encierran las cosas. Ahora presenta una exhibición interesante sobre la propaganda política del siglo XX en México. Aretes para promover la candidatura de Madero, botellas de refresco con la imagen de Ernesto Zedillo, abanicos con el logotipo del PRI, botones de todos los colores, cerillos donde se afirma “Usted decide: comunismo o cristianismo”, costales, paquetes de semillas, gorros, camisetas, plumas y lápices, boletos de camión cortesía del candidato, placas de coche con el nombre de Luis Echeverría.
La colección es un resumen veloz del siglo XX, un vistazo a la política mexicana a través del diseño. Resulta interesante ver la profusión de chácharas en los tiempos de la hegemonía priista. ¿Por qué tal necesidad del recuerdito? ¿Para qué tanto empeño en regalar cosas con el lema del candidato cuando el puesto no estaba realmente en disputa? Los objetos nos recuerdan que las elecciones en el México anterior a la competencia no eran los eventos que decidían quién gobernaría pero eran, sin embargo, momentos políticamente importantes. Rituales de la legitimación que servían al PRI para reiterar sus credenciales históricas y alimentar una idea de futuro. En muchos de los objetos que se muestran en la exposición se percibe una tarea pedagógica. En la campaña no se ofrece un proyecto para contrastarlo con otro en busca del voto. Más que una campaña electoral parecen a veces campañas educativas. La campaña socializa un mensaje político y reitera el cuento de la historia oficial. El candidato priista más que definirse ideológicamente, insiste en presentarse como heredero: la historia continúa de la mano del tapado. En un cartel de la campaña de 1976, significativamente, una campaña sin adversarios para el PRI, el candidato López Portillo muestra a los grandes estadistas de la historia universal. La propaganda política como escuela de civismo; el candidato como profesor de teoría del Estado.
Los objetos de la exposición son curiosos pero su diseño suele ser torpe, carente de creatividad de imaginación. Los logotipos apenas crean una identidad. Supongo que no hay espacio para filosofías complejas en la grafía de una corcholata, una camiseta o un sombrero. Pero en esos objetos útiles, en esas cosas que empleamos a diario y que los políticos nos obsequian (aunque nosotros pagamos) podría haberse reflejado una idea, un estilo, una voluntad de comunicación, un gesto imaginativo. No se encuentra ahí en la imagen gráfica de los partidos y los candidatos, en los lemas acuñados, en el diseño de los objetos. De hecho, la mayor parte de las cosas adquieren naturaleza propagandística por un barniz. La exposición retrata bien que la imaginación, la creatividad han estado ausente de la política mexicana durante demasiado tiempo.